ENVIADO ESPECIAL

Vera es guardia del Metro desde hace más de 25 años. Es una de esas señoras que miran torcido desde una cabinita de hierro oscuro cuando las escaleras mecánicas terminan de hundirse en el fondo de unos de los sistemas de subterráneos más prácticos y grandes de todo el mundo (244 estaciones y este año abrieron ocho más, sacá del medio Larreta).

A diferencia de lo que me pasó hace algunos años, cuando vivía en Moscú y sentía a los rusos más cerrados, ahora Vera me sonríe porque advierte que estoy tarareando un tema de Kino, una vieja banda de rock postsoviética que hoy es de culto.

–Buenas tardes– me animo a decirle en ruso.

–Buenas tardes, bienvenido a Rusia– responde amablemente.

Estamos en la estación Kaluzhkaya, algunos kilómetros al sur de Moscú, algo así como el Lanús de Rusia. Vera sigue sonriendo. Camino unos pasos hasta al andén hasta que la sorpresa por su buena onda me convence de volver hacia ella.

–Soy de Argentina. Muchas gracias– le advierto desde atrás.

–Me gusta Kino, como a vos. ¿Cómo lo conocés?– replica mientras se da vuelta para mirarme.

El Mundial y el verano: la receta contra la mala onda de Rusia

Le comento, como puedo desde mi ruso ultra básico (lo entiendo muchísimo más de lo que lo hablo), sobre los tres años que viví en Moscú. Me vuelve a sonreír mientras la escalera gigante sigue llevando gente al palo y los trenes paran uno atrás del otro en ambos lados del andén central. La charla se pone un poco más compleja, así que acudo a la mejor (y única) arma idiomática que tengo: una ensalada grotesca de ruso mezclado con inglés, muchísima gesticulación y un esfuerzo extra para hacer reir a la persona de turno con la que intento comunicarme.

Cuando yo vivía acá la gente no era tan simpática.

–Ah, el verano. Nos pone contentos. Y el Mundial también. Me gusta ver gente como vos en mi país, interesados en nuestra cultura, usando el Metro como cualquier ruso. Estamos creciendo.

Me despido de la señora Vera y me subo al tren con destino hacia el centro de Moscú, directo a Plaza Roja, aunque se que me voy a desilusionar porque va a estar inundada de arlecos y oportunistas que usan al fútbol como excusa para ir a emborracharse, a buscar relaciones ocasionales, a figurar de la manera que sea. Da igual si es en Groenlandia o en William Morris: la cosita es hacer barullo, el famoso clima del Mundial que tanto se reclama y persigue en los medios de comunicación.

El tren sigue mientras yo advierto que algo está cambiando en Rusia. Los pibes ya entienden más inglés, dejan de a poco el viejo resabio soviético de mirar con desconfianza al extranjero y de mantener todo en silencio. Los carteles del Metro, los de tránsito y los anuncios en los aeropuertos también están en inglés; además del inalterable alfabeto cirílico ruso. El país de Vladimir Putin finalmente se va abriendo al mundo, y quizás no haya vuelta atrás. La supuesta frialdad soviética, esa que genera tanto temor a nivel internacional, pero que también es la principal fortaleza de un pueblo que supo hacerle frente a todos los imperios de la historia, está un poco más lavada.

¿Hasta dónde tiene que cambiar el ruso en su personalidad, en su idiosincrasia, para ganarse el respeto y la simpatía de la comunidad internacional, o sea, la de occidente? Les juro que si viviéramos 6 meses por año con temperaturas bajo cero (bajo cero de verdad, de -15 a -25 grados) y apenas cinco horas de luz solar, pondríamos caras de culo mucho peores que la de los rusos cuando van por la calle durante esas épocas. Es más: no saldríamos de casa.

La supuesta frialdad soviética, esa que genera tanto temor a nivel internacional, ahora está un poco más lavada.

Sigue el tren, y sigo pensando. Mientras la idiosincrasia rusa se debate entre lo que es y lo que debe ser, es bueno aclarar que la falta de hospitalidad del pueblo ruso es un mito. Es cierto que ponen una barrera frente a los extranjeros a la hora de relacionarse. Pero tienen motivos más que suficientes: por acá desfilaron franceses, mongoles, suecos, polacos y alemanes con intenciones conquistadoras.

Los rusos se encargaron de expulsar a todos pagando el estado más caro al que puede aspirar un ser humano: la libertad. Ser libre es carísimo. Estamos hablando de precios desorbitantes, que no tienen que ver con la guita, como el que garparon hace 73 años atrás, poniendo 27 millones de muertos arriba de la mesa para sacar a patadas en el culo a los nazis desde las afueras de Moscú hasta Berlín.

Cuando el ruso supera esa barrera de recelo frente a lo que no es ruso, se transforma en un ser amable, simpático, generoso, hasta denso. Pueden cargosearte durante semanas hasta que accedes a verlos y toda esa calidez te hace sentir por un lado el mejor tipo del mundo, y por otro culpable por no haberles respondido los mensajes un par de días antes.

El tren para en Ojotny Ryad, el punto neurálgico de todo el sistema del subte moscovita. Salgo a la Plaza Roja y encuentro lo que esperaba: una especie de película porno pero sin gente en bolas y todos, pero absolutamente todos, haciendo idioteces. Como una orgía de estupidez multitudinaria. Los rusos miran la situación como pueden e intentan acoplarse. Me doy media vuelta y vuelvo a caminar hasta la estación del Metro. Por primera vez desde que volví extraño la supuesta mala onda de los moscovitas.