Por Antonella Pelizzari y Tomás González Bergez

A fines de 2010 el mundo fue testigo del inicio de una ola de movilizaciones populares en Medio Oriente, bautizadas la Primavera Árabe. Las distintas voces, manifestaciones y denuncias compartían un mismo reclamo: democracia y derechos sociales. En septiembre de este año, con el comienzo de la primavera en el hemisferio sur, florecieron manifestaciones en las calles de América Latina. Aunque a simple vista, los eventos en Perú, Ecuador, Chile y Bolivia parecieran independientes y aislados, una mirada más profunda ayuda a entender los elementos compartidos.

Perú

El destino de los últimos cinco presidentes del Perú pareciera escrito por un novelista más que por un historiador: Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Ollanta Humala, y Pedro Pablo Kuczynski están en la cárcel, acusados de corrupción; y Alan García se suicidó en abril antes de que lo detuvieran. Martín Vizcarra, quien asumió en marzo de 2018 en reemplazo de Kuczynski, no solo busca romper con esta tendencia, sino que ha intentado gobernar con un poder legislativo paralizante, impregnado de fujimorismo y aprismo.

El 30 de septiembre tomó la decisión de disolver el Congreso y llamar a elecciones legislativas, casi en paralelo a que el Congreso decidiera destituirlo a él y nombrara a la vicepresidenta, Mercedes Aráoz, como su sucesora. Mientras los constitucionalistas se debatían quién tenía razón, la incertidumbre reinaba entre los peruanos que por las redes sociales se autoconvocaron para salir a las calles.

Las elecciones parlamentarias se convocaron para el 26 de enero de 2020 y, pese a haberse mostrado en contra, Fuerza Popular, la principal fuerza opositora liderada por Keiko Fujimori (hija de Alberto), anunció el 21 de octubre que participarán de la contienda.

CRIS BOURONCLE / AFP
CRIS BOURONCLE / AFP

Ecuador

El primero de octubre pasado, el gobierno de Lenin Moreno aplicó una de las medidas más impopulares desde el inicio de su mandato: respondiendo al acuerdo firmado con el FMI, aprobó la quita de subsidios al combustible, provocando un fuerte aumento en el precio de la nafta y del diesel, que se trasladó a las tarifas del transporte público.

La decisión provocó una inmediata respuesta popular en su contra, encabezada por las comunidades indígenas, pero también por miles de trabajadores, estudiantes y sindicatos de transporte. Al grito de “Fuera el FMI”, expresaron su rotundo rechazo a las medidas del ejecutivo a través de multitudinarias manifestaciones a lo largo y ancho del país.

Trasladar la sede del gobierno a Guayaquil, decretar un estado de excepción por 60 días y desplegar las Fuerzas Armadas, estableciendo zonas de seguridad, fueron las medidas que –sin éxito- adoptó el gobierno de Moreno para hacer frente a las protestas. Sin embargo, los duros enfrentamientos no cesaron hasta que el Presidente derogó el decreto el 13 de octubre, acompañando con un paquete de medidas orientadas a calmar los ánimos de los manifestantes.

Si bien el diálogo entre los representantes de las comunidades indígenas y el gobierno aún está abierto, la tensión social y el rechazo político siguen latentes en el viciado aire ecuatoriano, que espera encontrar una pronta solución a la crisis.

MARTIN BERNETTI / AFP.
MARTIN BERNETTI / AFP.

Chile

La suba del boleto del metro anunciada por el presidente Sebastián Piñera fue la gota que rebalsó el vaso de la tolerancia chilena que, a principios de esta semana, decidió salir a la calle. El gobierno que muchos proclamaban insignia del desarrollo en la región, se vio envuelto en una escalada de manifestaciones que incluyeron situaciones de violencia, incendios, ataques y, lo peor de todo, heridos y muertos.

Los chilenos reclamaban por el sistema de pensiones y de salud, por las brechas salariales e impositivas y por la educación, denuncia que hace años tiene en vilo a la juventud de Chile. Los pedidos de renuncia para Piñera que se oían en las calles y en las redes sociales simbolizan el agotamiento de las clases medias y bajas frente a condiciones socioeconómicas agobiantes que han cimentado la profunda desigualdad chilena.

Desigualdad que hace años visibilizan los organismos internacionales pero a la que no se le prestó atención hasta que la sociedad comenzó a manifestarse. La primera respuesta del gobierno fue un despliegue de militares en las calles que rememoró las peores épocas del Cono Sur: “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso e implacable”, sentenció Piñera, habilitando la represión violenta y el estado de sitio. La segunda, el anuncio de una serie de medidas enmarcadas en un Gran Acuerdo Nacional con la intención de ser implementadas inmediatamente.

Aunque la magnitud del impacto de estas medidas podrá verse con el paso del tiempo, los sucesos de estos días evidencian que en las democracias del siglo XXI las sociedades ya no esperan a las contiendas electorales para hacer oír su voz.

Martin BERNETTI / AFP
Martin BERNETTI / AFP

Bolivia

Evo Morales es el presidente latinoamericano que más tiempo ha permanecido en el poder y, según lo anunciado el 25 de octubre, mantendrá su cargo por un período más. Iniciando su primer mandato en el 2006, Morales ha conducido un proceso transformador en Bolivia aunque no sin atravesar numerosos escándalos y cuestionamientos democráticos.

Si bien fue reelecto por primera vez en 2009, la fundación del Estado Plurinacional ese mismo año, le permitió proyectar su futuro político bajo el amparo del nuevo texto constitucional. Con esta refundación, el conteo de los mandatos presidenciales volvería a cero y Morales quedaba habilitado para ser reelecto por dos períodos consecutivos más. Y así lo hizo.

Sin embargo, el 21 de febrero de 2016, convocó a un referéndum para habilitar una nueva reelección que arrojó como resultado que el 51% de la población no estaba de acuerdo. No obstante ello, en 2018 el mandatario de Bolivia logró hacerse con el apoyo del Tribunal Supremo Electoral (TSE), luego de que el Tribunal Constitucional de Bolivia admitiera una demanda del oficialismo que autorizaba la nueva candidatura presidencial en el 2019.

Así, el pasado 20 de octubre los bolivianos manifestaron su intención de voto en las urnas, eligiendo entre dos partidos: el Movimiento Al Socialismo, de Morales; y Comunidad Ciudadana, con Carlos Mesa (ex presidente). Las suspicacias del proceso electoral se vieron exacerbadas cuando con más del 80% de las mesas escrutadas y la tendencia de voto indicando que habría segunda vuelta, el TSE decidió suspender el conteo definitivo.

Esta decisión fue la chispa que encendió el fuego y manifestantes de oposición, jóvenes y diversos sectores de la sociedad salieron a expresar su rechazo a la medida poco transparente del órgano electoral. Grupos sociales de todo el país llamaron a una huelga general y tomaron las sedes de recintos electorales en los sectores rurales, chocando con las fuerzas oficialistas.

Evo, por su parte, declaró el estado de emergencia para contener a las virulentas manifestaciones y continuó proclamándose victorioso de la contienda electoral, desoyendo las denuncias locales e internacionales por no haber garantizado la transparencia del proceso.

Aizar RALDES / AFP
Aizar RALDES / AFP

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Si bien los disparadores de las manifestaciones populares en las calles sudamericanas fueron diversos, el reclamo de la ciudadanía por el cumplimiento de sus derechos sociales y la exigencia de una mayor gobernabilidad fue, sin dudas, el denominador común. Y permite pensar en un paralelismo local a la Primavera Árabe. También es comparable, la utilización de las redes sociales que jugó un rol fundamental en la difusión de los acontecimientos narrados en primera persona, dando visibilidad a los sucesos, no solo al interior de sus países, sino también en la región y el mundo.

El reclamo de la ciudadanía por el cumplimiento de sus derechos sociales y la exigencia de una mayor gobernabilidad fue, sin dudas, el denominador común

Si bien las expresiones de la ciudadanía y la canalización de sus reclamos a través de la manifestación de grupos y movimientos sociales no es nuevo en América Latina, llama la atención la violencia en las protestas y en las respuestas institucionales, así como la convergencia de estos fenómenos, prácticamente simultáneos.

Hay, quizás, dos cosas que vale la pena destacar. La primera es que hay un claro y progresivo cuestionamiento a nivel regional respecto de la capacidad de conducción y gobierno de la élite política, que ante la falta de atención a las demandas, se enfrentan a la voz popular que exige mayor participación y respuesta. La segunda es que, al igual que en la Primavera de 2010, la masividad que alcanzan estos acontecimientos por la rápida difusión en medios y redes sociales, viene a poner en jaque el liderazgo ya corroído de los gobernantes que, sumada la presión interna, deben lidiar con las condenas y presiones de la comunidad internacional.