Vuelve a escribir su “Sinceramente”, con el mismo tono y con la misma lógica. Le alcanza con compartir una nota para detonar cualquier esquema de comunicación que se improvise al lado de Alberto Fernández. Le bastan 234 caracteres para expresar la cara opuesta del candidato que eligió para volver al poder. Cuando el Presidente busca a tientas una salida para el doble cerco de la peste y la deuda, Cristina Fernández de Kirchner sale a expresar por primera vez su desacuerdo público con un Gobierno que va y viene, sin acertar a mostrar un horizonte. Tal vez, ella también esté perdiendo la paciencia.

La vicepresidenta llama a “no equivocarse” y amplifica el panorama que traza Alfredo Zaiat: hay una derecha empresaria liderada por Héctor Magnetto y Paolo Rocca que no tiene nada de burguesía nacional, se desentendió del mercado interno, ejerce un poder oligopólico y responde a intereses trasnacionales. Para compensar la fuerza de esas ideas que marcaron el final del cristinismo puro -y acabaron en la derrota ajustada de 2015- hacen falta días enteros de entrevistas con ministros que hablan el lenguaje de la emergencia, el virus y la moderación.

¿Es posible que Cristina no haya estado al tanto de la puesta escena que se armó desde Olivos? Quizás. Lo que es seguro es que los funcionarios del Presidente comenzaron a llamar por teléfono a los incondicionales de su vice para preguntar cómo había que “interpretar” el fulminante mensaje de la doctora contra la fila 1 del Día de la Independencia.

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Con una crisis que se profundiza en todos los planos y que sólo puede derivar en peores indicadores en el futuro más cercano, Fernández dejó de ser el padre protector de los primeros meses de la pandemia y se ve desbordado cada día por una tensión que lo excede, a los dos lados de la polarización. Cae en las encuestas y, aunque todavía mantiene una considerable aceptación en imagen y gestión, su déficit principal es de perspectiva: no queda claro a dónde está yendo ni a dónde quiere ir. No se ve con quién y, mucho menos, cómo.

El Presidente dice ser “más hijo de la cultura hippie que de las veinte verdades peronistas”, pero los consultores que trabajan para el PJ creen que borronear al menos diez puntos del albertismo básico le vendría bien. Que reitere que “no es un loco” y que rechaza las “ideas locas” no hace más que aportar confusión y no resulta suficiente. El caso Vicentin demostró que el frente social-empresario que se opone al Gobierno tiene bien identificado lo que no quiere y exhibe más fuerza que un oficialismo heterogéneo, que está preso del encierro y no actúa todavía de común acuerdo.

La audacia de las reformas estructurales que suele invocar el profesor de Derecho Penal de la UBA no prospera. Si es la correlación de fuerzas la que no lo permite o si es Alberto el que no está convencido, puede ser materia de discusión. Pero frente a tantas dudas y tanta marcha atrás, Cristina emerge con su convicción de siempre. Por orgullo, por terquedad, por no haber sido consultada o por la genuina preocupación de ver a un Presidente que titubea. Sólo ella lo sabe.

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La autocrítica que tanto se le reclamó durante sus años finales en la Casa Rosada llegó en forma del armado más amplio para un regreso frentista al poder y resultó eficaz. Sin embargo, ese esquema de la victoria electoral quedó atrás: no garantiza que el equilibrio entre distintas facciones sirva para gobernar, si el Presidente no logra hacer pie por encima de las diferencias. Y no quiere decir, de ningún modo, que CFK haya renunciado al pensamiento que moldeó en la soledad de su gestión. Aún demonizada, esa batería de axiomas sigue ahí. Sólo que en segundo plano.

Es Fernández el que debe desmentir la tesis de Cristina y demostrar que los buenos modales sirven para gobernar una Argentina salvaje, en la que los dueños de todo no quieren ceder nada, ni aunque venga el fin del mundo. Revalidar en los hechos los argumentos de aquella discusión que quedó trunca cuando renunció a su cargo de jefe de Gabinete, en 2008. Para eso, debería primero interrogarse en lo más íntimo y ponerse de acuerdo consigo mismo en el discurso que transmite hacia afuera, para que los suyos sepan si se trata con “miserables” o con “socios estratégicos”. Una vez que lo logre, tal vez la pregunta que tanto afecta a la oposición rabiosa (¿qué validez tiene ese pensamiento frente a la accionista principal de la sociedad de gobierno?) no tendrá la misma fuerza.

Cristina terminó su mandato con indicadores que a todas luces y en todas las líneas eran muy superiores a los de Mauricio Macri. Pero padeció la restricción externa, se quedó a mitad de camino con el regreso a los mercados que intentó Áxel Kicillof, tuvo que devaluar en 2014 y se fue con una economía de vuelo bajo; con escasas reservas, pero sin deuda. El control de cambios que se le criticó como el peor de los pecados fue retomado tarde y a desgano por un macrismo sobreendeudado y hoy figura como un punto de partida que casi nadie discute, cuando está en el gobierno. Ella pensará que, en relación a los años traumáticos del egresado del Newman, dejó un paraíso y su oposición seguirá repitiendo que sembró un campo minado. Pero lo cierto es que Cristina se fue sin encontrar una salida a los límites estructurales de una economía que se iba ahogando.

Fernández vino con una consigna que cada vez parece más difícil de cumplir, la de cerrar la grieta y encender la economía: pandemia mediante, no puede por ahora ni lo uno ni lo otro. El Covid-19 no sólo trajo muertes y cierre de empresas; también despidos y un ajuste sostenido sobre los salarios que -se suponía- iban a ser el motor del crecimiento.

A siete meses de la asunción del nuevo Gobierno, la urgencia posterga otra vez los interrogantes de fondo. En 2019, cuando reapareció en sociedad con modos de madre comprensiva para presentar “Sinceramente”, CFK llamó a la confección de un contrato social. Si no es con los invitados que Fernández sentó en la puesta en escena de Olivos, ¿con quién quiere llevarlo adelante? ¿La vicepresidenta no avala tampoco el acercamiento que su hijo parece iniciar con el establishment vía Sergio Massa? ¿Cree que hay que reeditar la experiencia del empresariado identificado con el kirchnerismo? Son pocos en el oficialismo los que ofrecen las respuestas.

Las mesas de diálogo que ahora Fernández parece retomar pueden armar un nuevo álbum de la crisis, pero no alcanzan para responder la pregunta más dramática: cuál es la salida económica para un país en empate tenso, que oscila entre la devaluación, el ajuste, la recesión y el default. Mientras eso se discute, ella corre con ventaja: no cambió, sigue pensando lo mismo y, otra vez, empezó a decirlo.