El otro precio de conectarse a Internet
Consumir necesariamente implica un desecho. Hay una materia prima que se esfuma tras que cierto esfuerzo personal de algún tipo (fisiológico, energético, económico, etc.) precisara de esa combustión por algún motivo. Sucede con la comida, se consiguen calorías para el funcionamiento general del cuerpo y lo restante de lo explotado se convierte en, directamente, materia fecal. Pasa también con las mercancías, se utiliza lo comprado y todo aquello que hacía a su appeal (lo mercadoténico) se tira a la basura. Lo que me pregunté, en ese sentido es qué pasa con el consumo digital.
De alguna manera, lo mismo. Básicamente, del canasto de internet, sólo tomamos información virtual. La leemos, nos transforma de alguna manera (o es absolutamente descartada por el usuario, que ni siquiera la digiere, en su defecto) y continuamos con nuestra vida social. El desecho, en ese caso, también es de carácter informativo. Como si fuera el ticket del pago con una tarjeta de crédito. Suelo sentir, aunque lo ignoro, cierto peligro al arrojar comprobantes con información personal crediticia al cesto. Siento que alguien podría tomarlos y lograr, ya no sólo saber mucho de mí, sino también utilizar esa data para hacer otro pago en mi nombre.
Pero el razonamiento que suele relajarme es: “Las personas que se ocupan de revisar la basura, y eventualmente también separarla para un uso más o descartarla definitivamente, no tienen el tiempo de leer cada comprobante que encuentran en el cesto y procesar esa información para explotarla posteriormente”. Y, en algún punto, está bastante acertado ese argumento. El esfuerzo humano que debería hacerse para analizar y procesar el potencial de cada ticket de tarjeta que se halla entre fideos y yerba es irreal, por lo que el peligro es mínimo.
En internet, en cambio, toda la información que se consigue es a través de la inversión de información personal. Un trueque injusto y abusivo, ya que en la mayoría de las oportunidades es mucho más lo que explotan las compañías con nuestro Términos y Condiciones firmados a las apuradas, que lo que nosotros verdaderamente sacamos del uso de la aplicación o página web de turno.
La subvaloración de la donación voluntaria de cookies (nuestro bien más íntimo en la digitalidad, nuestro historial de navegación) que se volvió tan recurrente para lxs que navegamos, es una muestra de ello. Muchas veces otorgamos información nuestra que no hace falta, para información que tampoco nos es vital. De hecho, la mayoría de las veces es producto del impulso robótico de cliquear o scrollear para que nuestro sistema nervioso continúe absorbiendo data. Comida chatarra para la cabeza, a cambio de nuestra privacidad.
El argumento que se suele contraponer a este razonamiento es: “yo no tengo nada para esconder”. Ese mismo pilar es el que inmediatamente tiembla a la hora de notar que nos surgen anuncios comerciales y ofertas vinculadas a mensajes de voz o hasta conversaciones telefónicas que recién tuvimos expresando interés en determinada materia. Muchas veces, los usuarios le permiten a las aplicaciones tener acceso a sus micrófonos para “mejorar el servicio de reconocimiento de voz” (que en extrañas oportunidades se explota verdaderamente, más allá de casos específicos vinculados a capacidades diferentes) y, esa información, esas piezas que se toman de nuestras conversaciones para hacer más eficiente a X aplicación a la hora de entender nuestra voz particular, es explotada comercialmente.
Lo que todxs tenemos para esconder es nuestro derecho a informarnos sin otorgar acceso al cajón de nuestros secretos. Porque la intimidad, tarde, temprano o –de suerte- nunca, nos compromete en algún punto. Y, si no, puede ser utilizada en nuestra contra fácilmente.
La diferencia con el desecho real, con la basura plástica y orgánica que genera nuestro consumo, es que en éste caso, no hace falta tanto tiempo para buscar un patrón de interés en la separación de cada residuo ya que justamente la tecnología de la computación está dedicada a eso. A
acortar tiempos. De ésta forma, nuestros tickets en la papelera digital son separados y categorizados por máquinas que procesan masivamente la información que después es analizada por departamentos de publicidad de empresas privadas o agencias de inteligencia de diferentes Estados. Y, es verdad, muchas personas pueden sentir que no tienen nada para ocultar. Porque eso debería permanecer oculto de todas formas. Pero cuando las cosas se ponen feas, ya sabemos lo que sucede.
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Porque lo contó Bertold Brecht: cuando vienen por uno, ya es demasiado tarde como para sentarse a pensar.