Las dos independencias
Roma no se construyó en un día. Ya vimos que a este baldío hubo que fundarlo dos veces, la primera salió mal y la segunda más o menos. Después formamos un gobierno patrio, pero tampoco tan independiente, intentamos una forma representativa, pero terminamos centralizando todo en tres porteños, hasta que vimos que para qué centralizar en tres, si podíamos centralizar en uno. Qué notable.
Y mientras procrastinábamos, ni independencia ni constitución. Para colmo de males, ya el Rey Fernando andaba con ganas de recuperar lo que había heredado y teníamos a los Belgrano, Güemes, Rondeau, San Martín, Díaz Vélez, Brown y varios más rompiéndose los cuernos con los realistas, ya fuera en el norte o en el Río de la Plata.
De casualidad no fuimos colonia inglesa y el que nos quiso regalar terminó exiliado en Brasil.
Y ahí estamos ya, si no con ganas, con necesidad de independizarnos. Entonces, viene la casita de Tucumán. Al margen, nunca le diga a un tucumano “la casita” y, si lo hace, asuma usted mismo las consecuencias.
Pero antes vamos a hacer una escala que el colegio, seguramente, se habrá olvidado de contarnos, porque a los colegios a veces se les pasa contarnos cosas. Sobre todo, aquellas cosas que le causaron dolor de cabeza al poder de turno.
Resulta que para 1815, Artigas ya había rechazado el convite de Álvarez Thomas de emanciparle la Banda Oriental para que se dejara de escorchar con las provincias del litoral. Y no solo lo rechazó, le subió la apuesta proponiendo un tratado que reconociera el federalismo, indemnizaciones y armamento para su provincia. Risas.
Así que el caudillo oriental, se puso a las cosas y convocó a las provincias de la Liga de los Pueblos Libres al Congreso de Oriente -o de los Pueblos Libres-, en Concepción del Uruguay.
Asistieron representantes de la Banda Oriental, de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, las misiones y una parte de Córdoba. La idea de la Liga era federalista, popular, americanista y antiporteñista. Además, los diputados eran elegidos por el voto popular, siempre de los vecinos más vecinos que otros, pero por voto. Y, a su modo, un poco rústico tal vez, declararon la independencia.
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Pero pasó este Congreso, sin documentación que lo inmortalizara, ni gobierno central al que le importara. De hecho, cuando una comisión fue a Buenos Aires a llevar las buenas nuevas terminaron todos a bordo de un barco, custodiados por el Almirante Brown, mientras Álvarez Thomas mandaba una expedición de uniformados a poner orden en Santa Fé. Cosa que ya habíamos visto que terminó para el demonio.
Mientras, se les volvió a ofrecer la independencia de la Banda Oriental, cosa que evidentemente Buenos Aires quería sacarse de encima, y con Artigas incluido. Total, el no ya lo tenían.
Pero habíamos quedado en que habían depuesto a Alvear, agarró Álvarez Thomas el interinato y los revolucionarios de esos días habían exigido un Congreso General Constituyente. Así que se convocó, porque lo prometido es deuda. Y en Tucumán.
Las provincias que habían participado del Congreso de Oriente no mandaron representantes, ya habían cumplido el trámite, salvo la otra parte de Córdoba, porque siempre mejor con Dios y con el Diablo. Paraguay se negó a participar. Tres provincias del norte habían caído en manos realistas, y al sur y al Gran Chaco los consideraron despoblados y en dominio indígena.
El resto eligió a dedo a sus representantes y los mandaron a cumplir con el mandado.
A la sazón, el 24 de marzo de 1816, dijeron somos los que estamos, estamos los que somos, y arrancaron. Una de las primeras cosas que hicieron fue designar a Juan Martín de Pueyrredón y O'Dogan como Director Supremo. Porteño, si, pero que representaba a San Luis. Y no me van a creer, pero uno de los secretarios fue Juan José Paso, un planta permanente y, evidentemente, con tutela sindical.
Después vino lo más difícil, que no era independizarse, lógicamente, sino definir las atribuciones, las autoridades y los alcances del Congreso. Hasta que algunos diputados, como los de Cuyo, pidieron que se debatiera la cuestión de la independencia que, al fin y al cabo, para eso habían ido, en carretas, vagando meses por caminos inhóspitos.
Finalmente, el nueve de julio, e “invocando al Eterno que preside el universo”, se aprobó por unanimidad el Acta de la Independencia.
No sabemos si con mucha o poca angustia, porque no lo dice, pero se aprobó. Reza el Acta que es voluntad de las Provincias “romper los violentos vínculos que los ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojados, e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando séptimo, sus sucesores y metrópoli”. Fue con el voto de 29 diputados, de los cuales 12 eran personal de tierra del Eterno que preside el universo.
El 21 del mismo mes se juró la independencia ante el gobernador, el clero y el General Belgrano. En la jura, por las dudas, se agregó, por moción de Medrano, la fórmula de oponerse “a toda otra forma de dominación extranjera”, dejando de lado a los anglófilos e ignorando todo lo que iba a caernos por la cabeza en este vecindario.
Y entonces despacharon unos Glovo -cuya razón social todavía era chasquis- con 1500 copias del Acta en español y otras tantas en aymara y quechua, inclusivo, como para llegar a todos. Y así, nos pusimos los pantalones largos.
No llegó a decidirse en ese momento la adopción de una monarquía constitucional con un Inca como soberano, como pretendían San Martín y Belgrano.
Tampoco se resolvió la cuestión de la forma de Estado, unitaria o federal, se pateó la pelota para adelante, hasta mejor proveer. Ya los portugueses habían tomado la Banda Oriental, la relación entre Buenos Aires y los caudillos del interior se tensaba y la unidad del país ya era una alucinación. El horno no estaba para bollos, digamos.
Y mientras Güemes seguía con su defensa heroica del norte y San Martín se preparaba para cruzar los Andes y liberar países, el litoral se entregaba a la autoridad de Artigas y el Directorio se debilitaba frente a caudillos como Francisco Ramírez, Estanislao López o Juan Bautista Bustos. Y otra vez, todo se iba al carajo. Como para no perder la costumbre.