La terapia intensiva de los noticieros
Hubo un momento en el que el decaimiento de las audiencias llevó a las distintas producciones a preguntarse: ¿qué podemos hacer para que la gente vuelva a mirarnos? En algún punto notaron que, a la vez, su público había envejecido, al igual que los conductores de cada segmento noticioso.
Un primer intento de solución fue arrimar a esos espacios a gente más joven, que hablara esos nuevos lenguajes de las generaciones venideras, con la fantasía de atraer a esa audiencia equivalente nuevamente hacia los añejados espacios informativos. Lo que sucedía era que este público ya ni siquiera tenía la posibilidad de enterarse que esto estaba pasando (es decir, que ahora había más tatuajes, hashtags y peinados raros en la tele) porque no tenía una TV con canales de aire al alcance de la vista, y mucho menos intenciones de acercarse.
¿Para qué un centennial iba a prender un aparato que te obliga a consumir su contenido en los horarios que los Gerentes de Programación establecen despóticamente? ¿Para qué ver cosas entrecortadas de forma permanente por publicidades y PNT's cuando con un solo clic se podía acceder a material específicamente elaborado para esas audiencias por los mismos miembros de esa generación? ¿Por qué recurrir a la tele, adonde estaban los viejos erráticamente ensayando qué es lo que les interesaba?
De la mano de este proceso crítico fue también el aumento exponencial de la hiperconectividad y la sobreinformación (que redundó en lo que muchos autores denominaron intoxicación) en la población general. Por lo que los noticieros también se encontraban ya repitiéndole al público información que ya obtenía por otros nuevos medios. Noticias viejas para un público adulto al que ahora, encima, le metían gente joven a explicarle asuntos que no le interesaban. Le quitaron la formalidad al presentador serio y dejaron de informar sobre los números que habían salido en la quiniela para explicarle a los mayores cuáles habían sido los trending topics o ponerlo al día sobre la rutina del Rubius.
Los jóvenes ya habían dejado los noticieros y empezaron a ser los más grandes, en consecuencia del manotazo de ahogado ante el cambio de paradigma, los que también comenzaron a abandonar “el noticiero”, o el canal de noticias 24 horas, ya que el diseño del contenido se dirigía a esas nuevas audiencias que jamás pudieron apreciar los esfuerzos que hizo la TV por recuperarlos.
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Aún persiguiendo a millennials y nuevos tripulantes de la Generación Z, una gran mayoría de los productores y productoras de los distintos programas y señales informativas jamás dejaron de trabajar para su idea lacaniana de “El gran otro”. Esa jefa tirana a la que estos especímenes que están detrás de los controles denominan DOÑA ROSA, una tirana que fríe milanesas mientras consume los contenidos de los noticiarios. Esta virtual y estereotipada mujer conservadora es la que los productores interpretan como si fuera una suerte de oráculo. Leen su voluntad y deseo de consumo y, en base a esta comunicación cuasi religiosa, determinan las prioridades desde hace más de 40 años.
Obviamente, esta idea no fue sólo exclusiva de muchxs productores periodísticos, sino de contenido en general. Pero por lo general los espacios de entretenimiento están poblados por mentes más “artísticas” que suelen tener otra apertura hacia otras ideas de otredad. No en su totalidad, claro está, pero sí pudo observarse mayor diversidad en bastantes más espacios de ficción.
En el año 2015, Arianna Huffington (fundadora del en su momento revolucionario Huffington Post), declaró el fin del paradigma “if it bleeds it leads”. Esta muletilla que traducida sería algo así como “si sangra, lidera” era típica de periodistas sensacionalistas y fue central en las políticas editoriales de muchos medios alrededor del mundo. En aquella pieza que marcó un cambio de época, la editora aseguraba que “las historias de violencia, tragedias, irregularidades y corrupción reciben la máxima cobertura (…), ya que se asume que estas historias son hacia las que el público se siente más atraído. Este ethos es erróneo, tanto en el sentido fáctico como ético”. Así, definió que el giro que debería darse en lo periodístico era hacia “contar historias consistentes de gente y de pueblos que hacen cosas increíbles, superan grandes dificultades y dan con soluciones para los problemas a los que se enfrentan. Dando luz a estas historias esperamos incrementar las soluciones y crear un contagio positivo que pueda extenderse y aumentar su alcance y aplicación”.
Como en ese momento era su medio el que marcaba el camino del periodismo (no sólo digital, si no en sus distintas formas y géneros), muchas corporaciones siguieron el sendero de Arianna, sin dejar de lado los “desbarajustes políticos, corrupción, delitos, violencia y desastre”. Pero muchas empresas periodísticas confundieron la tendencia. Fue entonces cuando desembarcó en el espacio informativo la oleada de “buena onda”: chistes, ruptura de los códigos previos, pequeñas historias entre personajes como conflictos pavos o incluso amores. Un intento de producción por farandulizar a los planteles periodísticos para darle una cuota de “reality” (el último gran formato que dio la televisión antes de empezar a morir) a los espacios de noticias.
El experimento redundó en distintos personajes más clásicos, usualmente acostumbrados a una postura de seriedad o formalidad, queriendo (o en algunos casos siendo forzados a) ser graciosos. Como si se llevara uno a la selección de handball a probar suerte a la AFA. De la mano de esta farandulización de los comunicadores profesionales llegó la manía por el minuto-a-minuto. Esta hipertrofia de rating actuó directamente sobre la calidad del contenido, ya que, obnubilados por el éxito transitorio, se empezaron a estirar aquellos momentos sensacionalistas de rendimiento espurio. Aquello que daba cantidad reemplazó rápidamente a la calidad.
A esta novedad de la lógica del reality se le incorporó algo que muchas mentes de la producción televisiva consideraron revolucionario. Había que cambiar, no importaba el por qué, y en algún punto alguien pensó que los conductores tenían que estar parados y caminar hacia lugares dentro de la escenografía. Así, empezamos a ver cómo lentamente lxs conductores decían “ahora vamos a ir acá”, y hacían tres pasos fuera del cuadro de la cámara 1, “para que Fulanite nos cuente qué está diciendo la gente en las redes sociales”.
Lamentablemente la modernidad no pasa por la emulación de la juventud, sino por la verdadera asimilación de la evolución de la realidad, sus problemáticas y sus potenciales soluciones. Por eso es elemental que se le de a la juventud diversa espacios de poder de decisión, más allá de protagonismo plástico. En un mundo donde sobra la información, es elemental su análisis y curación para una posterior distribución. Y es vital que ese proceso esté manos de aquellxs que no sólo se han formado para hacerlo, sino que comprenden la comunicación de forma integral. La infinidad de canales digitales que trajo la revolución 2.0 para cada mensaje implicó un nuevo formato en cada uno de ellos. Twitter no es Instagram, Twitch no es Youtube, Facebook no es Snapchat y Reddit no es igual 4chan. Cada canal implica un lenguaje distinto para un público específico. La realidad es a demanda.
Para noticia de que quienes trabajan en la industria de la misma, su producción genérica y masiva ya no tiene resultados. La televisión, ese aparato bobo y avejentado que te decía qué ver, a qué hora, en qué orden y con cuántos cortes publicitarios interrumpiendo su consumo, quedó muy autoritaria para un público que hoy ya no la necesita. Ese cambio sustancial (haber pasado de ser casi vital para la masa, a ser absolutamente prescindible) implica una responsabilidad inherente: la de redoblar los esfuerzos por comprender a las nuevas audiencias y rejuvenecer los puestos de mando con personas que tengan mayor naturalidad con ese público emergente.
Las novedades flamantes farándulas compuestas por los nuevos comunicadores de masas y referentes de opinión de los distintos nichos, los nuevos espectáculos convocantes como el gaming, los e-sports o las batallas de freestyle todavía brillan por su ausencia. Los videos simpáticos de los famosos de siempre, entrados en años, boludeando en TikTok no son suficientes. Tampoco el retorno hacia la perspectiva falocéntrica de buscar seducir a la audiencia utilizando nalgas turgentes como carnada de pesca del onanista en situación de zapping.
Quizá sea el momento de menos noticias que alarmen, y más análisis que calmen. De menos información y más ejemplos. Por ahí llegó el tiempo de terminar la guerra por el rating para volver a pensar en hacer del periodismo esa herramienta conscientemente política y social, y no la fábrica de paranoia rentada en la que se convirtió.