El final de los hijos de puta
Convengamos algo a favor de esta manga de reverendos hijos de puta, a los argentinos nos cuesta decir, “no se pudo”. A todos, mírense para adentro, si acá, a un par de años de cada fracaso, nos enchufan un libro para contarnos que, no sólo no han fracasado, sino que piensan en volver. Bueno, estos en vez de un libro nos encajaron una guerra, y contra un imperio que venía con un currículum interesante. Bien.
Pero hagamos un poco de memoria con nuestras queridas Malvinas. Nos vienen mal paridas. En 1829 el descerebrado de Lavalle había creado la comandancia política y militar de la Isla Soledad, designando gobernador a Louis Elie Vernet, un alemán de origen francés que se las arreglaba como hábil comerciante porteño.
Como los barcos balleneros depredaban a las ballenitas se decidió prohibir semejante depredación. Y, claro, no pasó nada, porque no teníamos ni botes parar ir a decir “esta boca es mía”. La pobreza, lo de siempre. Después vino Rosas y, en un plan más práctico, pero no tan de acuerdo con Greenpeace, les metió un impuesto, de paso recaudaba para la opulenta Buenos Aires y para la causa. Pero nadie quería pagar por lo que era gratis, lógico.
Un día el tal Vernet, con lo poco que tenía, metió en cana a tres balleneros yankees. Bueno, al final desembarcaron de una fragata, nos rompieron todo, se llevaron lo que había y nos explicaron cuantos pares eran tres botas. Encima, los muchachos del norte le avisaron a Inglaterra que había unas islas en pelotas, por si querían tomarlas y, de paso, no cobrarles por practicar el noble deporte de la pesca.
Así, la fragata Clio en 1833 nos devolvió al gobernador, el primer Pinedo de nuestra historia, y el resto de los compatriotas. El canciller Maza reclamó al Rey, pero se ve que andaba ocupado porque no tuvo tiempo de pedir disculpas. Se aquerenciaron y no se fueron más.
USA y la ONU
Pasaron los años, y acá tenemos a estos facinerosos creídos que, por haber hecho tan bien sus deberes con la Madre Patria con sede en Washington les iban a tirar una soga. Pero amigos, los negocios no son personales, “los Estados Unidos no tienen amigos, tienen intereses”, una remera que diga. Y estos andaban de novios con la pérfida Albión, venían de ganar juntos dos guerras mundiales y ahí estaban, aguantando bastante bien la guerra fría contra el exsocio soviético. Y equipo que gana no se toca.
Bajo el marcial nombre de Operación Rosario, el 2 de abril de 1982 les caímos como peludo de regalo, en una operación anfibia y sin tirar muchos tiros. Lo de los tiros era importante porque si hacían un zafarrancho grande después la diplomacia cargaba con un collar de melones. Sufrimos una baja, pero deportamos a toda la comitiva de Su Majestad, izamos la bandera y empezamos a ganar. El rol de los medios. Como siempre.
Entonces mamá ONU sacó una Resolución. Dejen de pegarse, ustedes que llegaron váyanse, y ahora al rincón y pónganse de acuerdo. A favor de la Resolución votaron los Países No Alineados, orga que integrábamos, pero que no eran idiotas, por supuesto. Del lado argentino quedaron Perú, Venezuela y Panamá. Perú nos vendió 10 Mirage que nunca se pudieron usar en el conflicto. En una de esas se había poroteado mal.
Para el 7 de abril, el general santafesino Mario Benjamín Menéndez era el gobernador de las Islas, vociferando que “venga el principito” por el tal Andrés, el hermano de Carlos que gustaba de pasear en helicópteros de guerra y hoy anda enredado en algún quilombito con menores.
Estados Unidos mandó a su Secretario de Estado a negociar o, mejor dicho, a avisar que, si se mantenía al gobernador argento en las Malvinas, iba a ver guerra y que, por una simple cuestión de fuerzas propias y aliadas, nos íbamos a comer un marrón de padre y muy señor mío. Y claro, seguíamos ganando.
El loco Galtieri
Pero como dijimos, acá no se achica nadie, y Galtieri salió al balcón donde una multitud de imbéciles agitaba banderitas, a gritar “si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla” y todos aplaudieron. Total, acá nunca sabemos lo que pasa.
El gran país del norte nos vendía neutralidad por teléfono mientras apoyaba a Inglaterra, hasta que un día blanquearon y nos cortaron los víveres.
Del otro lado teníamos a la reina que había mamado la previa al trono peleándolo a Hitler y a la Primera Ministro, Margaret Thatcher, a la que llamaban “dama de hierro”, estábamos fritos. El equilibrio de fuerzas era mandar a un grupo de lunáticos y unos pocos profesionales al mando de un grupo de pibes que recién salían de la secundaria mal armados, mal vestidos, sin equipamiento y mal alimentados. Nada podía salir mal.
Camino a la guerra
Si quedaba algún margen de negociación posible se hizo trizas el 2 de mayo cuando las tropas británicas hundieron al Crucero General Belgrano – que se había salvado de milagro en Pearl Harbor – fuera de la zona de exclusión. Un crimen de guerra aberrante que quedaría, como casi todo en esta vida, en la nada. Ahora era personal.
Para fines de mayo, el secretario general de la ONU pidió un alto el fuego para tratar de llegar a un acuerdo, pero la Thatcher ya estaba cebada, no había marcha atrás.
A mis cinco años proponía como solución, con mis rudimentarios conceptos de geopolítica y diplomacia, que, ya que eran dos islas, se quedaran una cada uno. No era el primero de la clase, por si hacía falta aclarar.
Los británicos hicieron su cabeza de playa en la batalla de San Carlos, donde la infantería argentina se defendió como gato panza arriba con un gran apoyo de la Fuerza Aérea.
En Bahía Agradable, cuando los ingleses se disponían a desembarcar, la aviación argentina dejó un saldo que los súbditos de la reina no conocían desde la II guerra mundial. Pero las tropas terrestres no aprovecharon el hueco para hacer más daño. Era imposible.
La pérdida de Malvinas
Mientras tanto, empezaba a ceder la resistencia en Puerto Argentino que recibía el asedio desde hacía más de un mes. Un sitio constante y paciente. El 11 de junio no se pudo más. Se fue reculando hasta que el 14, Menéndez dejó de darle pelota a Galtieri, que ordenaba resistir a costa de aniquilar a todo el piberío, y sacó bandera blanca.
Después de mucho “estamos ganando”, de “si quieren venir que vengan”, de “que venga el principito” y canchereadas por el estilo, habíamos dejado la sangre, la vida y los sueños de más de 600 argentinos. Otros volvieron, y los escondieron por vergüenza, para engordarlos y para que no se viera el desastre que habían hecho. Muchos se quedaron abajo del tren de la vida, un país exitista que no tolera los fracasos, un país de perdedores que no soporta a otros perdedores. Hoy siguen olvidados, escondidos. Ojos que no ven, claro.
Para noviembre de 1982 la ONU mandó al Reino Unido a buscar una salida pacífica a este entuerto, cosa que habrá ido a algún archivo circular. Galtieri tuvo que levantar campamento y el bar, el sueño de ganarle la guerra a los aliados del libre mercado, para perpetuarse en el poder y callar el descontento social, había salido demasiado caro y sin descuentos.
En lugar del beodo dictador, y tras un breve interinato de Alfredo Oscar Saint-Jean, pusieron en el sillón del canalla de Rivadavia a Reynaldo Antonio Benito Bignone, otro usurpador, con la misión de llamar a elecciones.
El daño, inconmensurable, ya estaba hecho.