Deadline para un gobierno que nace
Hay un árbol de posibilidades que contempla el gobierno argentino. En ese árbol, el default es una rama que se ve bien clara. Ante el monstruo de una deuda con vencimientos de cortísimo plazo, Alberto Fernández no tiene margen ni siquiera para empezar a proyectar con certeza las líneas principales de lo que pretende para su mandato. Todo está pendiente de ese hilo envenenado.
En la recta final de una pulseada vital, el Presidente aparece en una posición de debilidad constante ante la ofensiva de los bonistas que tienen sus intereses sobrerepresentados en la crónica cotidiana. Mientras abundan los defensores irrestrictos de las ganancias de los fondos de inversión, son contados los actores de peso que respaldan a una administración que, a poco de asumir, aparece contra las cuerdas. ¿Quién apoya al gobierno en la pelea con los acreedores que muestran los dientes como hienas?
Después de recibir a los enviados del Fondo, Martin Guzmán viajará a Arabia Saudita en busca de alcanzar una meta ambiciosa: que Kristalina Georgieva manifieste en público lo que reconoce en conversaciones privadas y que su tibia autocrítica entre en el terreno donde se cruzan lo concreto y lo urgente.
La directora del FMI admite que la descomunal deuda argentina que Mauricio Macri multiplicó -en alianza con Donald Trump y Christine Lagarde- no es sostenible y que tiene que ser reestructurada. Pero por vocación, estrategia o límites a su propia autoridad no lo dice a la velocidad que el gobierno del Frente de Todos lo necesita.
Si lo hiciera, debería aceptar que Argentina no tiene tampoco los dólares para devolver el préstamo de U$S 44.000 millones que tomó con el organismo y extender los plazos de esa devolución más allá de 2021. Lejos de una quita como la que reclamó Cristina Fernández desde Cuba, el Presidente y su ministro de Economía se contentarían con ese gesto. Sería un respaldo a tiempo en medio de una puja cada vez más tensa con los fondos de inversión, mientras los buitres sobrevuelan otra vez el fin del mundo, atraídos por un olor nauseabundo.
Mientras abundan los defensores irrestrictos de las ganancias de los fondos de inversión, son contados los actores de peso que respaldan a una administración que, a poco de asumir, aparece contra las cuerdas.
Tal vez sea demasiado pedirle al “Nuevo Fondo” del que habló el Presidente, más después de haberle negado la posibilidad de conducir el proceso para reestructurar la deuda. Demandaría un compromiso mayúsculo, similar al que tuvo Lagarde para sostener a Macri al borde del precipicio y tendría una única contraprestación: tratar de evitar que el nombre del FMI vuelva a quedar asociado a la crisis terminal y la cesación de pagos.
La presentación de Guzmán en Diputados terminó de aclarar el panorama. El gobierno de los Fernández tiene una preferencia pero se dice atado a una prioridad.
La preferencia es desactivar la bomba como enseña el manual de los profesionales y resolver todo “de forma ordenada”, tal como afirma el ministro en clave diplomática.
Pero según dicen en Casa Rosada, la prioridad está antes: es evitar que la carga de la deuda genere una dinámica autodestructiva y desestabilizante. El plan va a contramano de lo que hacen la mayoría de los países sobreendeudados que, ante la presión de los bonitas, siguen negociando y pagando intereses altos mientras avanzan en un ajuste mayor. Eso, afirman en el peronismo, no va a ocurrir en Argentina.
Antes, está la posibilidad concreta de dejar de pagar la deuda y retornar al submundo del default. Nunca como en esta ocasión el término deadline aplica al caso argentino.
En el peronismo afirman que está la posibilidad concreta de dejar de pagar la deuda y retornar al submundo del default.
Atentos a la platea que los contrata, los consultores del mercado se mueven entre la incredulidad y la histeria. Remarcan que el país de Fernández y Guzmán no tiene ninguna de las ventajas que tenían Néstor Kirchner y Roberto Lavagna en 2003. Como le dijo el director de Ledesma, Gabriel Caamaño, a La Nación: “En ese año, la economía estaba estabilizada, había crecimiento por tercer año consecutivo, la inflación era de un dígito, había superávit gemelos, el contexto internacional era óptimo, Brasil traccionaba como una locomotora y los acreedores venían de cuatro años sin cobrar. Entonces, la Argentina se sentaba desde una posición negociadora completamente distinta. Hoy los acreedores se sientan y ven que el que necesita no caer en default es la Argentina”.
En la lógica del neoperonismo gobernante que Guzmán blanqueó en el Congreso, si hay perdidas, serán para todos y la ruina será generalizada. En Economía afirman que los grandes hedge funds que filtran a los medios amigos sus pareceres atentan contra sus propios intereses y bajan así los precios de los bonos. Es un daño colateral de una situación beneficiosa en la que sus puntos de vista dominan la discusión del día a día, aunque aparecen sin coordinación aparente. “Hacen bien en atacar individualmente, pero cuando lo hacen todos juntos se hacen daño a sí mismos”, dice un funcionario que trabaja por la “reestructuración profunda” de la deuda.
Se acepte o no, el peronismo está en una situación inédita, una estrechez bastante parecida a la asfixia. La bomba no terminó de estallar y el default aparece por primera vez como un camino posible. Sólo un elemento no se condice con la emergencia: la distancia con la que la mayor parte de los votantes del Frente de Todos miran la escena que altera los nervios de los grandes especuladores y pone en juego la suerte del gobierno.
Como si el panperonismo fuera una fuerza dormida y sin dirección, que no se prepara para asumir la posibilidad real de un acuerdo que fracasa. Y de sus consecuencias.