Tres claves para pensar la política regional
La elección en el Banco Interamericano de Desarrollo abrió la discusión en torno al perfil de la política exterior del gobierno de Alberto Fernández. Los detractores calificaron la posición argentina contra la candidatura del funcionario de la Casa Blanca, Mauricio Clever Carone, como un acto de torpeza que traerá consecuencias mientras que sus simpatizantes la consideraron un gesto de autonomía.
Para profundizar mejor el análisis es necesario alejarse de la idea de que toda resistencia a las pretensiones de Estados Unidos es un camino directo al aislamiento pero al mismo tiempo trazar matices respecto de una jugada que, en una primera lectura, terminó siendo derrotada.
En ese sentido, hay que diferenciar algunos elementos claves. El error argentino no fue la postura, sensata y consecuente, de respetar los usos y costumbres del organismo en relación a la presidencia latinoamericana ni pretender estirar los tiempos articulando consensos para bloquear el quórum, sino en confiar en que un perfil de alianzas supuestamente homogénea permitiría coronar un triunfo.
Alberto Fernández comenzó la gestión con el desafío de construir una política exterior que se diferencie al mismo tiempo de la lógica subordinada con las potencias céntrales de Mauricio Macri y el “antiimperialismo” confrontativo que supo representar la ola progresista de la que formó parte el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Si tuviéramos que sintetizarlo en una remera, la consigna sería “Ni Trump, ni Maduro”.
En ese camino, el gobierno construyó una línea de intervención que llamó diplomacia comercial dinámica y otros, para darle un poco de liturgia peronista, denominaron tercera posición. La crisis en Venezuela, la puja por el BID y las discusiones internas en el Mercosur son algunos de los escenarios regionales en el que Argentina trató de mantenerse firme sin perder la elegancia.
Pero la coyuntura está brava, Estados Unidos y China preparan un nuevo capítulo de su pelea en las narices de la región y la fragmentación no ayuda pensar los intereses de la región desde zapatos latinoamericanos.
Las dificultades provocadas por la pandemia obliga a no improvisar y para eso hay que tener claro el rumbo que debe tomarse para articular consensos y miradas comunes. ¿De qué manera se puede abordar la integración en un escenario de hiper-fragmentación, presiones externas y disputas internas?
Hay tres claves a tener en cuenta. La primero es el carácter central y urgente de una integración basada en el pragmatismo y con posibilidad de ser sostenible en el tiempo, independientemente de las coyunturas. En ese marco, el punto de acercamiento en un presente en donde las amenazas están adentro y las oportunidades afuera, es la infraestructura.
El antecedente más próximo es la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA) creada en el 2000 y que funciona como foro de diálogo entre las 12 repúblicas de Sudamérica. El objetivo de este espacio es avanzar en la planificación y desarrollo de proyectos para el mejoramiento de la infraestructura regional de transporte, energía y telecomunicaciones y cuenta con el apoyo técnico y financiero del Banco Interamericano de Desarrollo, la Corporación Andina de Fomento y el Fondo Financiero para el Desarrollo de la Cuenca del Plata, todos instrumentos determinantes para la etapa pospandemia.
La infraestructura es pragmática por definición y permite diversificar y mejorar el comercio entre los países. Un ejemplo de esto es el corredor transoceánico con Chile que debe ser prioritario al margen de quién este sentado circunstancialmente en la Casa Rosada o en el Palacio de la Moneda.
La segunda clave es el posicionamiento frente a los conflictos y allí, debe consolidarse el concepto de neutralidad activa como principio fundamental. El gobierno de Alberto Fernández defendió posiciones de neutralidad y solución pacífica y dialogada en la crisis venezolana en donde la posición radicalizada impulsada por Estados Unidos y adoptada por el gobierno de Macri sin cuestionamiento entró en periodo de estancamiento.
El Frente de Todos deberá seguir por ese sendero a pesar de los enojos internos de los sectores radicalizados que todavía no actualizaron el análisis de situación regional, no leyeron los informes de las Naciones Unidas y siguen pensando que Venezuela es un país democrático con todos las garantías y derechos para sus ciudadanos.
El posicionamiento de un país ante determinados conflictos mundiales (hablamos de Venezuela pero podríamos incorporar la tensión entre israelíes y palestinos o cualquier otro que divida aguas) tiene dos objetivos: respetar la tradición diplomática y ahorrarse problemas innecesarios.
El tercer y último punto es la diversificación de socios regionales y la recomposición de las relaciones con aliados estratégicos como Brasil con quien todavía no se han acercado posiciones desde el punto de vista presidencial.
Por eso, es urgente reemplazar la idea de amigos para adquirir el concepto de socios, pues, si la ideología es vectora de lo que viene no habrá horizonte posible. El BID demostró que “el amigo Lopez Obrador” no tiene problema en jugar para Estados Unidos. Los amigos son incondicionales mientras que una sociedad se conforma alrededor de intereses particulares. Es por eso que en Política Exterior no existen las amistades.
En este aspecto, Argentina oscila entre el reconocimiento del nuevo esquema de actores regionales y la nostalgia de un pasado que expone al presidente al error de ubicarse en un tren que le brinda nulas ganancias y múltiples problemas.
La desromantización de los vínculos con los gobiernos regionales permitirá acercar posiciones con países como Chile, Perú y Uruguay, reconfigurar la relación con Brasil y ubicar en contexto y dimensión el eje con México. Con este mismo espíritu debe ser abordado el escenario global en el que no existen buenos y malos sino intereses cruzados. En otras palabras, Argentina tiene que poder hablar con todos sin comprometerse completamente con ninguno.
El tablero internacional no admite errores y la anhelada pospandemia puede significar una oportunidad para rediseñar una inserción internacional con marcos más amplios y una cintura política más aceitada y dispuesta a procesar contradicciones.
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El margen es corto, las oportunidades son pocas y los problemas de todos los países se multiplican con la misma velocidad en la que aumenta el enojo social y el deterioro de la calidad de vida de una región que decidió ceder la soberanía en los grandes jugadores globales. Pensar la región como un espacio común con más oportunidades que desventajas puede servir de colchón para rebotar luego de la abrupta caída que se avecina. De lo contrario, se impondrá la irrelevancia y las crisis internas de los Estados terminarán destruyendo los pocos ladrillos de integración que siguen en pie.