Hay suficientes elementos para suponer que la oferta que el Gobierno hizo pública el domingo tiene carácter de última y definitiva, y que el 4 de agosto, cuando expire su vigencia, el capítulo (tal vez no la historia) de la renegociación de la deuda llegue finalmente a una conclusión.

El que este tránsito nos resulte eterno no significa que no haya sido vertiginoso. Un año atrás la proyección de un default todavía parecía un pronóstico agorero. Luego de las primarias de agosto, el Presidente semi electo aún insistía en un arreglo “a la uruguaya” y sus cañones apuntaban a la responsabilidad compartida del Fondo. Sólo cuando se constató que esos guiños no tenían reciprocidad en el mercado, en el Gobierno entrante tomó fuerza la idea de que una negociación rápida y amigable con los privados ya no estaba en el menú. La sorpresiva elección de Martín Guzmán por sobre otros nombres, más familiares para los acreedores, se enmarca en ese cambio de planes.

Al profesor de la Universidad de Columbia deberá reconocérsele algunos aciertos más allá de cómo termine esto. Tal vez de carambola, pero el tiempo le dio la razón de no haber atado la negociación de Argentina a la presentación de un plan económico integral, que en el actual contexto de pandemia habría quedado reducido a un cuento de realismo mágico. El otro mérito difícil de negarle es el de haber sumado rápidamente como socio estratégico al FMI, que ya en febrero declaró la insostenibilidad de la deuda y luego fijó pautas cuantitativas del alivio que necesitaba el país (y el propio Fondo, para cobrar lo suyo). Sin ese apoyo explícito resulta difícil pensar que los distintos grupos de acreedores hubieran finalmente aceptado diseñar sus contraofertas en torno a las coordenadas que proponía Argentina, lo que constituye a todas luces el principal logro de la negociación.

Ampliar contenido

El repaso es necesario para contextualizar la oferta de 53 centavos promedio por cada dólar adeudado que se formalizó ayer, y no evaluarla solamente con relación a los 41 que el país ofreciera en abril. Aquello fue una propuesta inicial que estaba diseñada para fijar un idioma común desde el cual negociar, y cuyo éxito fue el 61 con el que los acreedores respondieron en mayo. La etapa de acercar puntas que se abrió a partir de allí tiene mucha menos épica y mística, es un proceso agrio que incluye concesiones y renuncias, pero es también de eso de lo que están hechas las negociaciones que llegan a buen puerto.

¿Alcanza entonces para concretar el arreglo? Sin dejar de ser difícil, es bastante probable. La última oferta del Gobierno parece estar diseñada para cerrar rápido una aceptación significativa, y a partir de allí ir arrastrando al resto. Para que funcione esta suerte de estrategia de rebaño, la nueva propuesta agrega un bono a cambio de los intereses que, desde abril, ha dejado de pagar el país, y que cobrarán completo solo aquellos que entren voluntariamente al canje. Pero además establece un umbral mínimo de aceptación, que les asegura a los que ingresen primero que están saltando a una pileta con agua, es decir, que en un escenario de baja adhesión no van a ser los únicos canjeados. Con esto se aseguró la conformidad de los fondos más flexibles agrupados en el Comité de Acreedores (CA), con los que ya existía un principio de entendimiento.

[recomendado postid=112708]

Menos certidumbre existe respecto a lo que hará el Exchange Bondholders (EB), que agrupa a fondos que poseen bonos canjeados en 2005/2010, sobre los cuales están particularmente dirigidas las mejoras de esta oferta final. Si se logra cooptar a ese grupo de fondos y construir un clima de aceptación que haga sumar a otros tenedores dispersos, se estará a un paso de lograr las mayorías que requieren las Cláusulas de Acción Colectivas para hacer extensivo el canje de manera compulsiva al resto, principalmente el Grupo Ad Hoc (Blackrock) que, hasta ahora, pese a las tan mentadas gestiones de Galuccio y López Obrador, es el más reacio a acordar.

Aún si no se alcanzaran las CACs y Blackrock resistiera la presión para aceptar, al menos las condiciones estarían dadas para permitir concretar una primera reestructuración, quedando una hoja de ruta clara para continuar negociando con aquellos que queden afuera. En ese caso, si se logra conformar una masa crítica considerable que brinde legitimidad, la aplicación de la llamada “cláusula de reasignación” (que consiste básicamente en la capacidad del deudor para agrupar y excluir bonos de la propuesta de canje, en orden de alcanzar mayorías proporcionales) podría convertirse en un instrumento aceptable. Esto es importante, no tanto por las chances de que efectivamente ocurra, sino porque brinda una alternativa factible que hace creíble que esta oferta sí es la última.

Por el contrario, no llegar a un umbral mínimo y que caiga por completo el canje sería un fracaso en toda su dimensión, llevaría la disputa a terreno judicial, expondría definitivamente a la Argentina a las cláusulas de aceleración y obligaría a un replanteo radical de la estrategia del país, seguramente con otros protagonistas. Si el escenario de éxito no puede aún asegurarse, este último parece hoy más bien improbable. No le conviene a nadie.