Cuando Cristina Fernández de Kirchner le preguntaba a Felipe Solá, delante de Alberto Fernández, para qué quería ser presidente “con este quilombo”, imaginaba un escenario bastante más amable del que le tocará afrontar al sucesor de Mauricio Macri. Con orígenes y motivaciones distintas, el golpe sanguinario en la Bolivia de Evo Morales y el movimiento sísmico que hace temblar a Sebastián Piñera exhiben elementos en común y aportan para Fernández una serie de lecciones muy concretas.

El ex jefe de Gabinete mostró en los últimos 10 días el repertorio amplio de movimientos del que dispone para moverse en el tiempo que le toca. Desde el progresismo testimonial del Grupo de Puebla hasta el acercamiento con Donald Trump y la intervención concreta para lograr, junto con Manuel López Obrador, el asilo para el presidente derrocado en Bolivia.

Producto de la estrategia o de la improvisación, Fernández posterga las definiciones en el terreno decisivo en el que se juega su destino: el de la economía. Iniciativas sin oposición, el plan contra el hambre y el contrato social sirven para multiplicar las selfies pero no resuelven la ecuación principal. El presidente electo y su equipo lo saben. Llegará finalmente el tiempo de lo real, aunque en el camino aparecen indicios de lo que viene.

Iniciativas sin oposición, el plan contra el hambre y el contrato social sirven para multiplicar las selfies pero no resuelven la ecuación principal. El presidente electo y su equipo lo saben.

Guste o no, hay un punto en el que Fernández no distingue entre Morales y Piñera. El profesor de Derecho Penal de la UBA afirma que ningún presidente de la región debe renunciar a causa del rechazo social que se acumule en su contra y debe terminar su mandato. En ese punto, no diferencia entre el océano de indignación social que arricona a un Piñera que pasó de declarar la guerra a ofrecer la reforma de la Constitución y el golpe cívico policial que motorizó la clase media, potenció la OEA y decidieron las Fuerzas Armadas contra el primer mandatario indígena de Bolivia.

Cuando el elegido de CFK se expresa contra cualquier fuerza destituyente, no lo hace de manera ingenua: está pensando en su propia presidencia. En defensa de Morales y de Piñera, Fernández intenta protegerse y se adelanta a lo que pueda pasarle. No es apenas previsión o futurología. El ahora presidente electo inició una larga década a la intemperie del poder, justo cuando el kirchnerismo enfrentó la resistencia de base sojera que exigía, desde las rutas, la cabeza del gobierno populista.

Defender la estabilidad en la región, sin reparar en la orientación política de cada presidente, es una de las lecciones que el ex jefe de Gabinete ofrece como incentivo para dejar atrás la polarización. Es un criterio que va de la mano con otro movimiento de destino todavía incierto. Aún desde la nostalgia de la Unasur perimida, Fernández y sus asesores intentan venderle a Trump la excepcionalidad argentina de un país estable en medio del polvorín de América Latina.

Defender la estabilidad en la región, sin reparar en la orientación política de cada presidente, es una de las lecciones que el ex jefe de Gabinete ofrece como incentivo para dejar atrás la polarización.

Experimentado, con una gimnasia que hace pensar que nunca abandonó el vértigo del poder, el sucesor de Macri no puede quedarse en la condena moral ante la injerencia externa que operó para llevar a Lula a la cárcel o tirar abajo el indigenismo de reelección eterna que insinuaba Morales.

Desde el 10 de diciembre, después de una transición interminable, el presidente argentino entrará a jugar su propio partido. Sabe que las buenas intenciones no alcanzan y que la amalgama de las fuerzas en su contra pesará como nunca. Si su plan no es aplicar el ajuste con apoyo popular ni reeditar la autocelebración del populismo de corto plazo, tendrá que diseñar un esquema propio en un terreno pantanoso. No sólo enfrentar a los golpistas con apoyo externo sino hacer el máximo esfuerzo para aprender de los ensayos de gobierno que pasaron de una altísima popularidad a una debilidad relativa, en la que una parte de la clase media inclinó la balanza y la mayoría se tornó opositora.

La deriva de aquella Cristina que desperdició el 54%, el periplo de ese Morales que perdió adhesiones, tantos otros ejemplos. Una obra faraónica: armar un gobierno de coalición, poner a andar un proyecto transclasista como el que sugiere el manual del peronismo en un contexto desfavorable, con una deuda monstruosa y una legión de perdedores que se ilusionan con salir del pozo de la mano del Frente de Todos.

A Fernández no le alcanza con ofrecer el activo escaso de la paz social en una región incendiada. Se enfrenta al desafío de construir un experimento de gobierno de una amplitud inédita, que le permita dejar atrás la polarización y lo habilite para encarar el tiempo que le toca. Cómo ser amplio sin resignar la necesidad de cambio ni postergar a los grandes derrotados de la era Cambiemos; cómo abrir sin ceder en lo fundamental ni devenir en un intervalo estéril, sin dejarse consumir por el empate conservador; esa tarea ciclópea le espera al presidente electo.