Hay elecciones en cinco provincias. Nadie entiende bien qué se vota en cada una de ellas pero poco importa: las elecciones en la Argentina no son muy distintas a un fixture de un mundial de fútbol y las noticias se interpretan tipo prode en el que sólo hay que marcar gana local, visitante o empate. 

En Tucumán se presentaron 18 mil candidatos, con lo que se llegaron a extremos en los que había pueblos con un candidato cada 12 electores. Un Quini electoral. Si eligieran a través de los números de la lotería dominical tendrían la misma representatividad. Cincuenta y tres fiscales partidarios por mesa llevaron a que el porteñaje, desde la comodidad de un celular en la sobremesa, culpe a lo precario del sistema de votación y a quienes se opusieron al voto electrónico, y no a la locura de un sistema de acoples que es como en Tucumán bautizaron a ese punto medio entre una ley de lemas y un método de colectoras. Con 18 mil candidatos necesitás una pantalla de cine para votar electrónicamente. 

Las opciones eran para cortarse las venas con las boletas. En la interna del justicialismo se impuso Manzur sobre Alperovich. Ninguno de los dos proponía otra cosa que lo que se propone siempre entre eslóganes vacíos y triunfalismo deportivo. En la vereda de enfrente las opciones pasaban por Elías de Pérez y, entre todos, se colaba Bussi Junior. En Tucumán votaron por el nivel de tolerancia a la falta de transparencia; conservadores son todos. 

En Entre Ríos había elecciones de las de verdad y se reeligió al oficialismo local con el apoyo de todo el justicialismo, según los analistas promedio. También podría interpretarse como que todos los peronistas quisieron sumarse la cocarda del triunfo de Bordet, pero eso daría un análisis tan cercano a la realidad que eliminaría cualquier posibilidad de que el análisis sobrepase un tuit. 

Sin embargo, cuando vamos para Chubut (elecciones generales también) y vemos lo que ocurrió con Arcioni, podemos llegar a entender que el análisis no sobrepasaba un tuit. Salvo que queramos explicar que Sergio Massa viajó para colgarse de la foto mientras Cristina quería tener un exocet a mano para bajarlo del avión a como dé y todo para que terminemos viendo a Alberto Fernández y Sergio Tomás reeditando “Yo me quiero casar ¿y Ud?” en el prime time de C5N. ¿Arcioni? Bien, gracias. 

En Mendoza, donde hubo PASO, medio que pasó de largo. Como que si no se pone en juego la ensalada peronista, las noticias no son tan importante. ¿A quién la importa una foto de Cornejo? Jujuy, en cambio, es otra cosa. Morales reeligió con tanta tranquilidad que se olvidaron de colgar los datos del escrutinio hasta llegada la medianoche. Para no quedar muy pegado a Alberto Fernández, en menos de doce horas, el Sergio de lajente saludó también a Morales por su triunfo.

Se jugaron continuidades internas en provincias dentro de un sistema federal. Desde que arrancaron las fecha de este año del averno electoral, en todas las provincias ganaron los oficialismos locales. No hubo una señal del Gobierno nacional que llegara a dar a entender de por lejos que tenía intenciones de ganar en ninguna de las provincias en las que no ganó. Sin embargo, la forma de titular todo es “una nueva derrota de Macri”. Como si Macri se presentará a elecciones en todas las provincias. Podría titularse “una nueva derrota de Del Caño” con la misma identidad, total, tampoco se jugaban nada. En las que sí perdieron y por paliza son las ciudades duras que históricamente pertenecían a la UCR. Y se perdieron feo. 

Triunfalismo como una forma de vida. El periodismo, en buena medida –y por buena medida me refiero a un 99,99999999%– entendemos el mundo como un lugar de competencia permanente. Ojalá fuera por una competencia dentro de los parámetros smithianos de bases del capitalismo, pero no: es una concepción deportiva del palo futbolero, con una visión desde la segunda bandeja de la cabecera local. 

Llega el período electoral –los políticos son ansiosos y el mundial se juega cada dos años– y se abre el pase de los dirigentes. Así al menos es como lo vemos. Primero, ese vocablo tan vacío: dirigentes. Vocablo carente de sentido desde la etimología de la palabra. ¿Qué sería un dirigente si no dirige más que a sus empleados? En tiempos en los que el poder del dirigente no está en su poder de convocatoria sino en su billetera, hablar de capacidad de mando es un tanto exiguo, por no decir idiota. Pero ahí andamos, sacando cálculos matemáticos como si los votantes fueran figuritas: si Massa se alía con el kirchnerismo, se lleva 5 puntos de su intención de votos –otro dato que ya nadie publica, a ver si todavía arruinamos una buena historia– y entonces los Fernández al cuadrado llegan a ganar en primera vuelta. Nadie sabe explicar bien cómo es que sucedería eso, salvo que creamos que los votantes de Massa que tienen simpatía por Cristina o Macri todavía están con Massa, cuando sus candidatos están disponibles. 

La concepción aritmética de que los votos que tiene un candidato se suman automáticamente a los votos que posee otro candidato, es un ejemplo más de por qué nos dedicamos a esto: si hubiéramos sido buenos en matemáticas u otras materias que “no eran tan necesarias”, no se verían los papelones que se ven en análisis políticos centrados en números y explicados desde algo que tiene más que ver con la forma de ver la realidad que con la forma que tiene esa realidad: el deseo. 

Y contra el deseo no queda mucho por hacer. Es difícil ir contra lo que se tienen ganas de que suceda y eso es lo que termina generando el sesgo de información. Programas enteros durante grillas completas analizando qué carajo hará Massa, si jugará para un lado o para el otro. Al menos se acabó el presupuesto para dedicarse por semanas a analizar el rol de Roberto Lavagna, el candidato que no quiere competir en internas, que quiere que le arreglen mil cosas antes de ver si agarra viaje o no con la candidatura a Presidente. De Chile, preferentemente. 

Hace poquitos, poquitísimos días, en un panel que compartí con el español Antonio Sola entre otros –no pregunten cómo, pasó y punto–, uno de los presentes preguntó qué se puede hacer frente al sesgo de información de las redes sociales, en donde se da una dinámica en la que los usuarios siguen a las personas que les caen bien y donde se busca la información que queremos consumir. Contesté primero –no pregunten cómo, pasó y punto–, y esbocé algo así como que el primer error era confundir a Twitter con un mundo virtual cuando es, básicamente, una interfaz en relaciones interpersonales. Algunos,desde una visión propia, consideran que Twitter es un medio de comunicación, en una suerte de sesgo al cuadrado: es la imagen que yo me hice de Twitter y así es; porque lo dicen todas las personas a las que sigo y porque lo digo yo y punto. Y también aclaré que cuando no existían las redes sociales, tampoco era muy distinto, como se suele remarcar a la hora de hablar de la crisis de los medios tradicionales. ¿Quién iba a gastar guita en comprar un diario con el que no coincidía en su línea editorial? 

Si Twitter es la autopista de la información, es porque tiene a millones de personas hablando al mismo tiempo. No es una unidad de negocio. Si en Twitter abundan las fake news es porque es un interfaz de conversaciones, no un mundo virtual. Imaginemos al señor del comercio que elijan, de la calle que se les antoje, que les cuenta que en una librería de San Justo un grupo de militantes de La Cámpora de la Unidad Básica de Neptuno molieron a golpes al dueño por negarse a exhibir el libro de Cristina. Lo mismo pasa en Twitter. Si un periodista quiere competir contra ese sistema, es porque pretende el monopolio del conventillo. O hacer conventillo en Twitter, lo que ocurra primero. 

Volviendo a las aritméticas, tampoco son mi fuerte. Estela Segovia puede dar fe, ya que me tuvo que tomar examen todos y cada uno de los diciembres existentes durante mi estadía en la Secundaria. Sin embargo, no hace falta ser un cráneo de los números para darse cuenta de algo sencillo: el oficialismo nacional no logró ganar ninguna provincia nueva, pero tampoco perdió las que tenía –hasta ahora– y en casos como Córdoba, Río Negro y Neuquén tampoco le preocupó demasiado el resultado: esa fue una pelea de la UCR en soledad, Macri tiene mejor relación con Schiaretti que con cualquier otro que se le aparezca en el medio. 

Con un leve desdén, algunos pueden llegar a conceder que el macrismo está repitiendo las ruedas electorales de 2015, lo cual es tan cierto como decir que perdió en las mismas provincias, o que viene ganando en las mismas (por ahora), o que Macri sólo pierde, o que el peronismo sólo gana. Pero nuevamente en honor a los números y esa costumbre que tienen de no necesitar interpretaciones porque son lo que son, resulta que Cambiemos mejoró el porcentaje de votos en varias de las provincias en la que perdió, empeoró en la que ganó y se mantuvo igual en otras, existiendo casos en los que triplicó el porcentaje a su favor y otros donde cayó estrepitósamente. Y los nombres propios no son números. Un cálculo matemático no puede desarrollarse de manera tal que diga que si Cristina va de Vice y Alberto no la queda en el camino, le sumamos a Massa, le restamos a Lavagna, dividimos por el apoyo que vayan a dar los tres alternativos peronistas que quedan, elevamos al lanzamiento del partido de Hugo Moyano y tenemos como como resultado que Macri perdió en Necochea. 

Pero nadie se fija en números. Importa más una encuesta efectuada a 600 casos telefónicos de línea fija con un margen de error de +/- 90% que el resultado electoral. Sesgo de información, burrada supina o deseo. Tres opciones. Sólo resta elegir cuál nos resulta más cómoda. Total, todos hacemos lo mismo. Eso sí, después nos sorprendemos cuando un Aníbal Fernández pierde. O un Donald Trump se convierte en presidente. O gana un Brexit. O en Brasil gana un milico. O los colombianos se oponen a un acuerdo de olvido. 

No había que despejar la X. Había que sumar 2+2.