El analista político Martín Rodríguez supo definir de manera elocuente al macrismo en el gobierno como un proyecto de devolución del poder. En otras palabras, llegaron con el diagnóstico de que había demasiado poder concentrado en el Estado y con el objetivo de volver a entregarlo. Tal vez por eso la crisis que se los llevó la transitaron siempre con algo de ajenidad, como si se tratara de fuerzas sobre las cuales no se podía ejercer ningún control y, por lo tanto, tampoco responsabilidad.

La decisión del presidente Fernández de declarar servicios públicos la telefonía celular y fija, internet y la televisión paga, en función de lo cual se congelaron las tarifas hasta fin de año, representa un simbólico gesto en sentido contrario. Se trata de un golpe de mano que recupera para el Estado una cuota del poder que durante los últimos años hubo entregado. Lo que todavía no parece estar del todo claro es para qué o, más importante aún, hacia dónde.

La medida puede interpretarse de distintas formas, no necesariamente del todo excluyentes. Una manera de abordarla ha sido como un nuevo capítulo de la tensión entre el kirchnerismo y el Grupo Clarín, en una suerte de represalia por el impulso mediático a las manifestaciones del 17A. No sólo esta mirada cunde entre los representantes de las empresas afectadas, que prefieren hablar de cualquier cosa menos de precios, sino que incluso es abrazada por algunos nostálgicos oficialistas.

El gobierno, por su parte, ha decidido presentar la medida en función de la necesidad imperiosa de universalizar la conectividad, que se habría revelado en el marco de la pandemia. Ahora bien, más allá de que es indudable que la cuarentena evidenció el acceso desigual a las tecnologías de información, la realidad es que Argentina presenta niveles de penetración de internet y telefonía bastante altos, que llevarían a pensar que para garantizar la conectividad sería más lógico apelar a instrumentos de carácter focalizado que operen sobre el remanente.

Hay una tercera posibilidad para pensar la decisión gubernamental y es enmarcarla, para bien o para mal, a la luz de la urgencia de la coyuntura. El relativamente preocupante dato de la inflación mayorista de julio, que alcanzó el 3.5%, presagia que en el segundo semestre del año el movimiento de precios será mayor que el que se presentó durante los meses de confinamiento estricto. Algunos de los precios que ya se empiezan a mover de a poco son los regulados por el gobierno. El aumento de naftas que estableció YPF el miércoles resultaba imperioso para una compañía en crisis que viene acumulando varios años de pérdidas, pero tiene impacto inevitable en el resto de la economía. De la misma manera, otras tarifas esperan su actualización y, sobre todo, se presume que, cualquiera sea la alternativa con la que se gestione la presión cambiaria, probablemente deberá incluir algún salto en la cotización del dólar.

En este marco, la posibilidad de frenar las subas en el precio de los servicios de telecomunicaciones no resuelve el problema, pero tiene un efecto nada despreciable para aminorarlo. Para tener una idea, sólo internet y telefonía (sin contar cable) representan un 3% de los gastos de la Canasta Básica Total que mide el INDEC. Además, a esta altura es un servicio básico para casi toda actividad productiva, por lo que repercute en la estructura de costos. Pero, sobre todo, es un rubro que tiene todavía cierto margen para resistir un congelamiento de precios.

Más allá de que buena parte de los insumos de las compañías de internet y telefonía móvil vienen de afuera y cotizan en dólares, la suspensión de los aumentos debería ser tolerable si consideramos que hace tres años el sector consigue subas por encima de la inflación. En efecto, durante el 2017 experimentó un 34% de aumento (la inflación anual fue de 24.8%), en 2018 un 55.3% (frente a un aumento general de precios de 47.6%) y en 2019 volvió a liderar las subas con 63.9% (mientras la inflación alcanzaba el 53.8% en el año) Si le sumamos a esto que, según las estadísticas de Defensa del Consumidor, son las empresas proveedoras de estos servicios las que concentran el mayor número de quejas y peor valoración, la oportunidad y conveniencia de avanzar sobre la regulación de los precios del sector se torna políticamente entendible, independientemente de cualquier otro conflicto o razón subyacente.

Es la necesidad de ir avanzando paulatinamente en una corrección de los precios relativos que se han debido distorsionar en el contexto de la pandemia lo que requiere ampliar el margen de control sobre otros precios de la economía. Lo que está en juego es tratar de restaurar equilibrios básicos evitando atravesar nuevos shocks traumáticos. De no poder evitarlo, solo en el mejor de los casos eso implicaría empezar la recuperación económica desde un nivel más precario. Contra la tentación del piso, una lección de la vida sirve para la economía: siempre se puede estar peor.

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El riesgo es que sean las necesidades de corto plazo, que impulsan al gobierno a dar estos pasos en la recuperación de la capacidad de regulación del Estado, lo que termine guiando su acción. Si estos instrumentos, en vez de dar un mayor margen de maniobra para avanzar en las correcciones necesarias, simplemente se utilizan para ganar tiempo, generará nuevas distorsiones y postergará el momento de afrontar aún más graves desequilibrios. Quedará ver, entonces, como gestiona el gobierno estas nuevas facultades para no repetir errores del pasado. Después de todo, como decía el Tío Ben, un gran poder conlleva también una gran responsabilidad.