Donde dice populismo debe decir conflicto distributivo estructural
En algún momento, la peste y la deuda serán parte del pasado y quedarán, agravados, los problemas de casi siempre. Alberto Fernández deberá resolver el empate tenso que se expresa en el plano de la política pero tiene sus raíces en el terreno de una economía afectada por la recesión y la falta de dólares, como él mismo la describió ayer ante el Consejo de la Américas. El Presidente puede aprovechar la enorme oportunidad histórica de una crisis descomunal para avanzar con medidas audaces que la emergencia justifica o puede rendirse ante la fortaleza de sus rivales y apelar a un consenso que cuenta con más abogados que contribuyentes. Lo que no puede hacer -tampoco sus detractores- es equivocarse en el diagnóstico a la hora de explicar la inestabilidad argentina.
Mientras el Frente de Todos discute con quién avanzar en el contrato social y se vuelve a indagar sobre la existencia de la burguesía nacional, los economistas Pablo Gerchunoff, Martín Rapetti y Gonzalo de León ensayan una salida posible en un texto reciente, “La paradoja populista”. A partir del término maldito que explica todas las calamidades en la barrabrava de la ortodoxia, los autores abordan la polarización en una clave distinta y sostienen que el llamado populismo no es producto de la ignorancia o de la miopía sino de la prevalencia de la presión por satisfacer las demandas populares. La historia económica argentina, dicen, está marcada por la “tensión sistemática y persistente” entre el equilibrio macroeconómico y la armonía social. En otras palabras, entre la capacidad productiva de la economía y la justicia social; entre un tipo de cambio real compatible con la pretensión de los exportadores y uno compatible con la paz social. Cuando esos dos centros de gravedad polarizan sin vencedor estable, la crisis -afirman- no se explica únicamente por las recetas equivocadas sino por la presencia de un componente estructural, el conflicto distributivo. Las estrategias de política económica denominadas “populistas” -que privilegian la armonía social por sobre el equilibrio fiscal que ayer invocó como meta el Presidente- no son más que la respuesta preferida de los gobiernos ante “el aliento de las sociedades en la nuca” y explican tanto su vigencia como sus límites.
Gerchunoff, Rapetti y De León dicen que en las últimas seis décadas Argentina fue el país que acumuló más años de recesión a nivel global: 17 episodios contractivos y 27 años de retracción de la actividad económica. Salvo el de 1978, aseguran los autores, todos los episodios se produjeron luego de rápidas expansiones que condujeron a déficits gemelos y finalmente desembocaron en bruscas devaluaciones; no pocos fueron protagonizados por gobiernos incalificables de populistas, dos de los más recientes los que el país vivió en 2018 y 2019, durante la aventura de Mauricio Macri en el poder.
Así, el conflicto distributivo estructural argentino puede pensarse como un caso particular de desequilibrio en el que los trabajadores aspiran a un salario real incompatible con el equilibrio de mercado, con pleno empleo y sin la escasez de dólares que marca el déficit de cuenta corriente. “Empujados por la presión social, los gobiernos aprecian el tipo de cambio para elevar el poder de compra de los salarios por encima de la productividad e incurren en un déficit fiscal para ampliar la oferta de servicios públicos y protección social por encima de los recursos fiscales. (...) Es concebible determinar un conjunto de precios relativos que permitan un crecimiento continuo de empleo y salarios, en los valores máximos compatibles con la restricción de comercio exterior y las necesidades de acumulación de capital. Pero sería soberbia o inocencia del economista pensar que el desconocimiento de estos valores de equilibrio es la causa de la inestabilidad argentina y que su aplicación resuelve el problema (…) La inestabilidad es la expresión del conflicto de clases”, dicen.
Por algún lado, la crisis siempre vuelve en forma circular, con inflación, remarcaciones, atraso cambiario, déficit crónico de cuenta corriente, déficit fiscal, endeudamiento, ajuste, devaluación y golpe al salario real. Cada vez con más pobreza, más desempleo, más desigualdad y más concentración de la riqueza; con exclusión y con informalidad laboral.
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A partir del cuestionamiento de los axiomas de la ortodoxia que se ubica entre Macri y la pared, los economistas parecen interpelar tanto a la oposición no peronista como al centro, con un llamado a aprender de las lecciones de la realidad. “Si el populismo es inconsistente por emplear una política macroeconómica en busca de un objetivo social que, se sabe, generará un desequilibrio macroeconómico, ¿por qué no impugnar, simétricamente, políticas que apunten al equilibrio macro si la ausencia de armonía social desencadenará protestas que lo tornarán insostenible?”.
Para Gerchunoff, Rapetti y De León, en el origen del conflicto distributivo que se prolonga a lo largo del tiempo está la brecha de aspiraciones de una población que pretende un nivel de vida que no se condice con la productividad de la economía. En Argentina, ese defasaje a nivel de las demandas es producto de por lo menos dos “marcas perdurables”. Primero, una sociedad de tendencia igualitaria en términos de ingreso y de derechos, que no se rinde al “resignado malestar”. Segundo, la propia experiencia pasada de circunstancias “excepcionales” que tiene entre sus componentes distintivos “el nuevo piso de derechos que se estableció durante los primeros años del peronismo”.
Surge a partir de entonces la dinámica cíclica del “stop and go”, que pasa de la apreciación del peso, la mejora en los salarios y las políticas expansivas y proteccionistas de la industria al déficit de las cuentas externas, la devaluación y el ajuste sobre los ingresos. Los desequilibrios de cuenta corriente terminaron en crisis en 1980-1982, 1989-1990, 1995, 1998-2002, 2008 y 2018-2019. Después de los años de Macri, que dejaron un océano de perdedores y un grupo selecto de ganadores, los Fernández, el establishment y los sectores que presionan por la armonía social buscan sobrevivir a la pandemia, mientras de fondo persiste la cancha inclinada y los salarios vuelven a caer.
Según el artículo que publicaron en la revista “Desarrollo Económico” y circula entre dirigentes del gobierno y la oposición, los economistas repasan las distintas alternativas para reconciliar el tipo de cambio real de equilibrio macroeconómico con el de equilibrio social. Sin una disponibilidad de divisas que permita aumentar el valor en dólares de los salarios y el nivel de gastos sin generar desequilibrios externos, dicen, propiciar una suba del dólar que supere largamente el atraso cambiario y favorezca el crecimiento atado a las exportaciones implicaría una reducción en las aspiraciones de los trabajadores, algo que no parece fácil de lograr. Podría ser resultado de un nuevo derrumbe económico que provoque resignación y moderación, podría llegar por la vía del autoritarismo y la violencia de un gobierno empresario o podría darse de modo consensuado a través de un pacto social, como el que hoy todos invocan.
Con una cita al Perón de 1951, los autores coinciden en que el conflicto distributivo no se supera con una fórmula técnica sino con una fórmula política y sugieren como solución al empate tenso y el estancamiento un acuerdo que incluya el intercambio de ingresos por propiedad entre el trabajo y el capital. Que los trabajadores moderen sus demandas presentes a cambio de participación en las ganancias empresarias, un esquema que puso en marcha el Sindicato del Neumático en la crisis de 2001, que Héctor Recalde propuso sin éxito hace 10 años y que acaba de tomar ahora como bandera la Federación de Sindicatos de Trabajadores de Industrias Químicas y Petroquímicas.
“Si se destraba el conflicto y la economía pasa de crecer, digamos, 1% anual a 2% anual, ganan todas las partes. El ingreso que ceden los trabajadores hoy sería más que compensado por el flujo de dividendos futuro que se deriven de la porción del paquete accionario que consiguieran en el pacto. El menor paquete accionario que tiene el empresario, en tanto, correspondería a una compañía que genera más dividendos: parece más rentable ser propietario del 85% de una empresa rica que del 100% de una pobre”, dicen Gerchunoff, Rapetti y De León. Tal vez se trate de una propuesta inviable o insuficiente para saldar el conflicto distributivo estructural. De ser así, es probable que el populismo argentino siga siendo el nombre de la salida a ese enfrentamiento persistente entre clases sociales.