El fin del roquismo
Don Julio Roca nos dejó un paquete de regalo. La tendríamos que haber visto venir cuando el tal Quintana le renunció a Sáenz Peña al ministerio del Interior para retirarse de la vida pública. Pero volvió, a los meses, para calmar una cebollera en el interior a puro estado de sitio y bala de plomo. Es que acá nos espabilamos. Y así nos fue, nos va y nos irá.
Don Manuel Pedro Quintana se nos hizo presidente. Un tipo que supo ser diputado provincial mitrista, y después alsinista cuando se les ocurrió lo de federalizar a la opulenta Buenos Aires. También fue diputado nacional y ahí metió el proyecto de nombrar a Rosario Capital Federal, cosa que le aprobaron, pero le vetaron inmediatamente.
A su vez, fue senador nacional y enviado de Sarmiento para finiquitar el tratado de paz de la guerra con Paraguay, donde perdimos absolutamente todo (salvo la vergüenza, que ya era irrecuperable). Perdió la presidencial con Avellaneda y fue rector de la Universidad de Buenos Aires (UBA). No era tampoco la gran cosa. Pero obediente, y ya mitrista de nuevo.
Con Rosario tenía un apego especial, evidentemente. Si no, vean: en ocasión de ser, aparte de senador, asesor del Banco de Londres, y ante un litigio entre esta oenegé londinense y la provincia de Santa Fe que derivó en la intervención provincial del banco sugirió, atrincherado en la casa matriz, que, de no revertirse la situación, Londres bombardeara Rosario. Una joya, mis amigos. Bernardo de Irigoyen, canciller presente en la reunión, casi muere de un síncope. Después de semejante gesto patriótico, nuestro hombre se quedó un par de años en el Viejo Continente ejerciendo la abogacía.
Pero en este páramo lo que no nos mata nos fortalece, así que volvió para ser ministro del Interior de Sáenz Peña. Se lució con un Estado de sitio, represión y otra vez tuvo la idea de bombardear Rosario para aplacar a los radicales díscolos. Por suerte, Alem, radical al fin, se rindió. Y ahí anda Rosario ahora, a los tiros, pero anda.
Tanto valor patriótico no podía coronarse de otra manera que con la candidatura presidencial, avalada por don Julio y don Bartolo que, para compensar las porciones, le pusieron al roquista Figueroa Alcorta de vice, en una época donde había que tener ojo sobre el vice. Fue una candidatura que cayó mal, porque parece que a la derecha de Quintana estaba el abismo, pero el sistema lo puso ahí. Ganador.
Quintana: su ascenso y caída
Dejó que la cosa siguiera, con la economía viento en popa y estiró más los ferrocarriles, reglamentó las profesiones liberales y promulgó la ley de Palacios del descanso dominical, fruta noble si las hay. Quiso reformar el régimen electoral, con voto obligatorio, pero se lo cambiaron tanto que sólo consiguió volver al sistema anterior.
Quintana la pasó mal, estresado. Soportó otra revolución radical - con su vice de rehén y bajo amenaza de ser puesto en la línea de fuego si no se amnistiaba a los revolucionarios, cosa a la que se negó - y un atentado en carne propia.
Domó reposeras en su residencia de Belgrano, redujo al mínimo su jornada laboral y, claro, Figueroa Alcorta – que había salido vivo de milagro del secuestro - empezó a mojar el pancito en la salsa. Hasta que el presidente, en marzo de 1906, se mudó definitivamente a La Recoleta.
Figueroa Alcorta, de vice a presidente
Muerto el mitrista del acuerdo, quedó la pata roquista, lo cual era una pésima noticia para Roca. José María Cornelio del Corazón de Jesús Figueroa Alcorta fue el cuarto vicepresidente que tuvo que abandonar la beca y ponerse a trabajar.
Para tomarle el peso, pertenecía a la Logia Bernardino Rivadavia y fue militante de Juárez Celman. Arrancó como ministro de Culto de Marcos Juárez – hermano del presidente -, fue diputado provincial y secretario de hacienda de la docta.
Cuando lo adoptó Roca se hizo diputado nacional y después gobernador de la provincia de las mujeres más lindas, del fernet, de la birra y las madrugadas sin par. Sin escalas, saltó al Senado. La vicepresidencia le cayó medio de regalo porque Marco Avellaneda se la rechazó a Don Julio. Y ahí quedó.
Lo primero que hizo fue romper con el mitrismo y lo segundo desligarse de Roca que andaba paseando con alguna pollera por Europa, medio harto de los quilombos vernáculos. Mientras el roquismo sin Roca se reorganizaba tratando que el cordobés se sumara a la causa, cosa que no quiso, así que se la iban a poner en el Congreso.
La economía seguía bien porque vendíamos carnes y granos, encima encontramos petróleo en Chubut y los ferrocarriles se expandían por todos los páramos posibles. Jugamos una carrera armamentista contra Brasil, cortamos relaciones con Bolivia y hubo que pelearse con los uruguayos por el Río de la Plata. En su gabinete empezaron a sonar apellidos más o menos ilustres, como Montes de Oca, Pinedo o Rodríguez Larreta.
El verdadero problema de nuestro muchacho eran los propios. En 1908 llamó a sesiones extraordinarias durante enero para tratar el presupuesto. Y adivinen... no lo trataron. Suspensión de sesiones, retiro del proyecto, toma del Congreso por las fuerzas policiales y la oposición gritando “Golpe de Estado”. No, no es la semana pasada, es 1908.
Con tal paisaje, y portador del bastón de mando, rompió con el roquismo. Intervino La Rioja con uno propio y armó las listas con su ya larguísima lapicera y sus nuevos amigos (varios de los cuales eran viejos amigos de la lapicera de Roca, ya no tan larga).
De esta manera, el roquismo fue derrotado. Tenía minoría en la Cámara de Diputados y languideció hasta morir, y con él, todo un sistema político que dominó al país por 40 años.
El radicalismo condicionó su apoyo a la reforma electoral. Pero andábamos verdes para tanto y no pasó el debate en el recinto, aunque se armó la mesa de diálogo, consenso y coso, destacándose el tal Roque Sáenz Peña como el que podría terminar la obra.
En lo social tenía un balurdo impresionante. El anarquismo, las centrales obreras y el socialismo armaban huelgas y el estado reprimía a troche y moche. En una de esas peloteras el jefe de la policía, Ramón Falcón, se mandó una represión de padre. y muy señor mío, con una factura de 11 fiambres. A los pocos meses, se lo cargaron al tal Falcón generando estupor en unos y admiración en otros.
Centenario de la Revolución de Mayo
Pero a nuestro exvice le había caído otro regalo del cielo, el centenario de la Revolución de Mayo, así que se puso manos a la obra para mostrarle al mundo la flor y nata de nuestra patria. Incluso, el querido Rey nos mandó a su tía, la infanta Isabel de Borbón, que nos regaló el ascensor presidencial de la Casa Rosada.
Los eventos tuvieron que hacerse bajo Estado de sitio porque los anarquistas decidieron escupir el asado, así que el mundo contempló la especialidad de la casa: dirigentes presos, atentados, cebollazos, cierre de diarios, detenciones y violencia, pero con muchas luces, como corresponde.
El centenario fue el broche de oro para un régimen y una etapa de nuestra historia. Roque Sáenz Peña llegaría igual que los anteriores, pero con el mandato de cambiar las cosas. Y algo iba a cambiar. Y allá vamos, empezando andar hacia el segundo centenario.