Si hay una problemática que se encuentra cuestionada de forma relativamente generalizada y ecuánime, a lo largo de estos últimos meses distópicos, es la aglomeración de población. Una justa, acertada y algo tardía, demonización de la vida en hormiguero. Vivir apilados, unos sobre otros, tiene sus consecuencias.

Podríamos haber tenido la suerte de no notarlo. De hecho, hacía falta imaginación y tiempo al pedo, como del que goza cualquier autopercibido como filántropo, para dedicarse a este tipo de cuestiones (como cuál era el futuro horrendo más próximo y probable). Así, no es raro que Bill Gates ya hubiera estado dando cátedra en charlas guionadas sobre cómo podía ser el mundo si situaciones como La peste de Camus efectivamente fueran un asunto real y mundial. Nada de zombies, nada de invasiones marcianas: sólo un virus nuevo que se contagie más rápido que sus antecesores y sature los sistemas de salud pública al punto de que Estados ya achicados no pudieran hacer frente al desborde.

Lo que latía y estaba a punto de estallar era que la humanidad no sólo se estaba comportando muy mal en términos de su deuda y gratitud para con el espacio que habita, si no que, también, estaba conviviendo demasiado. Todos juntos. Monoambientes sobre monoambientes. O lofts apilados sobre dúplex. Poco metro cuadrado para mucha cosa compartida. Un caldo de cultivo urbano de la misma mierda que no terminaría separando.

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Más demente se vuelve el planteo si uno termina de asimilar que vivimos en un país particularmente extenso y diverso. Y que las necesidades de continuar recurriendo a las grandes ciudades como único polo de desarrollo posible, hoy por suerte son menores. Me refiero a hoy mismo: a cinco meses de llevar descifrando socialmente de qué se trata esta novedad tangible sobre la extrema fragilidad de la vida humana.

Uno comprende que las ciudades se fueron estableciendo junto a un río/mar que a cuantos más lugares llevara, mejor. Así fueron estableciéndose las grandes ciudades, con esa necesidad de tener una conexión fluvial que la mantuviera dotada de todo lo necesario para sobrevivir: mercancías e información. Consecuentemente, las ciudades con las “situaciones fluviales” que más la hipervincularan con la región en la que se habían establecido se desarrollaron con distintivas velocidades.

Sus puertos las hicieron fuertes y el apilamiento demográfico alrededor de cada centro de distribución se potenció con la llegada de producción industrial. El hormiguero se empezó a estirar con la clase trabajadora que comenzó a formar cinturones metropolitanos alrededor de la movida, para poder reducir el tiempo de viaje al trabajo y consecuentemente las posibilidades de tener una vida medianamente humana dentro del contexto de explotación dado.

La vida en la ciudad empezó a resultarme en tiempos de aislamiento social preventivo, una obligación ridícula. Los gemidos de los de arriba, las obsesiones del que está al costado, la música de uno y las obras y demoliciones que están en frente no fueron más que un condimento humorístico de una ficha que me cayó a nivel personal. ¿Qué mierda hacemos encerrados en una pileta de natación de contagios físicos y psicológicos?

El planteo que me detonó encerrado no es producto de una política new age personal o de una etapa de hipismo antisistema mezclado con naturismo posmoderno. Siempre precisé del stress psicofarmacológico del subterráneo y el kiosco en la esquina. Toda mi vida sentí que de alguna manera hasta disfrutaba de la vibración del aire acondicionado mal calibrado del vecino con tal de estar cerca de “lo que estaba pasando”. O al menos eso sentía.

Pero el decante de la pandemia en mis pensamientos me reconfiguró algunas ideas. La tecnología no nos acercó, sencillamente nos enlazó virtualmente. La falsa sensación de cercanía que genera la vinculación digital quedó al descubierto más que nunca para una sociedad que encuarentenada e hiperconectada instantáneamente, padece aún físicamente la soledad como ningún Zoom puede suplir. Ningún like ni emoticón acerca. Así tomamos el veneno de cada ciudad, y nos lo compartimos enlatados uno arriba del otro como sardinas en lo físico y mega linkeados en lo virtual. Como en un ensayo sobre la ceguera saramagueano con la fantasía de esquivar el tacto.

La vida en la ciudad se volvió ese circo peligroso e incomprensible y quizá sean los privilegiados del sistema quienes tengan la posibilidad de salir de ella y tener un futuro menos distópico. Pareciera como si el proceso de gentrificación continuara hacia el interior de cada territorio. Como si el capitalismo SoHo, ya habiéndose fagocitado mercadotécnicamente los barrios de orígenes populares para formatearlos de acuerdo a las modas de los bienes raíces, ahora continuara hacia zonas más alejadas, dejando los precios bien altos por donde dejó huella.

Así como en Paris, Berlín, Nueva York o la mayoría de las grandes ciudades del planeta, sus centros comienzan a ser grandes hoteles. Con muchas de las propiedades que dejan de ser efectivas residencias con locales de relativa tradición citadina para pasar a ser objetos de alquiler temporal para golondrinas turísticas o laborales, las ciudades hoy son sólo la repetición plástica de un pasado no tan alejado.

La nueva normalidad de vigilancia suprema, alcohol en gel para convivir y barbijo para conversar, sólo será definitiva para quienes deban acercarse eventualmente a los grandes centros de aglomeración humana. A los otros (los prestablecidos, privilegiados o valientes que puedan sumarse al éxodo), quizá les espere un futuro menos higiénico y más feliz. Más cerca de la vida y un poco más lejos del trabajo.