Illia, contra todos
En este país si uno gana con el tropecientos por ciento de los votos puede perder el poder en una semana por una macana, un descuido o un desliz de un director de línea. Bueno, imagínense ganar con el 25% y un partido, y sus anexos proscriptos.
Le pasó a don Arturo Umberto Illia. Pergaminense, médico, se radicó en Córdoba donde fue senador provincial, diputado nacional, vicegobernador de la provincia y llegó a ser electo gobernador en el ´62 pero ya se había ido todo al carajo, así que no asumió.
Para las elecciones presidenciales entre Guido y sus secuaces, o entre los militares y su secuaz, habían decidido que el peronismo no volvía más. Ni el peronismo ni sus formatos diversos. Venía dura la cosa. El candidato natural del radicalismo era Balbín, pero, con semejante paisaje, pensó que no iba a ganar o que, de cualquier forma, se perdía. Y mandaron al tal Illia.
Las elecciones las ganó, al voto en blanco, claro, que quedó ahí cerquita, como principal fuerza opositora. Su vice -creo que nadie lo nombró jamás- fue Carlos Perette. Cuestión que tuvo que sentarse en la butaca del repugnante Rivadavia y ponerse a laburar.}
Sus políticas
En cuanto asumió, bastante cuestionado por más de medio país, se ocupó de levantarle la barrera al peronismo, pero no al tirano prófugo, así que los peronchos se despacharon con un acto en la plaza Miserere en conmemoración del 17 de octubre. Si no recuerdan lo que pasó el 17 de octubre lo leen acá.
Y movió el avispero, se sancionaron las leyes de salario mínimo, vital y móvil –ese que, si toca, asegura la muerte de hambre, pero con todas las de la ley–, de medicamentos –conocida también como ley Oñativia, que fijaba precios máximos, congelamiento, impedimentos para girar regalías al exterior y límites a los gastos publicitarios-, y de abastecimiento, la que nadie usa para no molestar a los que hay que dejar tranquilos. Digamos que, con estas tres cositas, le tocó los huevos al diablo. Con el 25% de lo votos.
También fue por los contratos petroleros de Frondizi pero terminó ni en chicha ni limonada. Además, le metió garra a la educación, desde el presupuesto nacional y con un ambicioso plan de alfabetización, logrando un récord de graduados en las universidades públicas.
En la economía arrancó bien, subiendo el PBI, bajando la desocupación y descendiendo déficit fiscal. La cosa andaba. También metió un golcito diplomático en la ONU con Malvinas, mediante la resolución 2065 que reconoció la disputa de soberanía entre este páramo y la pérfida Albión. Pero no todo lo que reluce es oro, amiguitos.
Antiperonista
La cosa seguía espesa con el innombrable, en el ´64 no lo dejó regresar al país y desde Brasil tuvo que volverse a las tierras de Fernando VII. Tampoco le dio pelota a la CGT que quiso saber qué carajo había pasado con la desaparición de Felipe Vallese.
Se lució sancionando a Hugo del Carril por exhibirle una película al quetejedi en Madrid, multó a los sindicatos que aprobaron el plan de lucha contra el gobierno, prohibió actos de conmemoración a los fusilados del ´56 y al desaparecido Vallese. La remató con un decreto vedando la actividad política de los sindicatos. De paso, en la misma norma se birló la potestad de aprobarle las cuentas. Y cada cual es artífice de su propio destino.
Para empiojar un poco más el horizonte, la Bonaerense se cargó a tres tipos en las manifestaciones organizadas por la CGT. Todo sin castigo, por supuesto.
Crisis económica
Pero en todos lados se cuecen habas y don Arturo Umberto había logrado unir a la Sociedad Rural y la Unión Industrial, que estaban hasta las pelotas del control de precios, de cambios y el proteccionismo a las empresas públicas. La CGT popularizaba el slogan –que viene de grito de guerra- “Illia o gobierno”, y Neustadt y Grondona lo fustigaban desde sus revistas, en donde el presidente era apodado: “la tortuga”.
La pimienta del caso era que se ocupaban de resaltar la figura de Onganía como un líder capaz de poner los huevos sobre la mesa como este reino de pacotilla se merece. Además, a la Madre Patria del norte le cerraba el asunto porque estaban en plena guerra fría con la Madre Patria de la Sputnik V y andaban apoyando estos tipos de dictadores en Latinoamérica para evitar que estos pobres pueblos cayeran en las garras de las dictaduras comunistas. Así que al frente del plan pusieron a Julio Alsogaray –tío de María Julia, hermano de Álvaro y bisnieto de Álvaro José, ayudante del almirante Brown– que contaba con unos cuantos apoyos militares. Además, de los otros radicales, los sindicalistas y el MID de Frigerio y Frondizi, los empresarios y los ruralistas. Un crisol de ideas.
Asimismo, la economía empeoraba y se instalaba el fantasma de la recesión y la promesa de un futuro pobre, por el que nadie iba a mover un dedo, claro.
Illia andaba medio a tientas, suele pasar. Para peor, se le estaba muriendo la mujer en Estados Unidos y andaba de capa caída. No llegó ni a recambiar el gabinete, sólo cambió al de Economía, Eugenio Blanco, que murió, por Pugliese –el de “les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo” un par de décadas más tarde-.
La salida
Cuando quiso reaccionar llamó a los secretarios de Marina y Aeronáutica para contarles que había un desmadre, mientras los secretarios ya estaban mojando el pancito en la salsita que se cocinaba. Al ratito fueron los encargados de sugerirle que renunciara para terminar la fiesta en paz. Pero el médico les dijo que minga iba a renunciar. Otra vez la bendita burocracia. Pistarini –sobrino del del aeropuerto– dijo que la palabra de Illia no valía un huevo de pato y que desalojara pronto, que necesitaban las oficinas.
Quiso hablarle al país por radio, pero no había radio que quisiera darle un micrófono. Reunió a sus ministros y sugirió trasladar el gobierno a otra provincia, pero el país ya estaba todo tomado, aunque él no tuviera la menor idea.
Pidió las tropas de granaderos, pero su jefe le avisó que ya estaba rodeada la Casa de Gobierno. Se dio el gusto de firmar un decreto rajando a Pistarini, al divino botón. Mientras, los militares sacaban sus comunicados hablando de total normalidad y de gobernaciones tomadas.
Para cuando llegaron los nuevos inquilinos, Illia firmaba fotos a sus colaboradores –vaya costumbre-, entonces, el tío de María Julia le ordenó que dejara de hacerlo, el radical contestó que estaba atendiendo a un ciudadano y siguió a lo suyo.
Con tal pintura se dio un diálogo entre los dos personajes, uno dijo hablar en nombre de las Fuerzas Armadas y el otro respondió que el jefe de esas fuerzas era él mismo. Pero militares, policías y el jefe de la Casa Militar no lo veían tan así.
El nuevo presidente de facto: Onganía
Finalmente, y a fin de evitar la violencia en términos físicos, Illia salió con sus colaboradores por la puerta de la Rosada, rechazó el auto de presidencia que le ofrecieron y se fue, con otras seis personas, en el auto de su ministro de educación hacia la casa de su hermano, Ricardo. Se retiraría a Córdoba a ejercer su profesión.
El teniente general Juan Carlos Onganía se hacía cargo al día siguiente de este baldío con el pomposo nombre de Revolución Argentina. “Si organizó el Ejército ¿por qué no puede encauzar el país? Puede y debe. Lo hará”, nos decía un sutil Mariano Grondona desde Extra. Manga de zánganos.