El pueblo quiere saber de qué se trata
Entonces, a las cosas. El 24 de mayo a la noche Saavedra y Castelli se presentaron ante Cisneros para decirle que, a como venía el mazo, se pudría todo nomás. Así que el exvirrey, que quería pasar la noche en paz, les prometió renunciar.
Pasó la noche y llegamos al famoso 25 de mayo. Desde bien temprano la gente se juntó en la Plaza de la Victoria y la Junta se constituyó formalmente a las nueve de la mañana, con una gran idea de su presidente. Es que al no renunciado Cisneros, se le ocurrió reprimir a los manifestantes que estaban ansiosos al grito del hit: “El pueblo quiere saber de qué se trata”.
Pero afuera ya estaba armada la milonga. French y Beruti seguían con su costumbre de repartir escarapelas rojas y blancas, para mantener el orden y administrar el desorden. Por su lado, los jefes militares se pasaron por la bisectriz la posibilidad de reprimir a nadie. De hecho, le contaron al señor exvirrey que, de dar semejante orden, sus tropas no iban a responder y que el estofado se iba a echar a perder, empañando la fiesta, lo que, de verdad, sería una lástima.
Con este cuadrito, el gallego no tuvo otra que concretar su promesa de la noche y renunciar “en consideración por la tranquilidad pública y precaución de mayores desórdenes”, qué detalle, miren. Cumplida semejante formalidad se dio lugar, entonces, a la conformación de la nueva Junta.
Y, continuando con nuestra historia de los balcones, ahí salieron los flamantes miembros a ratificar lo elegido por el pueblo, aunque en la Plaza ya quedaba poca gente, porque llovía, porque era tarde y porque no había muchos paraguas para cubrirse de la lluvia. Eso era para algún que otro cajetilla, que se hubiera podido importar alguno desde Inglaterra.
Pero, cuando ya de tan felices estábamos por comer las perdices, Leyva vino con que con tan poca gente en la plaza, no lo iban a correr, ni qué tanto. Y la cosa se espesó al punto que hubo que usar la amenaza de la fuerza militar -y de la popular también, por qué no– advirtiendo que, ni bien se tocara la campana del Cabildo -o la generala, porque ya Liniers había mandado a sacar el badajo de la campana después de la asonada de Alzaga-, se abrirían las puertas del mismísimo infierno.
Y como la violencia es mala consejera, pero es consejera al fin, para evitar el desmadre, se leyó y ratificó el petitorio popular que, según la chusma, surgió de un escrito regenteado por los infernales French y Beruti:
En nombre de “los vecinos, comandantes y oficiales de los cuerpos voluntarios de esta capital de Buenos Aires que abajo firmamos por nosotros y a nombre del pueblo…”, que se cumpla la voluntad del Cabildo Abierto del 22 de mayo.
El petitorio venía con la friolera de 400 firmas, bien arriba las de los comandantes de los cuerpos formados a partir de las invasiones inglesas, luego los vecinos y más abajo, pero no menos importante, la del dúo dinámico, quienes cincelaron su firma “a nombre de 600”, en representación de los milicianos que comandaban. Todo esto en hojas membretadas y con sello de la realeza como para que la papeleta fuera de lo más oficial.
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La conformación de la Junta
Estaba formada por nueve miembros, e integrada con la siempre sana intención de permitir a casi todo el villerío mojar su pan en la salsa, así que se tuvo en cuenta que hubiera representantes de acá y de allá, siete criollos, y dos españoles.
Se pretendió que tuvieran sus sillas los cuatro sectores sociales más representativos, cuatro abogados –siempre imprescindibles-, Belgrano, Castelli, Moreno y Paso; dos militares –los dueños de la pelota, la cancha y las camisetas-, Saavedra y Azcuénaga; dos comerciantes –el círculo rojo-, Larrea y Matheu; y un sacerdote –cuándo no-, Alberti.
Además se buscó la representación de los tres partidos revolucionarios, a modo de Frente o Alianza, como para entenderlo en términos de nuestros días, con tres miembros cada uno; los moderados, Saavedra, Azcuénaga y Alberti; los carlotistas, Castelli, Belgrano y Paso; y los alzaguistas, Matheu, Larrea y Moreno. Lejos estábamos de pelear el cupo femenino, claro.
Por supuesto, además, había que resolver un par de cuestiones políticas, así que la Junta se pronunció fiel al Rey, pero no juró al Consejo de Regencia de España e Indias. Con esto se evitaba darle tono revolucionario a la cosa, ganar tiempo político y organizar la causa patriótica que tampoco era moco de pavo. A esta falsa fidelidad al querido Rey se la llamó la Máscara de Fernando VII, de bastante mal gusto. porque era muy feo el pobre.
El día terminó con Saavedra hablándole al pueblo bajo la lluvia, y yéndose al Fuerte con el calor de las masas, entre salvas de artillería y toques de campana, y con Cisneros mandando un mensajero a Córdoba para pedirle a Liniers que iniciara una contrarrevolución, armando así un nuevo cachengue, que ya veremos.
El 26 de mayo la Junta emitió una proclama informando su obra y gracia a sus habitantes y a los pueblos del interior y dándose en llamar Junta Provisional Gubernativa de la Capital del Río de la Plata –ni más, ni menos- y el 27 cumplió con su compromiso de invitar a los diputados de los pueblos del interior. Aunque no todo el interior estaba de acuerdo con este fardo, del que, por cierto, nadie los había participado en honor a la urgencia.
Y así fue como se formó nuestro primer gobierno patrio, o algo parecido. Los grupos que hicieron esta revolución conformaron una alianza útil para relevar al Virrey del poder y acceder a él, pero una vez conformada la Junta, aparecieron las grietas.
Por un lado, estaban los progresistas, como Moreno, Castelli, Belgrano o Paso, quienes con sus ideas liberales europeas pretendían una importante reforma política, económica y social. Del otro, los militares y burócratas, encabezados por Saavedra, interesados en remozar los cargos desplazando a los españoles, pero heredando sus dispensas y atribuciones. Y finalmente, los comerciantes y hacendados que privilegiaban la visión economicista, sobre todo a la apertura o no del comercio con los ingleses.
Se engendraba la Argentina, aunque todavía llevaría años darle forma para que empezara, más o menos, a andar. Pero nada de lo que vendría después sería casualidad.