El día después de la elección reafirmó una foto preocupante de cara al futuro: ¿Qué tan lejos está la clase política y -particularmente- el peronismo de la sensación térmica de la realidad? Si en una lectura general esa distancia puede doblegarse utilizando a favor climas circunstanciales o disimularse detrás de sacrificadas lecturas en función de una u otra afinidad ideológica, en una mirada particular sobre el peronismo es imposible no percibir el estado de gravedad: más allá del partido, más allá del movimiento, el peronismo como fuerza constructiva que avanza irreverente sobre lo que dicen ciertos sectores de poder para manifestarse como una fe que organiza la vida a los más postergados, queda totalmente reducido a un juego de palabras, a un uso indiscriminado y lavado de banderas y símbolos.

La lectura en particular sobre la distancia que hay entre la realidad de la gran mayoría de los argentinos y el peronismo, o los que dicen ser peronismo hoy, es tan contundente que incluso en un escenario ganador de elecciones, algunas ideas críticas no bajarían su volumen de fatalidad.

El problema político del gobierno nos remonta a un punto cero porque es de raíz: una unidad sin propósito, consecuentemente sin agenda, que se pensó para contener y no para gobernar. Sin norte y sin claridad del tipo de país que se busca, nunca se logró definir un camino ni un ordenamiento mínimo para desafíos que estaban cantados, mientras que hubo un aferrarse a narrativas épicas para enfrentar imprevistos tan enormes como una pandemia que pegó a poco de asumir.

La economía, la gestión y la unidad dependen de una variable que sigue siendo inmanejable, esa administración de un frente que ya no existe como nació: su utilidad era claramente conseguir una victoria pero, a partir de ahí necesitaba una transformación, y tal vez un sinceramiento puertas adentro, que parece no haberse dado nunca. Un Frente que nunca asumió la necesidad de resignificarse en su identidad, sus partes societarias y, sobre todo, en definir lineamientos prácticos de la Argentina que imagina.

Si la excepcionalidad del justicialismo en su origen era pensar un programa político, social y hasta cultural para competir fuera de su liga -la tercera posición era eso al fin y al cabo, poner una mirada argentina superadora a la altura de los dos sistemas mundiales en disputa-, hoy parece ser la particularidad que nadie quiere: un ciclo sin fin de crisis y resiliencia con un deterioro estructural que se expresa en índices preperonistas. Una concentración de lecturas porteñas que ni siquiera seduce a la gran mayoría de los porteños, en gran parte porque tiene una matriz ficcionada por lo que queda de las clases medias de la ciudad: desde el 2012 para acá, el peronismo o kirchnerismo, como gusten llamarlo, ubica las crisis bajo la lupa moral y el ansia de conquistar territorio lo reduce a manifestaciones épicas. Pero la crisis no es moral ni narrativa. Parafraseando a Perón, es difícil solucionar un problema económico si antes no se resuelve el problema político.

Tan insuficiente es el diagnóstico puertas adentro, que ya no sorprende lo mal que se interpretan tanto en la victoria como en las derrota, los resultados electorales. Tan lejos de la realidad está el gobierno que las PASO lo toma por sorpresa y nos invitan a presenciar semanas de novela donde se juegan las fuerzas de poder interna, a ver quién mide a quién.

Peronismo, remontada y la última bala de plata

La nueva etapa del gobierno arranca desde la debilidad de una derrota nunca imaginada y, a la vez, de una remontada que le da una vida más, una posibilidad de volver a conectar con su lugar histórico. La bala de plata que sostiene la oportunidad de finalmente dar vuelta la taba necesitando resolver, no solo el acuerdo con el Fondo que nunca llega, sino también que la reactivación no caiga en el agujero negro de la inflación.

La superestructura y el debate palaciego no deberían consumir minutos del tiempo destinado a pensar el futuro y garantizar el presente. Un recorrido incierto en el que todos los jugadores perdieron peso y representatividad para quedar expuestos en sus debilidades, mientras las agendas marginales logran de alguna manera construir sentido y hablar de lo que les pasa a los argentinos de una manera más cercana, con ilusión realista. Si "la vida que queremos" se parece más a la de los cómodos y no a la de las mayorías no es casualidad que la dinámica de "casta" se sienta verdadera: un candidato afirmó que es un buscavida y trabajó siempre, por eso se compró su casa a los diecisiete años. Otro desafió que los resultados no importaban, porque si algo nos dicen los porcentajes de pobreza y los valores de la comida es que lo importante en política es participar, no tener un proyecto justo e ir por su implementación representando mayorías.

El Frente de Todos precisa recordar que si algo organiza al justicialismo, construye propósitos y despierta adhesiones mayoritarias es tener una agenda nacional que no le pierda pisada a las demandas postergadas ni las urgentes. Ya no asombra que la palabra “precios” no aparezca en la boca de casi nadie, con un gabinete dispar, ministerios sin agenda y temas que se tornan un laberinto. Hablar de inseguridad —desde esa comprensión moralista que se le da a los escenarios— parece un imposible, un tabú para el cordón progresista pero también una expresión máxima del consumo estético que se le da a ciertas banderas históricas. Ni siquiera hay acuerdo general sobre cómo mencionar la problemática sin que se genere un choque de egos entre garantistas y mano dura. Frente a ese choque recordamos la existencia de algunos funcionarios que se caracterizan por pasar desapercibidos. En el medio, la población. Una población con la vida desorganizada y padeciendo la ausencia de dirección y la excesiva presencia de respuestas o narrativas que no le hablan a casi nadie, y menos aún a los que más necesitan entrar en el diálogo del Estado. No parece una casualidad que la mejora electoral haya venido atada al trabajo conjunto de militancia y dirigentes con registro territorial: los que mejor interpretan al peronismo son los que sostienen la cercanía con la realidad, los problemas tangibles y, sobre todas las cosas, los que le ponen cuerpo y escuchan.

Es cierto que el problema de desconexión es de toda la clase política, pero por historia, representación y rol oficialista, preocupa aún más en las fuerzas que integran al gobierno. Es fácil pensar que el macrismo duro no tenga registro de la urgencia social en términos de desarrollo y justicia, pero es más difícil ver que no aparezca como eje ni diagnóstico en el mapa de un gobierno que viene a contrarrestar las políticas macristas.

Para pensar en un futuro hay que volver al inicio: resignificar el para qué de esta coalición y, aunque parezca tarde, salir de la propia trampa discursiva. Los milagros no se repiten, no alcanza con un nombre, ya no hay salvadores y nos comen las necesidades y urgencias. Que en el 2023, en todo caso, el peronismo pueda decir que perdió o ganó una elección y no que se regaló una oportunidad histórica.