Si Cristina Fernández de Kirchner no está detrás del reclamo de los intendentes del conurbano contra Edesur, debería estarlo. La presión de los jefes comunales de la tercera sección electoral contra el mal servicio de la empresa que pertenece a los italianos de Enel nace del bastión inexpugnable del cristinismo, una fortaleza de lealtades que resistió incluso al huracán amarillo de 2017.

Martín Insaurralde, Fernando Gray, Mayra Mendoza, Mariano Cascallares, Juan José Mussi y otros seis mandatarios entre los que también figura el macrista de la primera hora Néstor Grindetti agotaron todas las instancias: hicieron presentaciones ante la distribuidora que abastece a 2 millones y medio de personas, fueron a audiencias públicas, iniciaron demandas judiciales en los tribunales federales y, ahora, le pidieron una auditoría de inversiones al Ente Regulador de la Electricidad. Nada alcanzó. Pese al tarifazo monumental que ordenó Mauricio Macri en sus cuatro años de gobierno, las quejas son permanentes, las obras necesarias no se hicieron y la falta de control fue la norma.

Los intendentes actúan ante la presión social de los vecinos de los barrios que se quedan sin luz de manera recurrente y del conflicto potencial que se abre en territorios cada día más sensibles. Lo hacen en defensa propia ante una realidad que no espera al fin de la pandemia y emerge en medio del encierro. También ante la ausencia de todo horizonte: la concesión de la empresa en la que el Estado italiano es socio de Nicolás Caputo lleva casi tres décadas y tiene por delante 67 años más. Menem lo hizo (y nadie quiso o pudo deshacerlo).

Si algo une a los jefes de la tercera, es que piensan que así no se puede seguir. Algunos reclaman que Edesur cumpla con las inversiones, otros piden la rescisión del contrato en línea con el Defensor del Pueblo de la provincia, Guido Lorenzino, y están también los que no descartan la estatización. Son los que dicen que, si la empresa no invirtió en los años del tarifazo permanente, es porque el servicio a su cargo no tiene solución.

Eso no quiere decir que los concesionarios no hayan ganado fortuna, como lo muestra un dato que mencionan tanto Áxel Kicillof como el Gobierno nacional: Edesur giró este año dividendos por 12.000 millones de pesos. Por eso, en el oficialismo hablan de una “estafa” a los vecinos y reclaman un cambio inminente para modificar la pésima percepción que registra la compañía en todos los sondeos. Como contrapartida, la concesionaria le reclama a los intendentes 3.000 millones de pesos de una vieja deuda por el servicio que llevan hasta la puerta de los asentamientos del conurbano, sin garantizar el tendido que corre por cuenta de los municipios.

Pase lo que pase, respuestas mágicas no habrá. En el mercado afirman que hacen falta poner por lo menos 500 millones de dólares para compensar lo que no pusieron desde 1992 ni los brasileños de Petrobras, ni los españoles de Endesa, ni los socios italianos del hermano del alma de Macri, que entró a la empresa justo antes de la temporada alta de ganancias para las eléctricas. Quitarle la concesión a Enel y hacer un llamado a licitación internacional en 2022, por la hendija que abrió en 2006 Julio De Vido, corre el riesgo de que no aparezcan nuevos oferentes. Salvo capitales chinos.

Emerge la realidad y vuelven a pesar los votantes

Los intendentes sienten que están haciendo valer el peso del sistema político sobre la nueva oligarquía de los concesionarios pero saben que, aunque el servicio pase a manos estatales, las quejas van a seguir por lo menos hasta 2021, el año bisagra en el que pondrán a prueba su propia legitimidad en el peor de los contextos. Nadie quiere que la escena de los barrios sin luz se profundice en el verano previo a los comicios. Por eso, la presión es en primer lugar para lograr que Enel invierta en lo que queda del año. Después, si las multas y la negociación no funcionan, habrá que iniciar un proceso largo para sacarles la concesión y enfrentar un juicio ante los organismos internacionales, como otros que ya iniciaron las multinacionales que se fueron.

Los empresarios cercanos al gobierno recuerdan que Néstor Kirchner nunca quiso estatizar el servicio eléctrico y afirman que se lo dijo a De Vido cuando le sugirió la posibilidad, en ese mismo 2006 en que se hizo una adenda a la concesión: “¿Para qué vamos a estatizar? Hoy los culpables son ellos y mañana somos nosotros. Vos dejá que los puteen, apuralos y multalos”. Si finalmente el Frente de Todos decide hacerlo, deberá enfrentar también un nivel de morosidad que, según las eléctricas, ya ronda el 40%, después de que el Gobierno extendiera la prohibición de cortar el servicio durante la pandemia.

Para Alberto Fernández y Martín Guzmán, el reclamo del conurbano no es de lo más oportuno. Llega cuando se define la pulseada por la deuda y pone en alerta a los países europeos que tendrán que dar su aval para la reestructuración que viene con el FMI, después de que se defina -a favor o en contra- el canje con los grandes fondos. Es el choque entre la urgencia de una crisis desatada y la ingeniería de una negociación que precisa de apoyos internacionales y dibuja una salida de mercado para lograr nuevo financiamiento, en el mediano plazo. Entre la realidad concreta de un conurbano que quema y los fríos planes de volver al mundo.

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Que los intendentes se ocupen del reclamo de los vecinos puede ser leído como una muestra de reflejos del primer mostrador de la clase política, puesta a prueba ahora como nunca en dos décadas, por la recesión y la peste. Sugiere también que se acerca el momento de salir a defender los votos propios. Mientras en la tercera sección electoral se ocupan de los que no tienen luz, en la República de Cambiemos concentran la energía en agitar consignas alguna vez taquilleras. Denuncian la avanzada expropiadora y autoritaria de un gobierno que quiere llevarse puesta a las instituciones. Cada uno atiende su juego.

La artillería contra la reforma judicial que presenta Fernández con su comité de asesores puede funcionar para seguir estimulando la lucha anticristinista. Sin embargo, es una batalla reducida al mundo de los tribunales y los convencidos; no está claro qué eficacia puede tener en el marco de la plena emergencia. El reclamo de seguridad, en cambio, vuelve a conectar con una demanda social más amplia: hermana en el oficialismo a Sergio Berni con Sergio Massa pero le ofrece a la oposición la posibilidad de representar otra cara insatisfecha de los grandes conglomerados urbanos.

Mundos antagónicos, el conurbano bonaerense y Wall Street están unidos únicamente en la cabeza de algunos funcionarios. Son los que aceptan que ofrecer más a los bonistas en la recta final del canje implicará ir a un ajuste mayor en el mandato del Presidente, aunque aseguran que ese hachazo no atentará contra los votantes del peronismo sino contra la clase media. En busca de un entendimiento inviable, los dialoguistas del Frente de Todos pretenden hacerle ver a sus amigos de Juntos por el Cambio que les conviene apoyar la última oferta de Guzmán y el impuesto a las riquezas con un argumento sui generis.

Dicen que si el Gobierno se ve obligado a ceder más y los millonarios argentinos no aportan nada, el sacrificio le tocará a la base electoral del antiperonismo, esas mismas capas medias que hoy están defendiendo a los ricos. Por eso, insisten, la oposición debería apoyar al Gobierno: para preservar a sus votantes del sacrificio que está a la vuelta de la esquina. Válido o no, el razonamiento tendría alguna chance de prosperar en ese país imaginario de consensos mínimos; en uno que está partido al medio, parece condenado al fracaso.