Cumpliendo con los plazos establecidos, el gobierno presentará hoy en el Congreso su Proyecto de Presupuesto para el año 2021. Será el primero de esta administración, que para el año en curso prorrogó formalmente el del ejercicio anterior. En la práctica, aquello supuso una amplia discrecionalidad, necesaria para sortear este periodo de incertidumbre, pero perjudicial para tratar de formar y anclar expectativas.

Si la llamada “ley de leyes” tiene un objeto fundamental, más allá del institucional, es justamente el de construir un rumbo y fijar una orientación sobre la cual los actores económicos puedan referenciarse a la hora de sus decisiones. Por otra parte, este presupuesto en particular tendrá una funcionalidad adicional: constituye la base sobre la cual el gobierno se sentará a negociar con el Fondo Monetario Internacional.

Según lo adelantado por distintos medios, lo que se sabe hasta ahora del proyecto va en sintonía con la divisa del ministro Guzmán de “tranquilizar” la economía como máxima prioridad. El presupuesto plantea un crecimiento de 5,5% del PBI, modesto considerando la caída proyectada para este año, de alrededor de 10 puntos. Lejos de una salida a tasas chinas, las previsiones para 2022 y 2023 son de 4,5% y 3,5%, respectivamente, una desaceleración que pretende no presionar demasiado la balanza comercial y afrontar un nuevo ciclo de restricción externa. En efecto, la preservación del superávit comercial se plantea como un pilar del modelo económico, aún con la asunción que en los próximos años las importaciones, hoy hundidas por la crisis, irremediablemente subirán por encima de las exportaciones.

A nivel cambiario, el presupuesto indica que el dólar oficial se moverá de 81,4 a 101,6 pesos durante el año 2021, lo que implica una devaluación apenas por debajo de la inflación anual proyectada, en torno al 28%. Finalmente, se prevé un crecimiento fuerte de la inversión pública, que había quedado virtualmente suspendida y ahora se espera que sea el principal dinamizador de la reactivación.

Más allá de las proyecciones en sí, en términos de política económica lo relevante del proyecto oficial es que plantea un sendero hacia el ordenamiento de las variables macro mientras que mantiene una orientación expansiva que permita salir de la recesión. Para no resignar ninguno de los dos objetivos, la apuesta es usar los instrumentos con discreción y calibración. El déficit primario estipulado de 4,5%, único dato que el ministro Guzmán se apresuró a adelantar, sintetiza un poco aquello: implica el sostenimiento de medidas de impulso a la demanda, pero asume también un esfuerzo considerable para reducir el rojo a la mitad.

Esa ambivalencia también es una explicitación frente al Fondo de los límites y posibilidades del país. Una economía que no va a ir a velocidad crucero en su recuperación, que necesitará del gasto público para apuntalarse, pero que asume un compromiso concreto de avanzar hacia la convergencia fiscal. La formalización de estos parámetros constituye un gesto político que le permitirá al gobierno sentarse en la mesa con el FMI con cierta legitimidad, tanto para ceder como para plantarse. Esto, por supuesto, en el caso de que el proyecto se apruebe con apoyo sustancial del Congreso o, al menos, sin demasiadas polémicas ni estridencias. Todo un desafío en el actual contexto político.

La pregunta que se impone entonces es cuál es el nivel de posibilidad de este rumbo trazado en el presupuesto. Paradójicamente, la credibilidad que concite el plan económico es a su vez una condición importante para su factibilidad. Las proyecciones tienen que ser verosímiles para ser creídas, pero deben ser creídas para poder concretarse.

En este sentido, surgen de cara al último trimestre tres escollos importantes que deberán sortearse para que el presupuesto a ser aprobado (y, por añadidura, el rumbo económico en el que se enmarca) llegue en condiciones de vigencia al próximo año. El primero es el frente cambiario, sobre el que nos hemos referido con anterioridad en este espacio y que aún está lejos de estabilizarse. Una devaluación abrupta, que vaya más allá del deslizamiento controlado que hasta ahora permite el BCRA, desencadenaría nuevos desequilibrios que obligarían a reformular todas las proyecciones.

El segundo tiene que ver con la evolución de la pandemia. El récord diario de casos y la erupción de contagios en el resto del país por el momento se transita sin apelar a restricciones generales. Pero es imposible descartar que la situación se desborde y exija adoptar nuevamente medidas extremas. Un escenario de este tipo supondría una profundización de la caída económica e implicaría retomar niveles de asistencia del BCRA al Tesoro que son incompatibles con un horizonte de estabilización.

Por último, un tercer elemento emergió con fuerza la semana pasada y habrá que empezar a considerarlo cada vez con mayor atención. Más allá de los condimentos especiales que pudiera haber tenido, la reciente protesta policial recuerda que existe una puja distributiva latente, hasta ahora contenida por la crisis sanitaria. Apenas un dato alcanza para graficarlo: el salario mínimo vital y móvil no se actualiza desde octubre del año pasado, cuando quedó estancado en los $16.875. No suele aparecer en los diarios especializados ni suscitar la preocupación de los economistas, pero ese también es un precio relativo que está congelado. La comprensible expectativa de distintos sectores por recomponer algo de sus malogrados ingresos augura futuros conflictos, que requerirán de un manejo flexible pero responsable de parte de las autoridades. No sólo para transitar un diciembre tranquilo sino, por sobre todo, para hacer viable un sendero de crecimiento que sea capaz de reparar el daño social de los últimos años de manera sostenida y sustentable.