Tal como se preveía, el anuncio oficial sobre los resultados del canje de deuda reveló una amplia aceptación, de más del 93%, que por efecto de las cláusulas de acción colectiva lleva al 99% los bonos bajo legislación extranjera reestructurados. Se clausura así la posibilidad de que existan holdouts que actúen judicialmente contra el país. Es injusto comparar con otras reestructuraciones, realizadas en contextos distintos y sobre diferentes contratos, pero probablemente la actual pueda considerarse, por su rapidez, condiciones, dimensión e integralidad, la más exitosa que haya concretado Argentina. En todo caso, el ranking tampoco tiene mucho sentido y lo importante es, como señaló el ministro Guzmán, no volver a cometer las imprudencias que obliguen a hacer transitar al país nuevamente por esta situación.

Pero en la Argentina de hoy lo único que sobran son problemas a resolver. Por eso es que, apenas barrido el confeti de la celebración de ayer, habrá que volver la mirada al nuevo capítulo que se abrió la semana pasada, con la apertura de negociaciones con el Fondo Monetario Internacional.

Las negociaciones con el FMI se presuponen que serán más largas y complejas por un motivo básico y es que se desarrollarán en un marco de menor flexibilidad, con opciones mucho más prefijadas. A diferencia de una negociación con privados, en la cual las propuestas se pueden ir tocando y adaptando a las distintas exigencias de las partes, con el Fondo se negocia bajo algunos determinantes ya establecidos. El más importante de ellos es que no existe quita sobre el capital e intereses, posibilidad reservada única y muy excepcionalmente para países de bajos ingresos, por lo que la deuda de 44 mil millones de dólares deberá pagarse en su integralidad, más allá de las responsabilidades que le competen al organismo por haberla otorgado.

El otro determinante es que el Fondo presta a través de instrumentos preestablecidos que poseen un universo de pautas. Descartada la Línea de Créditos Flexible o la Línea de Precaución y Liquidez, opciones que el FMI reserva para países con fundamentos sólidos que atraviesan turbulencias coyunturales, los instrumentos en los que podría enmarcarse un eventual acuerdo se reducen a dos: un nuevo Stand-By Agreement (SBA) o un Extended Fund Facility (EFF). La alternativa por la que se decante la negociación dirá mucho sobre sus términos.

El SBA es el instrumento más común del Fondo y al que apeló Macri cuando súbitamente los mercados cortaron el chorro crediticio al país. Son acuerdos orientados a resolver un desequilibrio temporal, por lo que suponen un programa breve de no más de 2 años durante los cuales el beneficiario debe comprometerse a abordar los problemas específicos que explican la situación de inestabilidad. Los desembolsos están supeditados al cumplimiento de dicha meta y la devolución se plantea en un plazo de entre 3 y 5 años. Por otro lado, el EFF es un programa que parte del diagnóstico de que los desequilibrios que atraviesa el país solicitante son de carácter más complejo y requieren para su solución reformas estructurales que, naturalmente, precisan de más tiempo y dinero. Es por eso que estos programas están pensados para durar hasta 4 años y la devolución de lo prestado puede llegar a extenderse por 10 años. A cambio, el país se sujeta a un plan integral que no sólo incluye metas específicas sino medidas programáticas para alcanzarlas. Este último mecanismo es al que apeló Ecuador, que junto a su también exitosa reestructuración suscribió un nuevo EFF por 6.500 millones de dólares. Ese compromiso, que supone una suerte de tutelaje del Fondo, contribuyó a la alta adhesión de su canje.

A simple vista, se hace evidente cual es el trade off que afronta el gobierno a la hora de abordar la negociación: si Argentina quiere privilegiar tener más libertad en el diseño de su política económica deberá resignar plazo para devolver el dinero adeudado, y viceversa. Aún es muy pronto para aventurarse, pero las expectativas del país probablemente se inclinen por un nuevo SBA cuyos desembolsos sirvan para pagar los vencimientos del programa anterior, que se concentran entre el 2021 y 2022. La condicionalidad de un acuerdo de este tipo se centraría en la velocidad con la que Argentina deberá comprimir su déficit fiscal, que alcanzaría el 8% este año y que, según adelantó ayer Martín Gúzman, se proyecta reducir a la mitad en 2021.

Un esquema así le serviría también al Fondo, que ante todo necesita del acuerdo que reconstruya un sendero de recuperación del capital que sea creíble, sostenible y preferentemente rápido.

Si para el FMI lo de Argentina fue en su momento una apuesta, ahora es sobre todo un problema que debe resolver cuanto antes para sanear su cartera de préstamos y enterrar este fracaso.

Sin embargo, aunque a las dos partes les pueda convenir a priori un SBA, el problema estará en construir las condiciones como para hacerlo factible. El publicitado romance financiero entre Macri y Lagarde redundó en un préstamo de mayor volumen del que habilitaba el instrumento, que al tener que ser devuelto en un plazo tan exiguo hace inviable el esquema de pagos. Es difícil que el FMI acepte un nuevo SBA por el mismo monto, para que Argentina afronte esos vencimientos, en tanto significaría incurrir en la misma irregularidad. La alternativa es que sea por una cifra menor y que sólo parcialmente financie la cancelación de esa deuda. Pero es absolutamente dudoso que el país, para entonces, cuente con otras fuentes de dólares como para hacer frente al remanente.

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Por todo esto, no habría que descartar la posibilidad de que Argentina y el FMI terminen finalmente obligados a firmar un compromiso de largo plazo de carácter comprehensivo, aunque más no sea por la imposibilidad práctica de dar por terminado su efímera, pero costosa, aventura juntos.