Hay un chiste histórico que recorre al peronismo. Ante una injusticia, una grosera diferencia de clase en algún país del mundo, la respuesta es: "Un país NPP: no pasó Perón". Es preocupante ver cómo la humorada va quedando cada vez más fuera de registro.

Los índices del 42% de pobreza desnudan un país que no se discute en el grueso de la conversación política. Los números son conmovedores y dibujan un mapa, no sólo del enorme daño que trajo la pandemia, sino también de la imposibilidad de lograr atacar la pobreza en la última década argentina. Los errores de diagnóstico, algunos cercanos a la negación, se evidencian por ejemplo en el cálculo inicial del IFE, donde se apuntaba a 3 millones de personas y debió alcanzar a 10. ¿Cuántos dirigentes conectan hoy con la realidad territorial por fuera de las burbujas de los cercanos y las redes sociales?

Desde concepciones que la romantizan -hubo hasta proyectos de ley para resaltar los "valores villeros"- hasta la negación total y absoluta de un país profundo con problemas de infraestructura y acceso sistémicos, la pobreza en la Argentina empieza a parecerse cada vez más al resto de los países de Latinoamérica: la riqueza concentrada en círculos estrechos que dejan a una gran porción del país fuera del sistema. Una evidencia que contrasta con el imaginario del turista europeo, deslumbrado por una Patagonia imponente y frondosa, y que exhibe sin pudor el abandono en sus bordes o la segregación y el clasismo. La desigualdad es evidente en zonas del norte de nuestro país pero también a la vuelta de la esquina de la mirada centralista, donde todo sucede en AMBA y donde la visibilidad expone aquello que se negaba.

Para el peronismo, particularmente, es una discusión de su propia esencia: la existencia de una clase media gigantesca, de la que se siente parte un trabajador que alquila y llega a fin de mes con lo justo hasta un propietario con algún autito y vacaciones más cómodas. La concepción general de una movilidad social ascendente -concepto que cada vez pierde más frente al de consumo- que permitía aspirar a mejorar la calidad de vida está muy lejos del significante histórico que transmitían los gobiernos del general Perón.

Si luego de 2015 el desafío era descubrir si el peronismo estaba aún vigente en clave de competitividad electoral o pasaba a ser parte de un imaginario colectivo cultural, con el desastre macrista como nueva oportunidad y una coalición forjada del reconocimiento de los errores de todos, surge una nueva pregunta: ¿Podemos resolver todavía una urgencia real que supera el pochoclo palaciego de discutir la superestructura permanente y la obsesión por hablarse encima en los medios?

¿A alguien le caben dudas de que los jueces deberían pagar Ganancias (aparte de a ellos mismos) o que hay que resolver los problemas de la Justicia? El dilema es pensar si esta agenda combina con un pueblo que sufre los aumentos de precios, un salario que cada vez rinde menos, la falta de trabajo, la cercanía con la indigencia o -en el mejor de los casos- la certeza de que es casi imposible pensar en términos de progreso personal/familiar. ¿Quién toma la agenda del justicialismo en sus temas fundamentales y estratégicos?

Mientras tanto prospera la revolución de los cómodos: los que marcan agenda o son parte de la cosmovisión del “peronismo ampliado” y, desde un progresismo capitalino, discuten temas como el cierre masivo de las actividades por la pandemia. Una posibilidad solo imaginable en esos extremos para los que tienen la suerte de cobrar en fecha y no dependen de moverse para trabajar y generar. O la insólita mirada sobre los aspectos educativos donde la virtualidad pareciera ser la panacea en un país donde la conectividad de fibra no llega al 50 por ciento. Ni hablar del acceso a los dispositivos o la banalidad absoluta de los medios que necesitaron la tragedia de perder a un colega para entender que podían usar barbijo al aire. Nobleza obliga, muchos dirigentes aún no perciben que predicar ese ejemplo sería más importante que retar a la gente. En fin, es difícil pedir que se haga lo que no se ve.

Mientras gran parte de la dirigencia se dedica a hablar entre sí misma o solo con mensajes a los dirigentes con más o menos votos para que legitimen luego la fórmula electoral, la consolidación de la idea de una casta por fuera de los simples mortales toma verosimilitud y fuerza con una agenda muy lejana a los problemas reales y urgentes. Del otro lado, la oposición ocupa cada pequeño lugar y siembra discusiones que solo sirven y se juegan en “la derecha”. Justamente, el peronismo vino a desarmar esa lógica de casta que 70 y pico de años después parece demasiado cercana y cómoda en la dirigencia. "Saben los que te conocen que no estás igual que ayer", diría Charly García.

El peronismo necesita y está obligado a tomar una agenda primordial que ataque este tema y que sea un hilo conductor de todos los otros puntos. La vacuna, la obra pública en infraestructura social, la reactivación económica y la lucha contra la inflación solo tienen sentido si se ordenan para resolver lo que pasa a ese otro país que no se conversa en los cafés porteños y en las discusiones de palacio. ¿Lo puede resolver ese "Estado grande" que se nombra siempre pero que en realidad parece un Estado poco efectivo y frágil? El riesgo de ser ese país pre-peronista donde no pasó Perón existe y configura un desastre para el pueblo y, a la vez, una certeza de cara a lo electoral: difícil ganar una elección cuando aumenta la pobreza.