Algo ordena por abajo casi todos los análisis políticos de estos días, más allá de la economía y la Pandemia (cuya última gestión ha sido reducida en los anuncios a un mensaje en redes sociales este viernes), que es la “administración” de la herencia política. Una medición de aceite que se hace sobre Alberto Fernández, y ahora incluye a su antagonista “dialoguista” Horacio Rodríguez Larreta. “¿Romperán, harán la propia, asegurarán la unidad al precio de no ser, etc.?”. Mil variaciones de esas preguntas. Se discute, en el fondo, quizás, un clásico problema de los liderazgos y su herencia. Lo que Perón simplificó en su conmovedora frase: “mi único heredero es el Pueblo”. Que fue el modo de fugar hacia adelante, en medio de las pujas internas que ya no gobernaba y que organizaban la época. Hagamos un repaso kilométrico más acá en el tiempo.

Alfonsín no eligió a su sucesor, su partido tuvo un candidato, Eduardo Angeloz, de la “línea Córdoba”, con quien tenía cercanía personal y distancia ideológica. Angeloz estaba a su derecha. El candidato del “Se puede” y la lapicera roja que, en medio de la híper, buscaba una épica imposible. Alfonsín sí había “elegido” más a su rival, Carlos Menem, con quien coqueteó en los primeros años de mandato, quien era a su vez el rival interno de Antonio Cafiero, el mentor de una poderosa renovación peronista que le pisaba los talones a la agenda modernizadora radical. Preferían enfrentar a Menem que a Cafiero. Pifiaron el cálculo.

Piedra y camino

¿Qué pasó con Menem? En el final de su segundo mandato aceptó, un poco a regañadientes, que sea Duhalde “el candidato natural” (después de convencerse de que no había “re-re”). Una interna peronista con todas las letras. Duhalde lo había ayudado a ganar territorio en el Gran Buenos Aires desde 1988 y fue premiado: en 1991 ganó la gobernación de la provincia de Buenos Aires y ejecutó un inédito Fondo de Reparación Histórica que le permitió construir poder. La Historia avanza por carambolas. En 1999 a los ojos del establishment, de la sociedad y el mundo, fue el candidato de la Alianza, Fernando De la Rúa, quien más parecía asegurar la continuidad del modelo (léase: el 1 a 1). Pero la convertibilidad era el problema: primero funcionó como remedio a la inflación, después se convirtió en un veneno peor para la economía. De la Rúa no tuvo tiempo ni de arrancar. La pregunta de 1999 a Menem: entre De la Rúa y Duhalde, ¿quién preferís que gane? En el peronismo, estas sucesiones ocurren bajo el paradigma que el politólogo Ernesto Calvo sintetizó en esta fórmula: mismos electorados, distintas elites. Es decir, una base segura de votos, entre otras cosas, por capacidad territorial.

Piedra y camino

Durante el kirchnerismo, Néstor Kirchner depositó en Cristina, su socia y compañera política, la sucesión. Y tras el fallecimiento de Kirchner, a Cristina se le hizo cuesta arriba elegir un candidato después de su reelección. Se podría decir que Scioli creció por necesidad política para el kirchnerismo y eso, a la vez, los obsesionó con él. Se llegó al 2015 y no terminaba de haber sucesor. Pero sí un “enemigo” perfecto: el rival histórico “elegido” del kirchnerismo había sido Macri. Sobre todo desde que se desmadró la interna porteña entre Telerman y Filmus en 2007, y Macri obtuvo su triunfo en la ciudad. El kirchnerismo, lector e hijo del 2001, enfatizó el carácter anti neoliberal del estallido y la crisis y, sobre esa lectura, imaginó imposible que un rico, hijo de la patria contratista y derechista “vulgar” a los ojos de la ilustración de izquierda, pudiera ganar en esa Argentina de post crisis. Pero Macri es un hijo doble: la crisis de 2001 también lo catapultó a él a la arena política y a la vez el conflicto político del 2008 consolidó su “bloque social”. El pueblo macrista de sojeros y capas medias urbanas emergió durante la 125 con lenguajes, reclamos y vindicaciones mientras Macri estrenaba su traje de alcalde y se ofrecía a “servir el café” para un entendimiento entre Cristina y los dirigentes rurales. Este pueblo un poco nacido antes que su liderazgo explica su “resiliencia”: una actualidad política tras un gobierno fracasado.

Piedra y camino

A Macri también lo obsesionó su sucesión. Quienes lo frecuentaron en su gobierno fueron contando a cuentagotas el número fijo que miraba: la evolución de la imagen de Vidal. Incluso un periodista del “Grupo” pasó un fin de semana en Tandil en el otoño de 2019 tratando (con números, proyecciones, cuadros, etc.) de convencerlo de que Vidal debía ser la candidata nacional para asegurar ese triunfo. No pasó. Macri creyó en el destino: la elección de Cristina como rival histórica le auguraba un triunfo pírrico y a eso ató la suerte (y la deuda). Aunque dos datos simultáneos no terminaban de organizar su apuesta: si bien Cristina había sido derrotada por Esteban Bullrich dos años antes, la crisis abierta en abril de 2018 por la corrida cambiaria desataba efectos inflacionarios, recesivos, etc., que amenazaban indefectiblemente la confianza en su gallina de los huevos de oro electorales: “la grieta”. Billetera mata galán y un tercer dato decisivo: Cristina sabría cómo ganarle. Una unidad real del peronismo. Un giro hacia la sensatez. En todo se repite la Historia: los líderes eligen sus rivales y se obstinan en no elegir sucesores. Los consideran “enemigos íntimos”. La página de Horacio Rodríguez Larreta se escribe sobre estas mismas líneas.

La frase de Duhalde de esta semana sobre un posible golpe en la Argentina basado en el avance militar en la región estira un argumento incapaz de contener la particularidad argentina. El país que quebró la injerencia militar en asuntos políticos. Nuestra política no es ajena a fricciones, roces, luchas, pero tiene otra “física”: la de la democracia. Una democracia intensa que fue capaz de separar la política de defensa de la política de seguridad interior. Que el bosque de lo regional no nos tape el árbol argentino. Pero Duhalde dijo también algo sobre sí mismo (sobre su estado de salud). En un editorial el periodista Reynaldo Sietecase tomó el compromiso de no volver a entrevistarlo. Y no lo hizo “sancionando” el tenor de sus declaraciones, sino, por el contrario, respetando los términos en los que Duhalde se excusó: a veces no está bien. La única verdad es la realidad. Separar el artista de la obra (de la obra de sus dichos). Una vez hombre de Estado, siempre hombre de Estado. Pero Duhalde, para serlo, quizá deba separar el Estado del estado de sí mismo.

Hace años que Duhalde no tiene poder, es una figura de las “sombras” a través de la cual se pretende nombrar lo “opaco”. Es una metáfora. Lideró una etapa del peronismo, pero no gozó de popularidad, no despertó amores en las capas medias (como Menem y Kirchner). Fue un partero, necesario. Al costo de no leer el pacto que firmó la sociedad con él en 2002. ¿Qué firmó? Que era él, porque no tenía futuro. El personal de maestranza de la transición después de la crisis. Con todos los claroscuros. ¿Qué necesitaba la sociedad en lo inmediato? Alguien que quebrara el 1 a 1. Y que a su vez pagara el costo de hacerlo. Las sociedades a veces “piden” dos cosas al mismo tiempo. Es la Argentina de los consensos simultáneos. El consenso de “¡orden, orden!”, el consenso de “¡no matarás!”. Duhalde es eso a la vez: la fundación de un orden y la cancelación de su mandato tras el crimen de Darío y Maxi. Sin Duhalde no había Kirchner. Y sin matar a Duhalde no había Kirchner tampoco. La externa (interna) de la provincia de Buenos Aires en 2005. Kirchner ganó y ancló el peronismo a los derechos humanos, a las tasas chinas y a la sociedad que recuperaba trabajo y consumo. Le dio vida al peronismo en nombre de una versión del peronismo. Como siempre funciona: interna y herencia. Y fundó una era.

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En definitiva, parece más fácil elegir rivales que sucesores. Ya lo dijo Carl Schmitt, así se miden las cuitas en la política moderna: “nosotros” y “ellos”. Dicho brutalmente: para que existan los amigos; primero, existen los enemigos. Que se doble, pero que no se rompa. La política y su enorme dependencia del factor humano. Ahora y siempre.