En estos días se vivió la breve euforia del arreglo de deuda. Digo breve porque cuando despertamos la pandemia seguía todavía allí. Digo euforia porque en estos meses la sensatez le ganó al aventurerismo y quedó claro que el default no era deseable. En el medio, emergió la figura del ministro de Economía Martín Guzmán, quien fue retratado como el héroe de este lío. Su estilo de “no se me mueve un músculo” y su tono monocorde y docente en las conferencias de prensa se ajustan bien a una población que no puede gritar ese gol mientras se le cae el techo, pero que sabe que esa es una buena noticia.

Guzmán no se narra encima, escribe el Estado. Porque, además, si hubo un lugar de decisión albertista pura fue en la designación de Guzmán. Las cosas que se hacen y cómo se hacen. Del otro lado de la cancha, entre opositores, periodistas y economistas críticos se le quiso bajar el precio. “Esto en qué afecta a la gente”, dicen los que hubieran dicho que el default significaba una peste peor que el Covid. El deporte argentino: correr el arco. Esos periodistas, economistas y divulgadores que nunca se les cae la cara, que erran casi todos los pronósticos, y que, como decía el gran Aníbal Troilo, siempre están llegando. Hablo de neoliberales, esa palabra que a veces no dice nada, pero que acá debería decir algo.

“¿Cómo está la calle, Willy?”

Así es el pie radial en “Cada mañana” a Guillermo “Willy” Kohan para que cuente la calle, que en realidad es la calle porque es un tipo de calle: la de la city donde circulan (o circulaban) los mercados. Liberalismo y calle: explicaciones populares para resultados impopulares. Traducción: cómo está la calle es qué dicen los mercados. Florida, San Martín, Lavalle, Reconquista, Córdoba. Las cuevas, las financieras, los bancos, la bolsa, los cafés, el Florida Garden, las galerías de locales con vidrieras de camperas de cuero que venden dólar blue. La City porteña. Una ciudad de ahorristas, ventajeros, inversores, brokers y servicios. Pongo, saco, pongo. Bicicletear. Es el tipo de “ciudad libre” que dejó la dictadura: la de comprar dólares, reales, moneda extranjera, un núcleo de manzanas a las que rodeaba la otra ciudad en estado de sitio, patrullada hasta la médula.

En la película “Plata dulce” tardan quince minutos en armar el rompecabezas de ese estereotipo social. Es curioso: está filmada en los años finales de la dictadura. Es una historia ubicada en los días del mundial 78 (al igual que “Hay unos tipos abajo”, la película sobre la buenísima novela de Antonio Dal Masetto). Sin embargo, en “Plata dulce” lo que se cuenta a grandes rangos es el comienzo de un fin: el de la sociedad fabril, “igualitarista”, un poco de vivir con lo nuestro. La empresa de botiquines con su galpón, su historia familiar, sus números apretados, sus laburantes futboleros, la suegra que sale del barrio para ir al centro a comprar dólares, el dueño de la fábrica desanimado (Luppi) que en el centro se cruza a su viejo compañero (Gianni Lunadei), que le ofrece un negocio en un idioma que no entiende. La especulación financiera.

Mitad olvidable por su trazo grueso en el estereotipo, mitad inolvidable por su paradójica precisión, un millón de personas la vieron en su estreno en los cines argentinos de 1982. “¡Arteche y la puta madre que te parió!”, en el top five de las puteadas argentinas. La otra complicidad civil de la dictadura: la plata hace la plata, la plata fabrica plata. La dictadura fue un monstruo de dos cabezas: represión y plata dulce. Los sociólogos Mariana Luzzi y Ariel Wilkis publicaron el año pasado una imperdible historia del dólar (“El dólar. Historia de una moneda argentina, 1930-2019”), que tiene un capítulo ineludible cuando reconstruyen el momento de esplendor de la tablita, la política de Martínez de Hoz. Sobre esa política procesista, además, el testimonio de la banda del garaje de Joe: Serú Girán y su “José Mercado”.

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La nueva fábrica

¿Cómo hablamos de economía? Una de las mayores herencias de la dictadura está ahí, aunque pasen los gobiernos y cambien de signo… una saga antigua y renovable de economistas de divulgación que continúan esa conversación. Juan Carlos de Pablo, Carlos Melconian, Osvaldo Granados (su vozarrón en el Nuevediario de los 80), el fallecido Tomás Bulat (que le “enseñaba” en vivo a Alejandro Fantino a usar tarjetas de crédito). Los nombro salteados. “¿Cuántas tarjetas de crédito hay que tener?”, preguntaba Fantino. “Tres, Ale”, respondía Bulat.

Siempre así: educando al soberano silvestre que, si lo dejás solo con la plata, es un mono con navaja. Pero el origen central de esta saga pedagógica es Bernardo Neustadt y su Doña Rosa, un arquetipo perfecto, aunque hoy ya huela a naftalina. ¿Con quién se dialoga? Con quien maneja las cuentas de la casa. Con quien tiene ahorros bajo el colchón, con quien cuida a los hijos, con quien tiene miedo. Miedo a la violencia, miedo a la guerra, miedo a la inflación. En la genealogía de Doña Rosa está presente otro diálogo mítico tan preciso que no podría no haber ocurrido. En la campaña de 1983 Alfonsín razona sobre el voto popular. Dicen que dijo: “no me votarán los obreros, pero sí sus esposas”. Ahí hay, aunque un minuto después de convertirse en machista, también un reconocimiento de poder.

¿Cómo se cuenta la economía?

Ese “desplazamiento” del voto, esa feminización según las condiciones de otra época, de la fábrica a la casa, del voto salarial al miedo, hace también contacto con el cambio estructural que a sangre, picana y fuego produjo la última dictadura. (Aunque Doña Rosa no son necesariamente “las” mujeres, sino que algo de esa Doña Rosa se mezcla en la supuesta ciudadanía de a pie que precisa de una élite económica que la instruya). De las patas en la fuente a las patas en el dólar. ¿Pero quiénes la ponen, a qué precio? La frase de Alfonsín podría ser el germen de otro gran eslogan de la CTA de los años 90: “la nueva fábrica es el barrio”. De obreros a ciudadanos, pero aún un mayor descenso: de obreros a pobres. A favor y en contra se puede decir: Alfonsín ganó porque entendió la época, sus límites, efectos, la derrota popular.

Como el almacenero con la birome en la oreja y el cuaderno gloria, como el tachero con los anteojos caídos que te explica cómo es la cosa cuando tenés la puerta semi abierta, así un Juan Carlos de Pablo te reduce el espectro sobre “de qué hablamos cuando hablamos de economía”. Al pan, pan, viejo. El tipo siempre está llegando. Nunca estuvieron. Siempre de sport mirando la escena del crimen económico pero “explicando” qué se hizo mal.

Lo explica en otras muy buenas palabras el economista Martín Kalos: “Creo que lo que usualmente se conoce como neoliberalismo o teoría neoclásica en economía tiene un par de ventajas para responder y para que sea más ‘popular’ lo que pasa en la economía. Por un lado, la teoría neoclásica está abocada a explicar un objeto de estudio más acotado, que son los mercados. El Estado, desde su origen hasta su rol en la economía, se suele ver como algo que genera problemas y no se explica por qué debería tener un rol activo. Por otra parte, ya hay varias generaciones de personas que fuimos educados y educadas bajo una continuidad -o una hegemonía- del pensamiento económico neoliberal. Eso muchas veces horada y penetra en el sentido común, entonces, es mucho más fácil escuchar algo que reafirma esos sesgos de conocimiento que uno ya tenía. Y cuando a uno le dicen ‘emitir genera inflación’, le parece que es verdadero, porque lo escuchó muchas veces. Si uno le explica a esa otra persona que la emisión a veces puede generar inflación, dependiendo del contexto, pero no siempre, es más difícil de comprender esto: hay que saber qué pasa por detrás, en qué momento está la economía, cómo se vincula la inflación con un montón de otras variables, pero a la vez suena distinto a como te lo explicaron hasta acá.”

¿Cómo se cuenta la economía?

El economista Ricardo Rotsztein suma un matiz distinto: “Martín Guzmán es discípulo de Stiglitz. Para gran parte de las tribus de economistas no ortodoxos, Stiglitz es un economista ortodoxo. Este hecho resume la ventaja que tiene la ortodoxia para comunicar. Hace por lo menos 40 años, desde los años 70 y el triunfo monetarista sobre el keynesiansimo, que los economistas ortodoxos tienen una teoría ‘que les cierra’ en términos de consenso dentro de su propio grupo. Del otro lado somos francotiradores sueltos y células guerrilleras queriendo combatir al ejército mejor pertrechado y más entrenado de la historia del capitalismo”.

Los buenos divulgadores de la economía de “izquierda”, los hay, conectan los intereses generales por sobre los particulares, las regulaciones del Estado por sobre el caos mercado. Pero esa ampliación del campo de batalla los obliga a más palabras, más complejidad, más marco teórico, más historicidad, y de ese modo corren de atrás frente a los otros.

La “emisión genera inflación”, “el Estado es como una casa, no se gasta más de lo que se gana”, y el actual “el sector privado sostiene el sector público” son algunas de las ideas moldeables que se repiten, tallan y organizan “culturalmente” la conversación de la economía. Con sus “semillas de verdad” calan y tienen estos intérpretes que las pasan en limpio para que lo entienda mi tío Coco de Floresta.

Coco te están cagando, pero no sé cómo decírtelo.