Avellaneda: inmigración, conquista y capital
Finiquitado el desastre de Paraguay, y con la economía entrando en la crisis cíclica por gastar la que no teníamos y prestarle la que escaseaba a los amigos, se fue Don Domingo y nos agarramos a otro periodista. Porque antes era así, además de tirar obuses desde los diarios, se ponían los pantalones largos y gobernaban. Bien o mal, pero gobernaban.
Así llegó Nicolás Avellaneda, el tucumano que había sido el brazo ejecutor de Sarmiento y verdadero padre del aula desde el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública. Ni bien lanzó su candidatura renunció al ministerio para que la campaña no estorbara su trabajo. Sí, para caerse de orto.
Pero echémosle el ojo a su legajo. El día que cumplió cuatro abriles le regalaron, exhibida en la plaza de Tucumán, la cabeza de su padre, Marco, degollado por los federales en Metan. Calculen el trauma. Se fue a Bolivia con su madre, estudió derecho y se metió en el periodismo. Peor era robar. O no. Se hizo amigo de Sarmiento, lo eligieron para la legislatura porteña y fue ministro de Alsina para después saltar al gabinete presidencial del sanjuanino, siendo un funcionario destacado.
Le ganó a Mitre las elecciones con el apoyo del interior, donde el dueño de La Nación era mala palabra después de su régimen de gobernadores embajadores y gauchos que abonaron los campos de la guerra de Paraguay. Pero, al que quiere celeste, que le cueste, Mitre denunció fraude y tuvo que ir un tal Roca, a los tiros, a explicarle cuanto valía un peine y meterlo preso. Avellaneda lo indultó y, vaya uno a saber qué carpetazo habrá volado que le dio un par de ministerios.
Con 37 pirulos, Nicolás Avellaneda se convertía en nuestro presidente más joven.
La línea del tucumano no variaba mucho de sus antecesores: organización, liberalismo, constitución y coso. La diferencia es que no había sido militar.
La cosa es que al tipo, como dijimos, le dejaron la economía hecha pelota, con un déficit atroz y no silencioso. El pobre hizo lo que mejor sabemos hacer: buscar soluciones que solucionan poco. Aumentó 40 % los derechos de importación de productos industriales y echó mano al Banco Nacional para bancar los gastos corrientes.
De paso se enterró con un préstamo del Banco Provincia. Pero como nada de eso funcionó, redujo el gasto público. Se fue contra la grasa militante, puso de patitas en la calle a 6.000 planta permanente y redujo los sueldos en un 15%. Dotación óptima. No es que no se le haya ocurrido lo del cepo, es que no había mercado cambiario. Está todo inventado.
Como fuera, un poco porque se gastaba menos, un poco porque subió el precio de la lana, la cosa empezó a mejorar. Era el momento de ir por todo, así que sacó la ley de inmigración y colonización para facilitar la llegada de extranjeros a poblar este baldío. Se les daba alojamiento y, en vez de planes, un trabajo en algún punto del interior del país.
Gobernar es poblar decía su coterráneo Alberdi y en esa andábamos.
Además tuvo su viento de cola con la llegada del primer barco frigorífico, que favorecía la exportación del ganado a Europa. Salíamos de malas y, en unos años, empezaríamos a tirar manteca al techo. Cómo sería la cosa que hubo que meterle pata a la red ferroviaria porque la buena venía en serio y había que estar a tono para la ocasión.
Pero en Argentina siempre hay una grieta. Cuando llegó el momento de elegir gobernador de Buenos Aires el autonomismo se cuarteó entre los adeptos a arreglar con el mitrismo –que se había autoexcluido de las elecciones– y los que no querían saber nada con Mitre. Los primeros, apoyados por el Presidente, fueron con Carlos Casares, del otro lado estaban Dardo Rocha y Leandro Alem. Ganó el caballo del comisario, claro.
Avellaneda creyó conveniente hacer las paces con Mitre, nombrar a Laspiur de ministro del Interior y llevar a Carlos Tejedor de candidato a la gobernación en las siguientes elecciones porteñas mediante la lista de la Conciliación. Pero acá las conciliaciones, concertaciones, el diálogo, el consenso y el “mi amigo” siempre duraron lo que un pedo en un canasto.
Por una diferencia con La Rioja, salió eyectado el tal Laspiur y se fue todo al carajo. Avellaneda se apuntaló en Sarmiento, terminó bancado por la liga de gobernadores y así se creó el Partido Autonomista Nacional. Mitre, que no quería ser menos, creó, entonces el Partido Nacionalista y se llevó a Tejedor.
A todo esto, la historia de ir a masacrar paraguayos en Paraguay nos había desviado del noble objetivo de masacrar indios en el desierto.
Porque hay prioridades y gobernar, también es priorizar. Pero ahora se podía retomar la senda. Ya hemos dicho que ahora todos muy empáticos con los originarios y valientes a la hora de tirar pintura a los monumentos, pero en la época había un consenso.
Estaban hasta los huevos de los malones, los secuestros y los saqueos. El ministro Alsina se les fue con todo a ocuparles los terrenos y, una vez corridos, mandó a hacer fortines unidos por una zanja, La Zanja de Alsina, un nombre estupendo. Hasta ahí la estrategia, después vino la suerte, porque al perder las lagunas del oeste, los indígenas se quedaron sin el agua para mantener los caballos y el ganado afanado por los malones. La viruela hizo el resto.
El zanjero Alsina se murió y Avellaneda le dio la tarea a otro tucumano que no creía tanto en las casualidades: Alejo Julio Argentino Roca. Para que se den una idea, un lirista de la conquista que acusaba a Alsina de ser defensivo. Alsina, pretendía incorporar a los indígenas a nuestro maravilloso mundo, en cambio, Roca, confiaba más en el sometimiento y el exterminio. Matices.
Como las formas importan, pidió una ley que le permitiera anexar todos los territorios hasta el río Negro y Neuquén. Y plata. Le dieron todo. Para hacerla corta, crearon la gobernación de la Patagonia y miles de hectáreas se repartieron entre amigos blancos. Se crearon pueblos, estancias y puertos que generaron la necesidad de caminos, postas, telégrafos y progreso para venderle a los ingleses a costa nuestra.
Para la sucesión de Avellaneda, el cordobés Juárez Celman propuso a su cuñado, Roca, que venía agrandado como candidato para enfrentar a Tejedor.
Pero en el mientras tanto, Avellaneda quiso solucionar el tema de la capitalización de la opulenta Buenos Aires, y avanzó con el proyecto de federalización. Y terminó a los tiros. En el medio Roca ganó las elecciones, aunque Tejedor le ofreció retirar las candidaturas para pacificar el quilombo, pero Roca contestó algo del pingo.
Mientras se mataban bonaerenses y porteños hubo que llevar el gobierno a Belgrano donde se oficializó el triunfo del conquistador del desierto. 3000 fiambres después, Mitre pactó con Roca la renuncia de Tejedor, el reconocimiento de las elecciones y la federalización de Buenos Aires, cumpliendo el deseo del interior de desvincular políticamente la capital de la provincia.
Y con metrópoli propia, Julio A. Roca llegaba a la presidencia. Bienvenidos a la república conservadora.