Una historia menemista
Contaba con tan sólo siete años cuando Carlos Saúl Menem ganó la presidencia de la Nación. Vivir en un barrio del Fondo Nacional para la Vivienda en Lugano, por aquellos años, implicaba hacer cola para utilizar el único teléfono público de ENTel que existía en todo el complejo de mil edificios repartidos en quichicientos bloques. Creo que había uno más de esas tortugas rojizo naranjas, pero probablemente quedaba más allá del horizonte.
Ser niño en tiempos de crisis institucional, económica y social era complicado: si tus padres no tienen una buena posición económica, difícilmente puedan mantenerte en una burbuja. Más si tenés que coordinar con tu madre qué productos irás a buscar corriendo a determinadas góndolas, mientras ella va a otras, para encontrarnos en la caja número 16 del Jumbo de Lugano, y todo para que nos remarcaran los precios a los productos dentro del carrito y llegar a la caja con la mitad de las cosas que pusimos dentro. La bendita Híper.
La primera vez que tuve noción de lo que significaba la economía fue de pequeño. No recuerdo bien los montos, pero mi abuelo Emilio me regalaba cada sábado una cifra de dinero pequeña que para mí significaba una sola cosa: cada cuatro semanas, un Transformer. Un lunes (en mi barrio nada abría sus puertas los domingos) la acompaño a mi madre al Banco Patricios de Escalada y avenida del Trabajo, como se llamaba en aquellos años a la avenida Eva Perón. Un trámite tonto (pagar la factura de SEGBA) era una aventura tediosa que podía llevar toda la mañana. En el camino quedaba una librería-juguetería (los rubros eran bastante laxos) y le pido a mi vieja que pare, que quería comprar el juguete. Apurada, mi madre me lleva flameando al banco con la promesa de comprarlo a la vuelta. Un par de horas al sol esperando entrar al banco, otro par de horas dentro, cincuenta sellos, y salimos. Al llegar a la juguetería no entendía nada: el dinero que llevaba en la mano no alcanzaba para comprar lo que había visto tan sólo unas horas antes. Mi madre se compadeció y puso la diferencia. Y tuvo que explicarme qué era lo que pasaba, aunque no entendí un carajo.
La tele era un lujo burgués atado a otro lujo: la energía eléctrica. En mi barrio se cortaba la luz religiosamente de 14 a 17 horas todos los santos días del Señor. El sonido de Las Manos Mágicas era casi como la llegada de Papá Noel todas las tardes. La vuelta a la normalidad periódica.
En 1989 ocurre el milagro y nos colocan un teléfono, casi una década después de que mis viejos lo solicitaran. Prestárselo al vecino del depto de al lado fue un grave, pésimo error: a los dos días, la cola del público de ENTel se había mudado al pasillo del primer piso de la torre 17.
Del levantamiento de Seineldín sólo recuerdo a Lalo Mir en la radio pasando “No me dejan salir” de Charly, algo que consiguió la primera sonrisa de mi madre en un día en la que se la veía con cara de incertidumbre. Los chicos son de prestar atención a esas cosas. Tiempo después, comprendería que esos años no fueron tan caóticos como los recordaba: fueron peores.
La llegada de la Convertibilidad tuvo sus brechas generacionales. Era fácil entender que los 10 mil australes perdían cuatro ceros y pasaban a valer 1 peso, y que ese peso equivalía a un dólar. Pero los comerciantes más ancianos del barrio se armaban un matete tremendo y restaban tres ceros, como el sirio que atendía la carnicería del barrio y quería cobrar 70 dólares un kilo de picada especial. De grande recordé esas situaciones y los comprendí: les cambiaron la moneda cuatro veces en un par de décadas. En la economía infantil, encontré mi primer negocio: juntar todas las monedas de plástico de 100, 500 y 1.000 australes para llevarlas a la terminal de subtes de Plaza de los Virreyes donde me las cambiaban por pesos. Me las quedaba, obviamente.
El uno a uno pasó de largo por mi casa. Impactó, sí, pero de una forma distinta a como lo vivieron quienes sobrevivieron mejor a la híper. No tuvimos Miami, no tuvimos Punta del Este, no tuvimos tours de 14 países, 32 ciudades en 7 días y 6 noches por Europa. Pero cambiamos la semana de vacaciones en un camping de Mar de Ajó por 15 días en un chalet en Chapadmalal, un Ford Taunus 1982 por un Peugeot 505 1988, televisión por cable, la primera computadora y mi primer walkman. Y con una buena cuota de esfuerzo de mi parte, mi padre pudo bancar la media beca de una secundaria privada. Para todo lo demás, la ayuda de los abuelos.
Económicamente, ser adolescente durante los tardíos noventa fue, para mí, la gloria. Dos pesos por día alcanzaban para ir y volver del colegio, más un alfajor triple y una coca de cincuenta. La de vidrio. Le decíamos de cincuenta porque eso era lo que costaba: cincuenta. Centavos, no pesos. Con cincuenta pesos podías entrar a Puente Mitre y sentirte Ricardo Fort en Ibiza.
Pero la percepción de un niño posterior adolescente no lo es todo. El lunes 18 de julio de 1994 me encontraba de vacaciones de invierno en la casa de mis abuelos en Mar del Plata cuando, mientras esperábamos que el canal 8 nos pase nuevamente los penales de la final de USA 94 entre Brasil e Italia, una noticia trágica proveniente de Once –cuando no– cambió todo. Aún hoy me cuesta dimensionar lo que fue el atentado a la AMIA y nunca me causó gracia, siquiera, el chistonto infantil sobre el que llamaba para preguntar por Sharon.
Desde el punto de vista revisionista, el menemismo no es fácil. Nos queda demasiado cerca en el tiempo, pero como todo lo que pasa en la Argentina, en 30 años no tuvimos cinco presidentes, sino ocho, producto de una reforma constitucional en la que Menem entregó cualquier cosa con tal de que le dieran la reelección, aunque ello implicara bajar el mandato de seis a cuatro años, y de una crisis terminal que finalizó con cinco presidentes en una semana.
En 2013 pude entrevistar a Alberto Kohan, quien me sopapeó a datos –algunos de ellos dudosamente chequeables– pero que a grandes rasgos enumera el latiguillo de todos los defensores del menemismo: «Recibimos un país con 5.000% de inflación y 60 millones de dólares en el central. Nos fuimos con un país estabilizado, respetado en el mundo y le dejamos a De la Rúa 35 mil millones de dólares. Los más jóvenes nacieron con el celular, luz y gas. Cuando llegamos se cortaba el gas en invierno, no había teléfonos y la luz tenía cortes programados todos los días. No existía el puente Rosario-Victoria, los ríos dragados...este gobierno (por el kirchnerismo) ha tenido la cosecha más alta y los mejores precios de la historia y no es porque llovió mucho. Pero nosotros dragamos los ríos, impulsamos la siembra directa, el polo petroquímico de Bahía Blanca, la ruta 2, que dejó de ser la ruta de la muerte. Nadie hace todo bien, pero defiendo el balance».
Kohan –todavía no entiendo cómo es que conseguí esa entrevista– defendió también los indultos a «militares y a civiles, eso no lo recuerdan» y también las privatizaciones bajo el amparo de falta de dinero e ingresos: «teníamos 20 millones de toneladas de soja a 20 dólares la tonelada». La comparación con el kirchnerismo resultaba exagerada: 120 millones de toneladas a 500 dólares promedio.
Si el peronismo es una religión –de hecho, se vive como tal– en la que Juan Domingo es un dios al que se le tiene miedo –y por eso se le reza a Santa Evita–, Menem ha corrido una suerte similar a la de un Jesús riojano pero con un plus: todos sus apóstoles se comportaron como San Pedro y lo negaron tres veces antes de que cante el gallo. Todos los días por el resto de la eternidad. Muchos de los que aparecieron en la foto de Unidad Ciudadana más Moyano y el kirchnerismo vintage pero que nos presentaron como la unidad del Partido Justicialista, estuvieron con Menem. Muchos de los que hoy están en el gobierno, estuvieron con Menem. Muchos de los que acusaron al neoliberalismo de los noventa fueron los más bellos beneficiados de aquellos años que hoy nos presentan como oscuros. Una diputada provincial apoyaba la privatización de YPF en beneficio de las regalías petroleras que recibiría su provincia, un colega nacional –futuro pelotudo– hacía lobby en el Congreso y fuera del mismo para lograr la reforma de las AFJP, un futuro jefe de Gabinete que administraba la Superintendencia de Seguros en la era de las AFJP, cuando Domingo Cavallo era Gardel, Lepera y sus guitarristas, cuando Diego Armando llevaba como remera el «Gracias Mingo». Un candidato a presidente fallido que encontró un buen laburo en la cámara de diputados luego de quedarse sin la empresa de papá. El menemismo no discriminaba a nadie, hasta el punto de que Evangelina Salazar llegó a ser convencional constituyente en la reforma de 1994. Felipe Solá, Eduardo Duhalde, Néstor, Cristina, Pichetto, Scioli, Manzano, Aníbal, Parrilli, Bielsa, Massa, Filmus, Scoccimarro, Alak (que llegó a organizar una marcha para exigir la liberación del ya expresidente detenido en el penal de Gostanián), y siguen las firmas.
El discurso y la batalla cultural es una herramienta más que poderosa para construir poder. Quizá Menem no sería hoy discutido si no hubiéramos tenido gobiernos como los que vinieron después. Quizá la historia le habría deparado el destino que le depara a cualquier otro presidente, de esos que en un par de décadas cuestan mencionarlos correctamente en el orden cronológico. Un presidente que venía de ser preso de la dictadura (y por unos años, no por quince días tres meses antes de que llegara la dictadura) y que su primer indulto se lo otorga «sacrificando convicciones partidarias y personales» a Albano Harguindeguy: el principal responsable de su prisión. Podía fallar la cuestión de los indultos, pero fue lo que le pintó en aquel entonces bajo el mismo paraguas que utilizó para las privatizaciones y la reestructuración del Estado: el pragmatismo. La historia sólo recordará los indultos a los militares y no al resto. La historia tampoco recordará que el redactor y principal gestor de aquellos indultos fue un oficial montonero.
Consumismo americano a la argentinian way con indultos, indemnizaciones y José Luis Cabezas. Verticalismo autocrático con inserción en un mundo que vivía en crisis económicas globales con nombres de bebidas blancas: tequila, vodka, saque, caipirinha. Modernización tecnológica y promesas de viajes estratosféricos. Cultura popular con liberales cooptados y el nacimiento de un latiguillo a fuerza de imagen positiva: si casi todos votaron alguna vez a algún peronista, y es tan abarcativa la forma de interpretar la ideología del gobierno dependiendo del presidente de turno, “todos somos peronistas aunque no lo sepamos”.
Una corte adicta, ciudades que volaban por los aires, moralina extrema para que el presidente repudie la visita de los Guns N’ Roses por pervertir a la juventud pero se saque una foto con los Rolling Stones que… bueno, son los Stones.
También era la época. Monseñor Quarracino pidió que todos los homosexuales vayan a vivir a una isla. A riesgo de quedarse sin curia, el arzobispo de Buenos Aires lo dijo y no pasó de un par de tapas de diarios. Buenos Aires No Duerme, una fiesta de una semana en el desaparecido Centro Municipal de Exposiciones fue un cruce moral entre la Nación y la Ciudad ya Autónoma de Buenos Aires. ¿Motivos? La moral juvenil.
Nosotros –los de mi edad, los de mi grupito– puteábamos a Menem sin mucha consciencia de por qué lo hacíamos. Así se cantaban consignas en contra de la policía por Bulacio en cada uno de los conciertos de las bandas que, gracias a las bondades del uno a uno, venían una tras otra: Bowie dos veces, Nirvana, Prince, los Guns, los Stones, Michael Jackson, Madonna, Tina Turner, Paul McCartney, Metallica, Ramones, Oasis, AC/DC, Aerosmith, Blur, No Doubt, Bob Dylan, Elton John, Clapton, INXS, U2, Paul Simon, Phil Collins, y la lista sigue al infinito y más allá. Época dorada de una Rock and Pop obligatoria, Cemento, MTV, Much Music, la decadencia maradoniana y el ascenso de la leyenda, Tato, Les Luthiers, Chachachá, Fernando Peña y los viernes de trasnoche con Alejandro Dolina sin tener que hacer terapia por semanas para justificar ideológicamente el consumo de ninguna de esas cosas.
Increíblemente, con tamaña invasión la cultura entró en un proceso de pauperización que no se notaría en su totalidad hasta la explosión de diciembre de 2001. No es que uno sea un exquisito de la vida, pero que en las fiestas en la Quinta de OIivos –sí, la fiesta era real– se viera a la crema de la crema bailando al ritmo de Ráfaga y Grupo Volcán era un poco fuerte incluso para quienes vivíamos en Lugano y juntábamos las monedas para poder ir a Obras. A nosotros nos dolió que Rata Blanca tocara en Metrópolis. Hoy Calamaro graba con los Palmeras.
Quizás el menemismo no nos hundió culturalmente, sino que nos mostró como realmente somos: personas dispuestas a gastar como si no hubiera un mañana, porque el consumo es más importante que uno o dos detallitos institucionales, y que en el sueño de ser primer mundo lo vivimos precisamente como eso, como un sueño, sabiendo que tarde o temprano tenemos que despertarnos y probablemente sea lunes y haya que salir a trabajar 14 horas para pagar una tele que no necesitábamos, pero estaba en oferta.
Y en eso andaba pensando cuando me entero que se cumplen 30 años de una elección que no recuerdo que inició un largo mandato que sí recuerdo. Mucho análisis profundo pero a los que no teníamos que sacar cuentas para llegar a fin de mes o pagar tarifas dolarizadas o no fuimos parte de la tasa de desocupación, sólo nos rige la melancolía del micromundo aislado de la realidad. Mi percepción de las cosas, la verdad que recuerdo, que no es otra cosa que nostalgia por una época en la que habría sido feliz bajo cualquier contexto: no es el recuerdo de Menem lo que me melancoliza, si no la lejanía de la adolescencia.