El radical menos pensado, Marcelo T. de Alvear
Estamos en 1922, con YPF recién fundada, los muertos del mundo todavía frescos y con Yrigoyen teniendo que elegir un delfín para sucederlo. Eligió a Marcelo T. de Alvear, hijo de Torcuato, el intendente que dio rasgos europeos a la opulenta Buenos Aires y nieto de la escoria de Carlos María.
También había sido secretario de Alem e instructor de esgrima de don Hipólito cuando le dio por batirse a duelo con Lisandro de la Torre, al que le marcó la cara y lo condenó a vivir con barba por el resto de sus días.
Convengamos que al tal Marcelo lo miraban con un ojo torcido. Venía de una familia emparentada con el viejo régimen y casado con una cantante lírica, la portuguesa Regina Pacini. Eso había generado un revuelo de tal factura que tuvo que ser Julio Roca el que bendijera la unión invitándolos a un ágape como invitados de honor, y encima, era terrateniente porque había heredado unas cuantas parcelas familiares.
Quién era Marcelo
Pero la cosa es que el tipo era radicheta de la primera hora, hasta había abandonado una velada de teatro para ir a una revolución y se había puesto al hombro la organización del mitin de Jardín Florida donde pusieron en carrera de nuevo al tío Alem.
Alvear había vivido de rentas en París durante los primeros años de su matrimonio, pero volvió en 1912 a dar una mano como diputado y presidente del Jockey Club.
Así que Yrigoyen lo favoreció, nomás. Tenían buen feeling, pero, además no era ni la oposición dentro del partido como para desplazarlo ni más de lo mismo como para exiliarlo en el olvido. Aparte venía de ser embajador en París, así que estaba ausente de la rosca local. Eso sí, de vice le clavó a Elpidio González, a modo de comisario.
Pasó fácil el filtro de la Convención Radical, esa noble institución y, sin mucho más esfuerzo, se convirtió en presidente de esta condenada nación.
Época de grietas
A este la cosa también lo agarró en la ciudad luz, así que pegó la vuelta no sin antes ser arrullado por los reyes de Italia, Vittorio Manuel III, de Inglaterra, Jorge V y de España, Alfonso XIII. De escala paró en Brasil y Uruguay donde también fue cortejado. Ya en Buenos Aires, el “peludo” lo abrazó en la escalera del barco y le habrá deseado suerte.
El delfín, como siempre, salió tiburón. Nombró el gabinete como le salió de los huevos. En Marina metió a Domecq, un paraguayo nacionalizado argentino, sobreviviente de la masacre de Acosta Ñu que había sido el encargado de reprimir huelgas a puro plomo en el período anterior y a un tal Agustín Justo en el de Guerra. De este último ya vamos a saber más en un par de semanas.
Como acá cambiamos de ropa, pero no de costumbres, no nos quedó otra que partir la cosa en dos, armar una grieta y dedicarnos a lo único que sabemos hacer: matarnos entre nosotros. La joda se iba a dividir entre “personalistas” y “antipersonalistas”. Los primeros de Yrigoyen, los otros de Alvear.
El despelote empezó por el Congreso, donde los senadores antipersonalistas le estropearon la vida a Elpidio, que hacía todo lo posible por estropearle la vida a Alvear. Mientras que los diputados personalistas cajoneaban los proyectos del Ejecutivo, como si fueran algún impuesto a las grandes fortunas o se levantaban para dejarlo sin quórum.
Años de grandes avances
La cosa andaba económicamente. Estábamos en la posguerra y la reactivación del mundo hizo que nos compraran nuestras cosechas, sobre todo de cereales y carnes. Se activaron inversiones extranjeras, creció la inmigración y se valorizó la moneda a punto tal que llegó a valer más que el dólar –imaginen el peso blue cotizando en Wall Street-.
También se reabrió la caja de conversión y fuimos un excelente candidato a deudor para los amigos de Morgan, quienes nos aseguraban crédito ilimitado en caso de una corrida cambiaria.
Asimismo, se construyeron los ministerios de Hacienda, Obras Públicas –corta la 9 de Julio- y el edificio del Banco Nación, en el hueco de las ánimas, hoy sucursal Plaza de Mayo, donde una extracción por caja lleva más tiempo que una pausa de Masterchef.
Puso en marcha YPF, fundada por Yrigoyen, con el General Mosconi al frente, y la refinería de La Plata. Llegó a producir lo mismo que producían las extranjeras que eran dueñas de las concesiones en todo el país, que se fueron cayendo una tras otra. La seguridad jurídica no sabe de negocios, mis amigos.
El gasto público creció, se sancionaron leyes previsionales como la jubilación de bancarios y maestros, se reglamentó el trabajo de la mujer y de los menores, y la obligatoriedad del pago de salarios en moneda nacional.
También renovó el armamento –a Justo le interesaba esto–, se abrió la fábrica de aviones de Córdoba y se instaló la base de submarinos en La Feliz, donde Marcelo descansaba en los veranos. De paso se despachó con diez intervenciones federales, según los cánones democráticos de la época.
Entre inauguraciones y pendientes
Nos entreveramos con el Vaticano por la sucesión del arzobispo Espinosa, vinieron de paseo el príncipe de Italia, Humberto de Saboya, y el príncipe de Gales, Eduardo. Además, nos visitó Einstein. A instancias de la primera dama, se creó la Casa del Teatro y se inauguró el Teatro Cervantes.
Se puso en marcha la radio municipal que pasaba en vivo las obras del teatro Colón y se estableció la comisión que compondría el himno, aunque luego tuvo que crear otra, menos disruptiva, que sugirió volver a una versión más fiel a la anterior, de Esnaola.
El 6 de julio de 1924 habrá sido un día inolvidable en la presidencia para don Marcelo, cuando le tocó dar el puntapié inicial en la inauguración de la cancha de Boca. El Xeneize venció a Nacional de Montevideo por 2 a 1 con goles de Tarascone y Pertini. Como reza la columna de Guerrero (P) en Muy Boca, son todos de Boca.
Se fundó Villa Regina –la misma motivación que Ciudad Evita– en terrenos comprados por la Compañía Ítalo Argentina de Colonización, adonde fueron a morar numerosos inmigrantes italianos. Se resolvieron límites con Bolivia, se cortó la comunicación con las Islas Malvinas y se actualizó el correspondiente reclamo.
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El segundo mandato de Yrigoyen
Pocas veces se lo volvió a ver con Yrigoyen, como el día que inauguraron juntos el monumento a Alem. Pero ya no había vuelta atrás, el partido se había dividido y así irían a las elecciones de 1928, las primeras con Mirtha Legrand como testigo. Antes, Alvear rechazaría intervenir la provincia de Buenos Aires y le tendría que bajar los humos a Justo que quería cargarse a los personalistas por las armas.
La simpatía popular se inclinaba por el caudillo y Alvear era visto como un conservador cada vez más rodeado de figuras de la república anterior. Mientras los antipersonalistas acusaban a Yrigoyen de ser un populista que viciaba la política. Infumables.
Los personalistas fueron con la dupla Yrigoyen–Beiro y los antis con Melo–Gallo. Los conservadores del hijo de Roca se abstuvieron, pero con apoyo a los antipersonalistas. Y, paliza mediante, Yrigoyen volvió al poder.
En el acto de asunción del caudillo, cuando alguien gritó “traidor”, Alvear se quiso ir a las manos y tuvieron que frenarlo para que la cosa no se fuera al carajo.
Pero como decía Heráclito de Éfeso, “nadie se baña dos veces en el mismo río”. Y ahí vamos, a inaugurar una nueva etapa de estupidez en nuestra historia.