I. El técnico.

Sampaoli es un impostor hermoso. Tal vez, el más argentino de los técnicos argentinos que yo haya visto, y también el peor. Tenía en bandeja, cuando asumió hace ya un año, la posibilidad histórica de cambiar la Selección Nacional. Lo habían contratado para eso. Para que tomara decisiones, para que diera vuelta una página en la que estaba involucrada una generación de futbolistas que le dio mucho a la camiseta pero que ya era -muy en evidencia después del primer tramo de las Eliminatorias y con la mochila de cargar con tres finales perdidas que los propios jugadores tomaron mucho más como una frustración que como un orgullo, porque ellos también son autodestructivos, porque ellos también son argentinos- el pasado. Sampaoli no lo hizo. Decidió no hacerlo. Por momentos quería, por otros se arrepentía. Filtraba a la prensa que su nueve era Icardi, que a Agüero no lo quería, que Mascherano de ninguna manera podía ser su cinco (que en todo caso podía llegar a hacerle un lugarcito como central), que Romero no podía ser su arquero si no ataja en su equipo, etcétera. Se hacía un poco el canchero. Imaginaba cosas. Y después se acordaba de que lo tiene a Messi y que, bueno, para mantenerlo feliz tal vez debía ceder un poquito, un poco, bastante, mucho, todo. Y pensó que ésa era la receta para sostenerse en un cargo que siempre soñó tener: ser más messista que Messi. Un genio. Esto ya lo hemos escrito: a Sampaoli le gusta más el puesto que ocupa que sus propias ideas y nunca se dio cuenta de que justamente así se estaba condenando a sí mismo. Teniendo a Messi en un póster, colgado arriba de su cama. ¿Qué respeto podía ganarse así, subrayado por la indignidad de no ser fiel a sus supuestas convicciones? ¿Qué resultados podía obtener? Ahora pienso: tal vez Sampaoli no fue consecuente con sus métodos pero sí con su esencia. Ésa: transar, escalar. Se notó mucho. Cuanto más alto trepa el monito -así es la vida- el culo más se le ve. Sampaoli, el que intentó vender la imagen de un héroe que sólo toma vino del peor, que es de los buenos, de los lindos, quedó desnudo muy rápidamente. Terminó siendo esto. Un tipo insultando, desagradable y patético, a jugadores rivales, que destrata a sus colaboradores, que denigra a un agente de tránsito de su pueblo por cuánto dinero gana, que… Eso, que quedó en evidencia.

En todos los sentidos. Porque si alguno todavía no se había dado cuenta de que es un impostor, él mismo se encargó de gritarlo cuando, en un oportunísimo libro para la inmediata posteridad, alertó a la sociedad del fuchibol y admitió que dirigir a Messi le iba a modificar su manera de conducir y que no entendía por qué le habían puesto la etiqueta de planificador, que él no planifica nada, que odia planificar, que no puede leer un libro, que se olvida de todo lo programado y que vive en un lío todo el día, todos los días. Quedó claro. Quedó claro que no planificó absolutamente nada y que su cabeza es un quilombo. Que utilizó una lógica tan frenética y trepidante como contradictoria para probar jugadores satelitales al grupo que subliminalmente le impuso la mesa chica, bajando el martillo a razón de noventa minutos o menos, que cambió de esquema cientos de veces, que Lautaro Martínez está adentro, que Dybala está afuera, que al final es todo al revés, que Higuaín está afuera pero después del pedido público de sus compañeros autogestionados está adentro, que Mascherano es central pero, después de un pedido público del propio Mascherano, va de cinco. Los ejemplos son infinitos. En mi vida vi algo parecido. Así de perdido estuvo antes del Mundial. Así de perdido siguió en Rusia, ya con sus veintitrés y con un mes de ensayo en un laboratorio secreto donde hizo y deshizo para terminar poniendo a Biglia y a Mascherano juntos contra un equipo que se iba a defender con diez tipos por detrás de la línea de la pelota y que si atacaba lo iba a hacer salteándose líneas, en el que tal vez haya sido el planteo táctico más ridículo que recuerde jamás.

Irónicamente, nunca armó un equipo que contuviera a Messi. Nunca armó un equipo, bah. Subestimó a sus rivales, imaginó (y declaró) que el partido con Islandia se parecería al amistoso contra el casi amateur Haití. Erró planteos, erró todos los cambios. Confundió a todos. Relativizó la importancia de trabajar la pelota parada porque, dijo, no es determinante porque no define los partidos. No puso al jugador más fresco que tenía, Pavón, y así (porque chocaba con los carrileros) armó una insólita e improvisada línea de tres que no había jugado jamás para enfrentarse luego a un equipo bastante más serio como Croacia. Ya 0-1, sacó a Agüero para poner a Higuaín. Espectacular. Todo lo que podía hacer mal, lo hizo mal. Empezando por el arquero.

II. El arquero.

Después del debut, a Jorge Sampaoli le preguntaron por qué se había decidido por Wilfredo Caballero y no por Armani y, más específicamente, si había sido por su juego con los pies, como filtró toda la prensa en las horas previas al debut contra Islandia citando fuentes de la cocina de su cuerpo técnico. Respondió lo siguiente: "No solamente porque juegue bien con los pies o porque tenga una característica definida. Cuando uno elige un arquero lo elige relacionado (sic) con sus capacidades y también con una relación propia de los compañeros que lo rodean (sic). Es decir: nosotros la posibilidad (sic) que tuvimos con Willy de tenerlo en el día a día este tiempo fue la que nos llevó a elegirlo, y no solamente por ese detalle que usted marca". Convincente, clarísima respuesta del técnico de la Selección. Una explicación no menos inentendible que su decisión final. A Sampaoli le generaba dudas poner a Romero por su larguísima inactividad en el fútbol europeo y, ante la repentina baja de Chiquito, se terminó decidiendo por un arquero que ataja tan poco como él, o menos, en su club. Un tipo que tenía dos partidos con él en la Mayor: había atajado bien contra Italia y le habían pateado cinco veces al arco contra España con cinco goles en contra (de hecho fueron seis, contando uno mal anulado). Eso era todo lo que sabíamos de Caballero. Nosotros y Sampaoli (claro, si no juega con cierta regularidad desde hace años).

En cambio, de Franco Armani todos sabíamos todo. Sabíamos que no tenía partidos en la Selección (dos menos que WC) pero que los merecía. Que fue el mejor arquero argentino del semestre por escándalo, que se bancó el pesadísimo y vertiginoso arco de River de entrada, que confirmó todo lo que había hecho en Colombia contra los prejuicios del argentino medio. Bueno, Sampaoli eligió a Caballero porque lo había visto un par de entrenamientos más y porque le gustaba su juego con los pies (fue lo único que se le entendió en su conferencia de prensa). Irónicamente, como si fuera un guión malo y pochoclero escrito en un distrito de Los Ángeles, los pies de Caballero pusieron a la Selección al borde del abismo con un horror que, encima, ya había anunciado que iba a cometer. Imperdonable. Ahora, tarde y en un contexto imposible, tendrá su merecida oportunidad Armani.

III. Los jugadores.

Un grupo autogestionado al que Sampaoli le dio ese poder, como se lo habían dado otros técnicos. Aunque esta vez haya sido de manera más grosera, desde la reunión con el padre de Messi para diagramar una lista hasta aceptar cabizbajo, como se reporta hoy, que directamente los futbolistas serán los que formen el equipo. Un grupo que creyó merecer una revancha como si la Selección les perteneciera, pero que creyó acertadamente: la Selección en estos momentos les pertenece. Parte de un problema de conducción del técnico, por supuesto. ¿Alguien cree que a Bielsa, a Gallardo, a Simeone, por citar ejemplos al revoleo, algún jugador o allegado se animaría a intentar armarle un entrenamiento, una convocatoria o un equipo? No. Porque si eso sucediera cualquiera de ellos expondría la situación o simplemente se irían a sus casas, como hizo Martino. Simeone, por caso, nunca quiso saber nada con la Selección desde que es entrenador para no pasar por ese momento tan desagradable como inexorable.

La responsabilidad primaria es del deté: darle la derecha a futbolistas que debieran ser sólo eso. Futbolistas. Y, por supuesto, no armar un equipo que tenga cierta identidad. No armar un equipo, en realidad, porque JS nunca hizo tal cosa. No darles herramientas a unos jugadores con evidentes patologías psicológicas que arrastran desde hace varios años y que cada vez pesan más. Sin un plan, a este equipo le das una trompada y se derrumba. Tiene, lógicamente, la mandíbula floja. Le pegan y se derrumba como un castillo de naipes, entra en pánico porque no tiene una idea, una sola, que lo contenga. El combo entre la improvisación absoluta de este cuerpo técnico, la guirnalda de yunques atada a los tobillos con la que juegan estos jugadores desde hace rato y la responsabilidad adquirida y autoimpuesta de elegir a sus propios entrenadores, sacarlos y ahora hasta de armar el equipo, es letal.

IV. Messi.

Como supongo que les ocurrirá a muchos argentinos, quiero que Argentina salga campeona del mundo esencialmente por Messi. Porque se lo meressi, porque no hay mucho más para empatizar con esta Selección que su propio juego. Messi es, naturalmente, responsable de lo que está pasando en Bronnitsy y en la cancha también. Pero, de igual manera, es una víctima. Sin saberlo, es víctima de que le den un lugar (a él y a Mascherano) que no le corresponde para nada y es víctima de que no se lo hagan saber con claridad. Es víctima de cargar con el peso de nuestros reclamos y de un periodismo berreta, que lo ha criticado por estupideces tales como no cantar un himno que desde hace años sólo se tararea en la previa a los partidos. Ahora bien, duele ver a Messi como se lo vio hasta acá en Rusia. Cabeza gacha, ido, sin participación, deprimido. Contra Croacia, por caso, Argentina jugó con un hombre menos. Si Messi no fuera Messi, si uno no supiera lo que es capaz de hacer dentro de una cancha, lo lógico hubiera sido sacarlo en el entretiempo. Pero nosotros siempre tenemos una esperanza con Messi. Que frote la lámpara, que se ilumine, que eluda a uno o a dos o a tres o a cuatro y duplique el barrilete cósmico de Diego. Estamos equivocados, pero no queremos verlo. No queremos ver que, salvo raras excepciones (Ecuador), Messi no se rebela en la adversidad de jugar en un equipo que no juega a absolutamente nada, que no lo busca ni le da opciones. La foto, ya legendaria, de Messi solo rodeado de cinco o seis islandeses o chilenos o alemanes o filipinos se repite en cada Mundial, en cada Copa América, en cada partido. Y habla de que casi nunca Argentina supo rodearlo. El problema es que Messi, ante ese escenario tan hostil y desolador, casi siempre se va de la cancha en alma y espíritu, la camina sufrido, desangelado, baja los brazos. El pibe juega desde hace casi veinte años a lo mismo, en equipos que tienen una estructura definida, la misma idea, desde que son niños, rodeado de muy buenos futbolistas que también juegan a lo mismo desde siempre o que se adaptan.

Cuando a Messi lo sacás de ese hábitat natural, cuando lo mandás solo a la selva, no es Rambo: su cabeza da error y simplemente se desconecta. Y es un defecto de Messi, pero es un defecto que conocemos desde hace más de una década. Entonces, ¿qué hacen los técnicos? Los técnicos lo mandan a la hoguera con esa premisa futbolística que habla de una insospechada coherencia de proyectos: tirárselas todas a Messi y que se arregle como carajo pueda. ¿Qué hacemos nosotros ante eso? Nosotros lo matamos. Nosotros los periodistas, los tacheros, los dirigentes del treinta y ocho a treinta y ocho y los que quemaron las últimas tres o cuatro camadas de fútbol juvenil, como para asegurar un futuro aún menos promisorio.

V. Nosotros.

Nosotros somos la explicación de absolutamente todos los puntos anteriores.

Y sin embargo ahora, que tenemos una vida más, que volveremos a improvisar como siempre y como nunca, por alguna inexplicable razón tenemos esperanzas de que la cosa empiece a ir bien.