“No se puede vivir del amor” cantaba Andrés Calamaro hace poco más de 25 años. Tampoco se puede vivir del odio aunque la grieta ahora parece dominar cada aspecto de la agenda pública. El tema de los jueces trasladados, la centralidad de la Corte y el desconocimiento del Gobierno sobre qué hará (o qué no) el Máximo Tribunal dominó otra vez la agenda pública. En otras palabras, el oficialismo arrancó el partido dos a cero abajo: no sabía lo que iban a votar en el cuarto piso de Tribunales y se evidenció la ausencia total de interlocutores. Pero nada está definido.

A esta altura, y más allá de lo que suceda en esta causa, la Casa Rosada debería inquietarse por el “poco” (casi inexistente) diálogo que mantiene con uno de los poderes del Estado. En medio de una pandemia. Con una reforma judicial presentada y aprobada por el Senado de la Nación que ahora está muy tranquila en la Cámara de Diputados. ¿Será que aquellas voces judiciales que se alzaron contra muchos de los aspectos de esa reforma triunfaron? ¿Será ese freezer en el que está metida alguna especie de señal? Si lo es, es demasiado tibia como para ser interpretada en ese sentido.

El gran error del pedido de juicio político a Carlos Rosenkrantz coronó unos diez días de malas noticias judiciales. Aunque el Gobierno haya intentado despegarse de esa movida, al supremo presidente se le dio la excusa perfecta para ponerse en un rol de víctima, de perseguido ante sus votos.

La tradición (y la jurisprudencia) tribunalicia nos indica que los procesos de juicio político no inician por el contenido de los fallos a menos que de eso se desprenda un delito. ¿Qué significa esto? Que un fallo te puede parecer detestable pero si está bien sustentado y está apoyado por leyes, no hay forma de destituir a un magistrado por ello. Ni hablar de la inviabilidad de un juicio político a un miembro de la Corte: el oficialismo no tiene los dos tercios de los votos en el Senado para un Procurador, menos lo tendría para esto. La postura en lesa humanidad de Rosenkrantz (la temática cuestionada por el oficialismo) parece hasta menos relevante cuando se la confronta con sus votos en temas laborales/sindicales. Es todo un liberal (pero de los de verdad, no un Milei).

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Sin embargo, Rosenkrantz está muy solo dentro del Palacio de Tribunales. Es el presidente, si, pero no logra conformar mayorías. El trío que conforman Ricardo Lorenzetti, Horacio Rosatti y Juan Carlos Maqueda le copa casi todos los temas trascendentales. La única que antes se mostraba más cercana era Elena Highton de Nolasco. Justo ella, que ahora manifestaba cierta cercanía al Gobierno recibió, en un claro error no forzado, una crítica desde la Rosada: ella es la que maneja las cuestiones de género del Poder Judicial, justo el tema que eligió Alberto Fernández para criticar a Rosenkrantz.

A ver, nadie puede negar que al sistema judicial le falta más perspectiva de género que a un equipo de rugbiers. Esta semana, tuvo relevancia una sentencia donde un juez calificó como un manual de "salvajadas humanas" al Protocolo para la atención integral de las personas con derecho a la interrupción legal del embarazo. Y hasta llamó “sicarios” a los médicos que le practicaron un aborto legal a una chica que había sido abusada sexualmente por su hermanastro. El problema de Alberto estuvo en no estar informado de a quién y de cómo iba a hacer esa crítica.

Un juez calificó como un manual de "salvajadas humanas" al Protocolo para la atención integral de las personas con derecho a la interrupción legal del embarazo.

En los próximos días, la novela por los trasladados terminará pero el conflicto con la Corte y el Poder Judicial, no. La tensión es algo natural y es parte del juego entre poderes. El nulo diálogo y que todo se convierta en una guerra sin sentido claramente no lo es. Criticar ciertos manejos del sistema judicial no son un atentado a la República (siempre y cuando no termine en la gran Mauricio Macri hablando supuestos detalles de expedientes judiciales cuando no los tenía).

No, el mundo no se va a terminar porque la Corte Suprema decida tal o cual cosa en el ya famoso caso Bruglia-Bertuzzi-Castelli. La institucionalidad no está en riesgo por esto ni tampoco las garantías judiciales ni la independencia de los poderes. Si todo pleito político (y en este caso, político-judicial) se convierte en una amenaza contra el Estado de Derecho, ya nada lo es.