En su última columna de La Nación, el analista político Eduardo Fidanza lamentó la falta de carisma del presidente Mauricio Macri, explicó que sin esa cualidad será muy difícil sortear la crisis que estamos padeciendo y llamó al equipo gobernante a reaccionar: “No es una originalidad, pero vale insistir a ver si despiertan: ante la corrida, Cambiemos necesita carisma, no marketing. Épica, no eslóganes. Líderes públicos, no administradores privados. Discursos, no spots. Personalidades capaces de provocar certidumbres, no comunicadores de buenas noticias en las que ya pocos creen”. 

El análisis de Fidanza genera un cierto asombro si se lo compara con otro del mismo autor, escrito luego de la victoria de Cambiemos en las elecciones de medio término. Hace un poco más de 6 meses, el liderazgo de Macri parecía venir de “otra galaxia”, “interpretaba a la juventud” y “su estética new age rompe los moldes formales del hombre público”. En plena epifanía, Fidanza colocaba a Macri junto a los grandes presidentes de nuestra historia: “Con la resonante victoria de anteayer, Mauricio Macri se encamina a consagrarse como un líder nacional fuerte de la democracia argentina, poniéndose probablemente en la nómina selecta que inició Yrigoyen, y continuaron Perón, Alfonsín, Menem y los Kirchner en el último siglo”. 

Más que el exceso de entusiasmo en la valoración de la nueva aunque efímera hegemonía macrista, lo más asombroso es que un analista refinado como Fidanza pueda creer que de una crisis se sale con liderazgo y épica más que con un diagnóstico acertado y buenas decisiones. Parece un pensamiento mágico de esos que nuestros medios serios suelen achacarle a los populistas. 

Al parecer, la nueva forma de hacer política, en equipo, con letanías de ONG y manuales de autoayuda, con timbreo y Big Data, no resistió el primer cimbronazo de los mercados. Ante este primer escollo, este “fuego amigo”, vuelven a tener atractivo los liderazgos fuertes, carismáticos y tradicionales, luego de una década de ser denostados por formar parte del pasado y no comprender que el mundo había cambiado. 

Así como Fidanza critica la falta de carisma del líder, otros analistas denuncian con fastidio la impericia de ese equipo que hasta ayer definían como el mejor de los últimos 50 años. Macri pasó de tener “algo de Nelson Mandela” o ser “nuestro Konrad Adenauer”, como escribieron sin ruborizarse Luis Majul y Marcos Aguinis, a ser un empresario que nada entiende de la política. Marcos Peña sufrió la misma degradación, así como las estrellas efímeras de su equipo, como Nico Dujovne o Toto Caputo, hasta no hace mucho jugador de la Champions League de las finanzas mundiales.  

En realidad, más allá de la sorprendente valoración de aquello que hasta ayer se despreciaba o de la inesperada crítica de lo que hasta hace unas semanas se aplaudía, a lo que asistimos hoy es a la nueva representación de un viejo truco: explicar que el problema no es lo insostenible del modelo sino la impericia de quienes lo llevan adelante. Así como el problema fue que Menem era corrupto y De la Rúa un inútil, hoy nuestro establishment nos explicará que a Macri le falta épica o tal vez le sobran offshores, de manera a poder preparar un recambio político que elimine esas externalidades incómodas pero mantenga el mismo rumbo. Es lo que ocurrió con la Alianza, que continuó con la convertibilidad pero sin pizza con champagne. Siguiendo la misma contorsión lógica, la crisis actual no estaría generada por un sistema insostenible basado en el endeudamiento externo sino por la falta de liderazgo de nuestros CEOs. 

Contra ese eterno artificio existe un buen remedio: parafrasear a James Carville, asesor de Bill Clinton, y repetir con fuerza “¡Es el modelo, estúpido!”.