El 17A es una foto, no una película. Pero una imagen que pegó donde tenía que pegar, que ayudó un poco más a un cometido: que la grieta se trague a la política. Y abonó cosas “para adentro” de la oposición. Lo patentó Patricia Bullrich en la entrevista del día después: “la gente va a dejar en el camino a los tibios”. Con tono de guerra, el apuntado era Horacio Rodríguez Larreta por su “moderación”, su “diálogo”. Horacio, quien camina casi en puntas de pie, aspira más a cumplir el “destino sciolista”: que la realidad organice lo que su propia voluntad no quiere o no puede organizar.

Porque detrás de la voz de orden de Bullrich perdura el liderazgo de Macri, el padre político de Horacio. Y en simultáneo Juntos por el Cambio ya es, indefectiblemente, un partido político. Sin los viejos protocolos de los años 80 o 90 que odiamos amar, aglutina un sector de la sociedad sobre un conjunto de ideas e intereses. La pregunta: ¿por qué sobrevive al fracaso de su gobierno? La respuesta –que existe pese a quienes sueñen negarla–: por lo que representa. Por empezar, un núcleo duro de ciudadanos autopercibidos como los que agregan valor, los que “no viven del Estado”, los que sufren el empoderamiento ajeno de quienes sienten que, de a uno, valen menos (los organizados, los científicos, los sindicatos, los estatales, o, sobre todo, los más afuera de la economía salarizada).

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“Allí no hubo un solo voto nuestro del año pasado” dicen que dijo un encumbrado funcionario del Gobierno en una nota publicada en Clarín. La frase nos recuerda a otra (“esto no afecta la arquitectura del 54%”) con que se interpretaban las manifestaciones opositoras en 2012, tras una serie de cacerolazos que mojaban los papeles de la elección en la que un año antes Cristina había obtenido ese 54%. Pero la noticia del final de la semana, que han sido declarados servicios públicos la telefonía celular, internet y la televisión paga –lo que impide a las empresas aumentar las tarifas sin previa autorización del Estado– y el congelamiento hasta fin de año de sus respectivas tarifas, parece mostrar a Alberto en otro camino. Corrida la lectura lineal de “Gobierno versus Clarín”, se trata de una medida también para esa plaza: para desarmar la parte del malestar comprensible del bolsillo.

La marcha y su doble trampa: perderse en sus detalles y caer en la subestimación o la sobreinterpretación. La subestimación hace pensar una agenda como si eso no existiera, como si fuera una pura obra y gracia de los medios (no negar que existan es respetar su “derecho” a existir). La sobreinterpretación empuja a un peor vicio: hacer oficialismo como oposición de la oposición. Es decir, que finalmente “el otro” organice la agenda. Un juego de espejos que envicia la política y la aleja. Tuvimos eso. Una política que no mide resultados sino intensidades. Un modo de vivir la crisis y no de solucionarla.

Shila Vilker en un texto formidable apuntó sobre el Gobierno y la batalla por la interpretación: “La moratoria se la convirtieron en Cristóbal; Vicentin se convirtió en Venezuela y ahora están logrando instalar la sinonimia entre reforma judicial e impunidad para CFK”. Cierto apego de Alberto a la gestión de la pandemia pareció también el apego a la parte de aquello que sí se puede gobernar. Como si hubiera una conciencia de que lo que está “afuera” se lo traga la grieta, es decir, ya no se lo gobierna. Se sabe, además, quién gana cuando todo es grieta. Nunca hubo tanta como en las elecciones de 2013, 2015 y 2017, en las que el peronismo perdió.

Hay tres temas que, en línea, rehabilitaron eso que la televisión ama: la grieta. El debate de las “prisiones preventivas”, Vicentin y la Reforma Judicial. Es decir, ¿margen para qué “agenda” en la pandemia? Sería de terror que salgamos de estos meses de sacrificio para encontrarnos en un país debatido entre Oscar Parrilli y Luis Majul. ¿Tanto corrimos para nadar dos veces en el mismo río? Cantaba Spinetta: “200 años, ¿de qué sirvió…?”

El impuesto a las fortunas, cuya “venta” palidecía en el trato mediático bajo el nombre de “el proyecto de Máximo”, duerme en la noche de los justos, pero proyecta un arco narrativo que puede ir de Grabois a Beatriz Sarlo (quien manifestó su apoyo). No se trata entonces de evitar el conflicto sino de reconocer los límites y las formas para los que hay margen en esta crisis. Si es todo, es nada. La sociedad se contiene y por lo bajo se siente el crujido. ¿Qué pasa con aquellos que no fueron alcanzados por el brazo protector del Estado –sean quienes sean–? ¿A qué brazos se arrojarán?

Foto NA: JUAN VARGAS.
Foto NA: JUAN VARGAS.

Todos somos sommeliers de plazas ajenas. El 17A ya es parte de un tipo de ocupación de la plaza pública que nació la noche del 19 de diciembre de 2001 (y no del “combativo” 20). Plazas un poco yendo de la cama al living. Las plazas de los sueltos. Yo y mis consignas. Yo y mis carteles. Un “aluvión zoológico” de capas medias (la clase media, el hecho maldito del país peronista). La foto de los terraplanistas, de los de Patriarcado Unido Argentino o el jubilado con su teoría del origen de la gripe remiten a un subsuelo sublevado de los departamentos aislados.

Ciento cincuenta días de aislamiento social no germinan un cantón suizo. La plaza no es sólo eso (no fueron millones de anti vacunas), pero sí una que habilita eso quizás porque son plazas contra la política y sus “protocolos” de acción colectiva más clásicos. Y la parte de la política que abre la plaza no parece tener intención de moderarlos. Pero, ¿qué hacer con esto? El macrismo quiere volver a ser la fuerza política de “la gente”. Aprovecha la magnitud de esta crisis para volver a serlo, apostando también a una jarra loca: la de la amnesia. Alberto, al contrario, apuesta por la memoria: sabemos de qué soluciones argentinas precisan estos problemas argentinos.