El peronismo y la inseguridad
Uno menos. Justicia por mano propia. Castigo. Pena de muerte. Que los chorros no salgan más. Que los violadores y asesinos, tampoco. El discurso se repite, se resignifica y vuelve: ¿qué pasa con la (in)seguridad en Argentina? ¿Tiene el sistema político una línea concisa, directa, clara sobre el tema? ¿Alcanzan los cientos de modificaciones que se le hicieron al Código Penal en estos años? ¿Por qué a los gobiernos peronistas les cuesta tanto hablar de seguridad?
“Obviamente hay una justicia que está mirando más los derechos de los delincuentes que los derechos de la ciudadanía”. La frase no le pertenece al familiar de una víctima de un delito grave. Tampoco a un integrante de la oposición. Fue Sergio Berni, ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, el que lanzó la frase mientras se discutía mediáticamente el caso de un hombre de 71 años que fue asaltado en su casa y luego persiguió a uno de los delincuentes y lo mató.
La inseguridad se convirtió en un problema urbano hace más de treinta años. No es que antes no existiera: como prueba de ello se puede agarrar cualquier diario y ver la sección de Policiales que todos tenían (ahora reconvertida en “Seguridad”). El tema llegó a la agenda mediática por dos factores clave: el reclamo privado pero reconvertido en una voz pública (manifestaciones primero, redes sociales bastante después); y la incapacidad casi siempre de los distintos gobiernos de tener un famoso plan de seguridad.
En 2004, una marcha multitudinaria consiguió que se modificará la ley y se incluyeran penas más duras. El secuestro y asesinato de Axel Blumberg le abrió la puerta a un reclamo que no involucraba un “que se vayan todos” sino una nueva exigencia. Finalmente, el gobierno de Néstor Kirchner avanzó con el debate legislativo y se sancionaron las modificaciones propuestas al Código Penal.
Desde ese momento, los reclamos por seguridad se repitieron. Las respuestas que ensayaron tanto el gobierno de Néstor como el de Cristina Fernández de Kirchner fueron insuficientes como para comenzar a resolver el problema o por lo menos para encararlo. La creación de un Ministerio de Seguridad en diciembre de 2010, luego del asesinato de Mariano Ferreyra y la violenta toma del Parque Indoamericano, fue la solución a los reclamos que se suscitaban aunque el discurso en ese momento se focalizó más en el rol de la policía y en la violencia institucional.
Los planteos sobre violencia ejercida por efectivos policiales o fuerzas de seguridad es un mundo donde el peronismo (aunque más que nada el kirchnerismo) se siente “a salvo”. La política de derechos humanos que comenzó en 2003 da esa sensación de tranquilidad al respecto. Pero los derechos humanos también incluyen una mirada sobre el rol que debe ejercer un Estado para cuidar sus ciudadanos y ciudadanas y que no necesariamente se traduce en penas si o si más altas. Justamente, ante la indignación de un sector de la sociedad (“de la gente”), la salida fue siempre legislativa y hacia el lado penal. Que estemos hablando de esto es la prueba de que con eso no basta pues el problema sigue aquí.
En espejo, se habla de desigualdades sociales, de falta de oportunidades y de cierta esperanza: todo va a mejorar cuando haya más educación y más trabajo. Esa mirada paternalista del Estado tampoco resuelve el problema sino que lo deja en un stand by. La respuesta más rápida también llega de la mano de mayor presencia policial como modo de “ahuyentar” la delincuencia, empoderando a quienes tienen las armas del Estado para “combatir” el delito. Los resultados están a la vista: cuando a la policía se le afloja la soga desde la política o se legitima el uso de la violencia, los casos de gatillo fácil y brutalidad aumentan.
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Los gobiernos democráticos le dieron muchísimo poder a las fuerzas de seguridad. Tanto que funcionan como si no fueran parte del Estado. De esa forma, los funcionarios pueden desligar responsabilidades allí, utilizarlas como chivo expiatorio, desplazar alguna cúpula sin remover los problemas estructurales, la connivencia con estructuras delictivas y la formación deficiente. La otra pata, la del Poder Judicial, es la que termina como responsable también: son los que liberan chorros y asesinos o los que dejan sueltos violadores. El discurso de la puerta giratoria caló tan hondo que se obvia que la situación carcelaria está en emergencia y que los presos son cada vez más. Las estadísticas elaboradas por distintos organismos públicos no muestran picos gigantes de delitos aunque dentro del sistema judicial te hablan de mayor violencia en lo que llega a fiscalías y juzgados.
¿Hablar de delitos, de penas te convierte en alguien de derecha? ¿Plantear una reestructuración de la policía y asegurar que una mayor condena no previene el delito te convierte en una persona de izquierda? El problema de la (in)seguridad está lejos de estar resuelto: requiere de acuerdos políticos extrapartidarios, de las famosas políticas públicas que son impensadas en un país manejado por la grieta.