El Pocho
Quedamos en que la figura del multiempleado Perón crecía, que desde la secretaría de Trabajo tejió flor de rosca con los trabajadores y que de castaño se estaba pasando a oscuro. Y en honor a la brevedad, nos remitiremos a la columna especial sobre el 17 de octubre publicada, casualmente, el 17 de octubre.
Entonces empieza a ordenarse la cosa. Perón se casaba con la actriz Eva Duarte y los sindicatos armaban el Partido Laborista, para organizarle los papeles a Juan Domingo hacia una candidatura presidencial.
Del otro lado se creaba la Unión Democrática, con los radicales disidentes, los conservadores, los comunistas, la sociedad rural, la unión industrial y la embajada norteamericana. Un crisol de ideas.
Al laborismo se sumaban los militares, radicales, el Partido Independiente y la iglesia católica. Un crisol de ideas.
Perón hizo dupla con el radical Juan Hortensio Quijano, un correntino yrigoyenista, después antipersonalista, colaborador de Alvear y ministro del interior de Farrell. Con otros correligionarios había fundado la Unión Cívica Radical Junta Renovadora para apoyar a Perón y dedicó la campaña a recorrer el interior convenciendo boinas blancas.
La dupla de la Unión Democrática fue Tamborini – Mosca. Y de Mosca ya podríamos decir que era medio mufa.
Juan Domingo Perón venció con el 52,8% de los votos contra el 42,8% de los contreras. Ganó todas las gobernaciones, salvo Corrientes, que sería intervenida, según las costumbres de la época. También se quedó con mayoría en diputados. Palo y a la bolsa.
El nuevo presidente, nieto de un médico con participación política como diputado por el mitrismo, había nacido en Lobos, provincia de Buenos Aires, en 1895. Hincha de Boca, le decían Pocho, vivió al cuidado de una abuela y dos tías, y ya era viudo de Aurelia Tizón cuando llegó al sillón del siniestro Rivadavia. Estudió en el Colegio Militar y en la Escuela Superior de Guerra. Fue ayudante del subjefe del Estado Mayor, profesor de historia militar, integró la comitiva que desalojó la Casa Rosada cuando entró Uriburu, fue agregado militar en Chile y se capacitó en la Italia de un tal Benito Mussolini.
A la vuelta lo hicieron coronel, fue a una brigada de montaña en Mendoza y volvió para dar una mano cuando hubo que cargarse a Castillo. Después le tocó ser secretario de Trabajo y previsión, vicepresidente y ministro de guerra de Farrell.
Cuando asumió ya era General, aunque todavía no “el” General. Para ordenar los papeles se mandó un ambicioso plan quinquenal que preveía 27 leyes y apuntaba a la industrialización y el consumo interno. Pero la guita seguía entrando por lo mismo de siempre, la carne y los granos. También nos íbamos a subir al tren del mundo, que iba por el lado de las estatizaciones. A través del IAPI el Estado tomó el control del comercio exterior y se agarró de los pelos con la Sociedad Rural. En plan de nacionalizar se creó Ferrocarriles Argentinos para quedarnos con los trenes que tenían los ingleses, la empresa de Agua y Energía Eléctrica, SOMISA, Entel para los teléfonos, Canal 7, y Aerolíneas Argentinas, la que trajo las vacunas. La idea era la soberanía económica.
A esta altura de la soireé el Partido Laborista y sus aliados ya se habían transformado en el Partido Único de la Revolución, para terminar siendo el Partido Peronista, por la cara.
El mundo empezaba a darnos la espalda porque la embajada se había quedado con la sangre en el ojo con el asunto de las elecciones y vieron, son influyentes cuando quieren joder. Y en esa andaban. Para peor, metimos un par de malas cosechas porque somos un país que depende del agua, el viento, el frío, el calor y de que la configuración astronómica no se vaya al carajo.
Así que se necesitaba tiempo. Una buena idea era cambiar la constitución. Para agregar tiempo y, de paso, aggiornar un poco el librito que venía varios capítulos atrasado. La constituyente se ganó por demolición, y ahí fueron la reelección y los derechos del trabajador a la carta magna. También se incorporaron los derechos de la niñez, por aquello de que los únicos privilegiados son los pequeños demonios, y la igualdad jurídica de los cónyuges y la patria potestad, con firma y sello de Evita. De yapa se sancionó el voto femenino, porque hasta acá era muy universal si uno era varoncito, las mujeres no eran parte del universo, ni para votar ni para ser votadas. Así se cerraba el arco de participación que se había iniciado con la Ley Sáenz Peña, all in.
Se creó la Universidad Obrera Nacional, más conocida ahora como UTN, se aumentó el presupuesto de la UBA y, siguiendo la idea de soberanía, se crearon el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, la Comisión Nacional de Energía Atómica y la Dirección Nacional de Energía Atómica.
A Perón también le tocó elevar, por primera vez en este país circular, el rango de Salud de secretaría a Ministerio, cuando lo creó. No hubo aquella vez cantito porque todavía It’s a Heartache no rompía los charts mundiales. De ministro puso a Ramón Carrillo. La idea era una salud de acceso universal implementando políticas sanitarias a nivel nacional. También se fortalecieron las obras sociales sindicales, se creó la primera fábrica nacional de medicamentos, se impulsaron campañas de vacunación y se redujo drásticamente la mortalidad infantil.
Nos alineamos con los países sudacas para ser autónomos de Estados Unidos y en la Guerra Fría, hicimos la nuestra: tercera posición, ni yankees ni marxistas, argentinos. Oigan, que no lo elegimos, sólo tuvimos el privilegio de ser.
Mientras el Pocho cumplía, Evita dignificaba. Y para eso montó la Fundación Eva Perón que, desde 1948, y manoteando aportes de donaciones, el juego, cuotas del aguinaldo y los convenios colectivos, tasas a los cines y teatros y presupuestos no ejecutados por los ministros, construía hospitales, escuelas, hogares de tránsito y residencias para la tercera edad. Repartía pelotas –de mejor calidad que estas de ahora, que no pican-, bicicletas y, por supuesto, sidra y pan dulce –puntito para el antiperonismo- para las fiestas. También entregó miles de máquinas de coser y financió viviendas obreras, además de regentear los Juegos Evita, que reunían a chicos de todo el país que, de paso, cañazo, se hacían los controles médicos anuales. Mientras tanto, escribió el decálogo de los derechos de la ancianidad y se lo encajó al marido para que lo legislara.
Pero esto traía resquemores, intrigas, porque también era un sistema medio Robin Hood -pero sin la bellísima Mary Elizabeth Mastrantonio ni el churro de Kevin Costner- y había algunos que no estaban muy de acuerdo con eso de poner los morlacos para el populacho, los cabecitas negras, esos que se habían metido en la vida de la sociedad.
El hitazo de la época era la marchita, con la voz de Hugo Del Carril, una especie de himno peronista que, según cuentan, se entonó por primera vez el 17 de octubre del 48 en Balcarce 50, basado en una melodía murguera del barrio de La Boca.
Pero la cosa empezó a pudrirse, porque el Pocho era un poco personalista y restrictivo con algunas libertades. De hecho, entendía que no corrían tiempos como para que cualquiera anduviera cantando sus verdades por ahí. Así que los medios eran propios, cooptados o clausurados, se podía elegir. Crecían el amor y el odio. Como siempre.
Y así se vienen las elecciones de 1951, con proyecto reeleccionista, con novedades en la vicepresidencia, o no, con mucho apoyo popular, pero con una olla a presión que sólo garantizaba lo único que puede garantizarse en este putiferío: un quilombo de proporciones bíblicas.