Por Gustavo Ferrari Wolfenson (*)

Hoy cumpliría 120 años don Arturo Humberto Illia, un señor presidente de un país que ya no existe y de una Argentina que a partir de su mandato se ha ido consumiendo en la vieja nostalgia del haber sido y del dolor de ya no ser.

Era la época en donde los presidentes viajaban en metro o subterráneo y se sentaban en cualquier lugar a tomar un café o comer algo para llenar el estómago. Don Arturo lo hacía en el viejo restaurant Arturito de la calle Corrientes donde pedía siempre una milanesa y un cuarto de vino que la casa nunca le cobraba.  La gente al verlo siempre lo aplaudía  y él, vestido con uno de esos tres trajes que declaró dentro de sus bienes personales, cargaba siempre esa sonrisa bonachona que acompañaba con el famoso té de peperina que tanto lo ligó a su imagen.

En el año 1966 fue derrocado por unas fuerzas armadas que se habían convertido en voceros de quienes sentían que el gobierno honesto, transparente y confrontativo frente a las grandes corporaciones,  inclusive las sindicales,  les molestaba.

Illia marcó en su gobierno una actitud que en la Argentina nunca más se repitió, la austeridad democrática y republicana y esa conducta ejemplar que jamás se reconoció como ejemplo, sigue haciendo estragos en una sociedad que sólo reconoce los héroes surgidos productos de la frivolidad o de la mercadotecnia de la información.

Feliz cumpleaños, Arturo Illia

Corría el año 1968, mi padre Bruno Ferrari Bono, entonces funcionario de las Naciones Unidas dirigía un proyecto de cooperación internacional hacia el desarrollo en Oaxaca, provincia del sureste de México, de población mayoritariamente indígena. Muy cerca de allí, se sitúa Guelatao, pueblo de pastoreo donde había nacido Benito Juárez, el personaje más importante de la historia libertaria del país.

Eran como las cuatro de la tarde y un asistente de mi papa llegó corriendo a su oficina, diciéndole: “Ingeniero, su presidente está en la cafetería del hotel Marques del Valle”. Papá se dirigió al lugar y ahí estaba Don Arturo, tomando efectivamente un té de yerbas y conversando con la gente. Al verlo le dijo: “Estaba preguntando por usted, me habían dicho que aquí estaba trabajando un ingeniero argentino y quería saludarlo”. Recuerdo que mi padre lo dejó unos minutos en el hotel y llegó a la casa a buscarnos para que fuéramos a verlo. Estuvimos toda la tarde con don Arturo charlando con él.

Yo tenía 13 años y recuerdo que me acarició la frente como todo médico de pueblo trataba a sus pacientes, con bondad. Estuvo hablando de su viaje, invitado por la Universidad Nacional Autónoma de México para dar unas charlas y que con eso se mantenía económicamente, pero que no quería irse del país sin haber visitado el lugar de los orígenes de su admirado Benito Juárez. Había enviudado hace poco.

Nos preguntó si necesitábamos algo, si queríamos que les llevara alguna carta o encargo a nuestros familiares en Argentina y cuando mi padre le confió que le había comprado una lupa especial a mi abuela recién operada de cataratas, él gentilmente se ofreció a llevársela, pidiéndonos, únicamente, que avisáramos que él mismo llamaría para que al atender el teléfono y decir quien hablaba no creyeran que era una broma.

Subimos a su cuarto y en esa austeridad propia de su persona, recuerdo una soga atravesada en su habitación donde tenía secando su ropa interior que él mismo había lavado la noche anterior.

Luego de unas semanas recibimos un llamado de mi abuela. Efectivamente don Arturo la había llamado. Lo primero que le dijo: "No me corte soy el doctor Illia y le traigo un regalo de su hijo. Si gusta se lo llevo yo personalmente".

Años después cuando regresé al país, lo volví a ver. Ya estaba muy viejito, pero recordaba con precisión aquel viaje a Guelatao, cada cosa y a cada persona que había visto y me preguntó por mi familia. Al hablar de la política argentina recuerdo que me dijo: “Por menos del 10 por ciento de las cosas que hacen ahora, me derrocaron”. Sus palabras fueron un epitafio.

La historia republicana de nuestro país ha seguido su rumbo y quizá su retroceso. Las lápidas son el mejor homenaje hacia aquellos que no son reconocidos en vida. Nunca más un presidente renunció a los fondos reservados y más aún murió en una casa que fue donación de sus vecinos. Aunque muchos hoy cobran altísimas pensiones por haber estado un solo día en un puesto público, don Arturo terminó en la mayor pobreza franciscana, ayudando a un amigo atendiendo una panadería.

Pero así fue el, el médico rural de pueblo, el hombre que creía en la democracia republicana y dio su vida a su servicio, el médico que curaba almas más que enfermos, el abuelito que acariciaba a los jóvenes y jamás dejó de pregonar que “la estabilidad y el progreso de la sociedad dependen en grado decisivo de la calidad humana de sus componentes”.

Feliz 120 aniversario don Arturo.

(*) Doctor en Ciencia Politica y Relaciones Internacionales es consultor para organismos internacionales  en temas de fortalecimiento de gobiernos.