Se habla del fin de una era. Un fin de ciclo de la magia progresista que había regado nuestra región en los últimos, quizás, veinte años. Desde El Álamo brasileño, los cronistas nos inundaron de fotografías y discursos emocionantes, una despedida viva a lo que supimos ser.

Lula no sólo es —fue— el primero de los "posibilistas”, parafraseando a Martín Rodríguez, sino que también fue el último de los moderados en quedar en pie. Cuba, Venezuela y Bolivia ya son, estrictamente hablando, la excepción.

Las narrativas hegemónicas lo mostraron, demonizado, como un rebelde sin causa que armó un "show mediático” para después entregarse a "la Ley”, como si su encarcelación y la libertad de Temer —y permanencia como Presidente— no fueran exactamente lo opuesto a la justicia.

Con Lula cae el último proletario, esa clase de trabajadores que con lucha y disciplina lograron ser una clase formada, con acceso al consumo.

Con Lula no sólo cae la oleada latinoamericana de resistencia al neoliberalismo, la realidad efectiva incipiente de una Patria Grande, Justa y Soberana para todos: cae también el último bastión del sindicalismo, cae su símbolo máximo, quizás hasta su significante vacío. Cae el último proletario, esa clase de trabajadores que con lucha y disciplina lograron ser una clase formada, con acceso al consumo, a los bienes intangibles y tangibles, una clase que pasó de subalterna a reclamar un lugar legítimo en la mesa de la Cultura de cada nación.

Cae, sobre todo, el industrialismo moderno, se muere el modelo de acumulación por vía de la fabricación material de las cosas, la transformación de materia prima en valor agregado, cae la plusvalía cosificada. Se fetichiza otra cosa.

Lula, el último proletario

El capital sigue explotando personas, pero son cada vez menos ciudadanos y más bestias de carga: es decir, es cada vez más amplia la brecha entre oprimidos y opresores no sólo en términos materiales (los más importantes, quizás) sino en términos simbólicos, legales, políticos: se devalúa —para los sectores populares— junto con el salario real y el poder adquisitivo, la condición de ciudadano y, seguramente, no faltará mucho para que se degrade también (gradualmente, tan gradualmente que no nos demos cuenta) su estatus de humanidad.

Es cierto que estamos en el momento en que lo viejo está muriendo y lo nuevo no termina de nacer, pero esto nuevo no trae ninguna promesa consigo. A lo sumo una certeza, y es que el único sujeto histórico que explota eficazmente las contradicciones internas del capitalismo es él mismo.