En medio de la incertidumbre, el Gobierno busca ganar tiempo. Alberto Fernández decidió correr dos fechas: extendió la cuarentena hasta el 24 de mayo (para ese entonces se habrán cumplido 2 meses y cuatro días de confinamiento) y dejó abierta la negociación con los bonistas hasta el 11, cuando el plazo autoimpuesto vencía el viernes pasado.

El Presidente compartió una amarga charla con Martín Guzmán para repasar la baja adhesión de acreedores a la oferta argentina y definir los próximos pasos. El default es una pésima noticia, y por eso el viernes tambaleó la idea de hacer una conferencia de prensa para anunciar la cuarta fase del aislamiento. El riesgo era que la deuda copara las preguntas y le quitara centralidad a la foto de Fernández, escoltado por Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof.

Ese tridente genera recelo en la clase política. Cada uno explota su perfil y abona el juego de las diferencias: el Presidente apuesta al discurso peronista y federal; el jefe de gobierno porteño, al pragmatismo y el gobernador expresa el estilo y el pensamiento más kirchnerista. El futuro de los tres depende del éxito de la administración de la pandemia, y, en defensa propia, blindaron su alianza.

“No hay que perder el tiempo ni distraerse (con las críticas). Los que tenemos responsabilidades de gestión nos dedicamos a cuidar a la gente”, dijo el viernes Kicillof y trazó una línea divisoria: los que gobiernan sin distinguir color partidario, y los que no.

Un rato antes de hacer la presentación de la nueva etapa, se reunieron a solas en Olivos para terminar de definir detalles. La flexibilización de la industria y el comercio es la medida más importante desde la disposición de la cuarentena.

La zona roja es el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), donde residen más de 15 millones de personas. Por eso, sigue formalmente en la fase 3, y no pasó a la “reapertura progresiva”, nivel al que accedió el resto del país. Esta vez, no hubo ronda de gobernadores con Fernández como en las oportunidades anteriores, sino que fueron Santiago Cafiero y Wado de Pedro los que charlaron uno a uno con los jefes del interior.

El kirchnerismo duro mira por TV la administración del aislamiento. Lo que no quita que trabaje en su agenda y maneje otros resortes del poder. Cristina Kirchner quedó maravillada con la puesta en marcha del sistema de sesiones virtuales en el Senado. Hizo una prueba, a solas, el viernes a la tarde. Ya está lista debutar el próximo jueves y retomar la iniciativa desde el Congreso.

Halcones y palomas hacen su juego detrás de la cuarentena

La vice le pondrá su impronta. En Diputados, después de una primera sesión con temas “amigables”, está en carpeta el tan promocionado impuesto a las grandes fortunas. El proyecto es todo ganancia para el kirchnerismo: si se aprueba, es más recaudación; si no, dirán que las corporaciones se resisten a ceder privilegios en detrimento del hambre del pueblo.

Otra bandera se empezó a agitar a partir de declaraciones del senador Oscar Parrilli, incondicional a Cristina; y de Graciana Peñafort, directora de Asuntos Jurídicos del Senado: la reforma judicial. La idea la lanzó el Presidente al inicio de su mandato, y pasó por varias manos, hasta imponerse un borrador con el sello de Gustavo Béliz.

Cerca de la vice nunca terminó de cerrar esa opción, pero saben que sólo pronunciar la frase “reforma judicial” genera escozor en distintos ámbitos

Sí es un hecho que Cristina quiere hacer notar que sus temas judiciales no son un problema del pasado. Por eso, interrumpió su perfil bajo para acusar a Juan Bautista Mahíques, ahora fiscal general de la Ciudad de Buenos Aires, de presionar a Ana María Figueroa, jueza de la Cámara de Casación. El supuesto apriete, según la vice, fue en la causa del pacto con Irán en la que está procesada por encubrimiento.

La jueza volvió después atrás sobre sus dichos realizados en una entrevista por AM750, pero igualmente Cristina ordenó a los legisladores del Frente de Todos a presentar una demanda para que se investigue la “mesa judicial” de Mauricio Macri.

El episodio generó varios efectos. Uno es que terminó de romper un nexo del mundo judicial entre oficialismo y oposición. “Juani” Mahíques, funcionario del macrismo y relacionado a Daniel Angelici, escaló en su carrera gracias a su vínculo con el camporista Wado de Pedro. Fue clave su apoyo para que pasara de ser un simple asesor a presidente del Consejo de la Magistratura durante la gestión anterior.

Los dos pertenecen a familias reconocidas de Mercedes. Los Mahíques son conservadores, pragmáticos en lo político y con trayectoria en la Justicia; mientras que los Révora son tradicionales y, a la vez, de centro izquierda, con una historia trágica durante la dictadura.

La acusación de Cristina incluso dinamitó en los últimos días hasta los grupos de chat que compartían amigos de ambas familias. No hay reproches para De Pedro en el Gobierno. Justamente su tarea es hablar con los “malos” en nombre de su jefa. Está autorizado a dialogar con opositores, empresarios y periodistas críticos, aunque quienes más lo conocen dicen que ese papel de moderador no quita que, en el fondo, sea el que más desea ir a fondo contra su interlocutores.

La ex presidenta dio otro mensaje hacia adentro en la misma jugada. Puso sobre el tapete la causa por el memorándum con Irán, un hecho que Alberto Fernández calificó como delito cuando estaban peleados. Fue una manera, además, de reivindicar a Juan Martín Mena, redactor del pacto, quien quedó a cargo de misiones no gratas: desde negociar con los presos amotinados en Devoto, hasta negar información sobre el Instituto Patria en la Inspección General de Justicia.

El secretario de Justicia, un alfil de Cristina, pone la cara y la firma en decisiones que su superior, Marcela Losardo, esquiva. No es una convivencia cómoda, y eso molesta a la vicepresidenta. Cerca suyo, detestan el relato de “albertistas buenos” y “cristinistas malos”, sobre todo, porque no tiene final feliz para ella.