La política argentina tiene “acuerdos”. Por supuesto: no están hechos ni firmados en roca, y todos nacieron en la frontera difusa y productiva entre sociedad y política. Los juicios por delitos de lesa humanidad, la Asignación Universal por Hijo, o incluso esta semana en que se celebraron los diez años del Matrimonio Igualitario, podrían ser ejemplos de acuerdos concretos, de una trascendencia que ni haría falta ensalzar para no ser trillado ni solemne. Están ahí, son nuestras verdades. Funcionan así. Seguramente hay más acuerdos que nombrar.

En esos temas, muchas veces empujados por la sociedad, los partidos políticos no han tenido posiciones lineales, al menos no unánimemente, más allá de quiénes los impulsaron, cuyo mérito también es histórico. Pero los acuerdos fueron “transversales” por el cruce en los votos parlamentarios y por el apoyo que recogió cada una de esas políticas. La AUH es el nombre de un consenso en torno a las políticas sociales que se cocinó en el tiempo. Por supuesto son políticas, diríamos, que anhelan una sociedad en la que no hicieran falta. Pero el tiempo pasó y cambió, los sueños de una sociedad con pleno empleo y un capitalismo para todos se los llevó el viento, y la AUH tiene la forma de un “derecho” que llegó para quedarse. Para ese mientras tanto. En términos barrosamente históricos, la AUH es hija de una derrota electoral: cuando en 2009 Néstor Kirchner perdió las elecciones “testimoniales” frente a De Narváez, y leyó esa derrota sin autocomplacencia: “¿por qué perdí votos en los lugares en los que no podía perder?”. Para el kirchnerismo era hora de ir directo al bolsillo. Y existía desde 2001, desde la existencia del Frenapo, un consenso latente sobre un “mínimo” de política de ingreso universal. En un arco narrativo que va de la CTA hasta Elisa Carrió, de la Iglesia hasta el propio Kirchner (entonces gobernador).

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El matrimonio igualitario venía de una lucha de tradición propia, iconoclasta, pero que llevó al peronismo a su introspección y rosca; se conocieron estos días detalles “sabrosos” de esa antesala. El mismo PRO, que ahora celebra el aniversario de esta ley, fue el partido cuyos miembros más votaron en contra. Pero la política es así: las divisiones partidarias crujen, y después los avances se naturalizan y conforman un patrimonio social compartido. ¿Quién puede arrojar primero la piedra de que nunca comió de ahí? El oportunismo es el motor de la Historia. La Argentina es un país que sabe de consensos. Pero lo que no habría es un consenso sobre los protocolos del consenso. ¿Cuándo acordamos algo? ¿Entre quiénes, cómo, para qué? ¿Qué nos une?

Leímos esta semana el pedido de un conjunto de figuras políticas, empresariales e intelectuales sobre la necesidad de un acuerdo. Fue un “llamado urgente”. Desde el expresidente Duhalde hasta Graciela Fernández Meijide, desde María Eugenia Vidal hasta Santiago Kovadloff (el secretario general del sindicato de estatuas de bronce), desde Julio Bárbaro hasta Grobocopatel (uno de los empresarios más conversadores de la Argentina). A priori no estaría mal “pedir acuerdos”. Aunque quizás a esta altura de la soireé resultaría más esperable saber qué es efectivamente ese “mínimo” que creen posible acordar aquellos que viven un poco en la mecánica repetida de la solemnidad, sobre todo, como en este caso, cuando se hacen eco de la desigualdad social que la pandemia resaltó. Digamos: no sobreactuar consenso, como si la versión de “cambiar para que nada cambie” fuera pedir consensuar para mostrar cuánto consenso podría, potencialmente, haber salvo en lo único clave: cuál es el modelo productivo, qué bolsillos toca. La recurrencia a las “políticas de Estado”, ese fraseo pomposo, resulta, como decía Nicolás Casullo, más parecido al “deseo del deseo”, ya que nunca termina de poner al menos un tema sobre la mesa. Y hablamos de gente que supo poner temas sobre la mesa. Sin ir más lejos el propio Duhalde, en cuya breve y necesaria presidencia se establecieron las retenciones a la soja (en la casi aurora del boom de los commodities) y que ejecutó el primer paso para ese consenso universal, el “Plan Jefes y Jefas de Hogar”.

Por favor, perdón y gracias

Esta semana leímos sobre la interna oficial desatada, casi en la semana posterior a la que leímos tanto también sobre la interna opositora. La física de estas internas es previsible en su ordenamiento formal: los más moderados tensionan con los más intransigentes. El tweet de CFK el domingo recomendando un artículo cuyo eje central era la objeción ideológica al acto del 9 de julio desató aquello que se venía “esperando” desde el 18 de mayo de 2019. Como una profecía autocumplida. Lo sabemos: todas las internas, las internas peronistas. Los radicales o los macristas se pueden sacar los ojos, espiar, operar en los medios, pero a esto se lo trata como excepción y no como regla. Con el peronismo pasa un poco al revés: para los demás siempre están en su “Ezeiza”. El artículo en cuestión tenía la fuerza pesimista de querer tener razón. Pero… ¿y la realidad?

Cuando Cristina eligió a Alberto como candidato esa decisión tenía una cualidad: era hija de todos los fracasos. De Unidad Ciudadana y de las alternativas de peronismo sin Cristina. Alberto Fernández elaboró ese mandato superándolo y hacia adelante: su campaña empezaba donde terminaba el kirchnerismo. Córdoba, Santa Fe, “los gobernadores”, pero también en lo discursivo, tomando nota del callejón sin salida electoral de una política dominada por ese subtexto de la fractura social argentina llamado “grieta”. El resultado se supo: el Frente de Todos quebró el techo y se impuso.

La conferencia de prensa del viernes mostró a un Presidente rodeado de gobernadores de distintas provincias y distintos partidos políticos coordinados. Gerardo Morales y Axel Kicillof resaltaron una palabra: unidad. Eso es lo que hay. La conferencia de prensa llegó en la décima semana que muchos llaman “la peor semana de Alberto”. Y qué corta ese efecto: el propio Alberto. La relación es cíclica, un relojito: cada vez que el hilo entre Alberto y la política parece más delgado llega el día de la conferencia de prensa para reponerlo. Y la cosa se reanima porque no se cambia el caballo a mitad del río y estamos a mitad del río, este río bravo que nos tocó. La conferencia escenifica su perfil más trabajado: un coordinador de unidades. Un “dialoguista”, así se definió ante la pregunta de un periodista. Diálogo: fase superior de la “moderación”. No es “tibieza” ni “indefinición”. Es todo terreno: con los empresarios y con los movimientos sociales, con el feminismo y con las iglesias, con la oposición y con su propio espacio. Con Paolo Rocca y con el Gringo Castro. Dicho simple: con la política y con la sociedad. ¿Cuándo el diálogo funciona? Cuando el que lo media pone en riesgo algo de sí mismo.

Pero lo que vemos hacia adelante, a grandes rasgos, es lo que no se sabe: ¿cuál será el “acuerdo” para la pospandemia? ¿Quiénes lo piden, quiénes lo ejecutan? “Consensuar” no es bueno en sí mismo: puede ser la forma de traficar mezquindades. Si todos piden consenso, nadie pide consenso. Pedir consenso no es actuarlo, es hacerlo, empujarlo. Las cosas pasan cuando la oportunidad (que ha movido la Historia) se junta con un cachito de grandeza: hacer cosas para que las cosas (que valen la pena) pasen. La democracia se hace con esas dos caras, con esas dos válvulas simultáneas: tensiones y consensos, y los consensos últimos son sobre los billetes. La agenda del “después de” es en el “durante”. La sociedad, que puso y pone todo de sí, lo está esperando.