El periodismo y la responsabilidad sobre lo que pasa
Cada tanto las ideas de mayor presencia de las fuerzas de seguridad para resolver la problemática del crimen se enfrentan con esas que lo consideran un asunto “más complejo”. Sabemos lo que “es más complejo” significa: es esa muletilla que utilizamos quienes nos encontramos discursivamente con una persona que siente que poner más puestos de policía soluciona mágicamente las injusticias sociales que provocan que una persona termine involucrada en actividades delictivas.
En este debate que nuevamente se encuentra en repeat en la agenda de los distintos medios, algunos periodistas encontraron en una declaración de la ministra de Seguridad, Sabina Frederic, un argumento para cambiar el eje de la discusión y lograr ponerse en el centro del debate nuevamente. La Ministra dio su perspectiva centrando su discurso en que, comparativamente, el delito no se había incrementado particularmente en los primeros meses de cuarentena. Pero, para regocijo de un sector del palco de la prensa, destacó que “los medios de comunicación los hacen visibles”, haciendo referencia a la realidad mediático-televisiva.
Básicamente decía que el hecho de que muchas señales de noticias se hayan vuelto un compilado de tapes de cámaras de seguridad en repeat con los delitos más crueles del día, probablemente generara un mayor miedo en la sociedad que los hechos fácticos que ella tomaba en consideración objetiva. No entendí, al menos yo, que dijera que estaba todo joya. Sencillamente, ponía el eje en una cuestión del debate que no deberíamos obviar.
Ese cuestionamiento al famoso “rol de los medios” era la gota de agua que el deshidratado sector del periodismo de tinte más conservadora estaba esperando para renovar sus editoriales con ríos de victimización indignada. “El problema no somos los medios, señora Ministra”, rezaban en un coro monótono de distintas señales. “Los periodistas no generamos la realidad, tenemos la obligación de contarla”, decía uno ofendido mirando a cámara en un plano medio que se iba cerrando para marcar el clímax de su perorata pretenciosa de heroísmo impostado.
A forma de protocolo discursivo, ante un eventual cruce con alguien que piensa que la información no genera consecuencias en la conducta relativamente inmediata, suelo utilizar una pregunta como ejemplo. “¿Alguna vez te equivocaste de ruta en el camino hacia un lugar y te empezaste a asustar cuando el GPS te marcó la zona como un lugar peligroso?”. Siento que ese exagerado cambio de ánimo a un estado repentinamente paranoico que se da, es eso de lo que hablan quienes llaman a la inseguridad “una sensación”. Esa sensación, obviamente, te la produce la información y la sensación con la que te fue comunicada.
¿Por qué los mapas de repente marcan esto como peligroso? ¿Qué parámetros tiene? ¿Son estéticos, sociales o de sencilla demarcación urbana? ¿Son estadísticas? ¿Es el ingreso per cápita? ¿Es un homicidio reciente? ¿Viven acá más delincuentes que en otro lado? ¿Es una estigmatización necesaria? La cuestión, más allá de estas preguntas, es que uno se pone en estado de alerta por un mensaje que le emite un dispositvo que le da “INFORMACIÓN”. Como si eso fuera sagrado per se.
Es claro que la información condiciona nuestra actitud y posterior accionar en consecuencia. Esa sensación de pánico repentino que uno siente, de estar ante un peligro que antes no percibía. Como si te hubiesen avisado de la presencia de un fantasma que no veías ni sentías, pero ahora te sugestionaron.
El quid de la cuestión no es si la información está bien o mal. El asunto es que quien se digne en comunicarla, debe estar al tanto del poder que ejerce sobre quien la recibe, sobre todo si éste estima y valora la opinión de quien se la otorga. Esto efectivamente sucede: las personas tienen sus periodistas de preferencia, en quienes confían efectivamente y hasta basan sus argumentaciones cotidianas en lo que escuchan que dicen ellos. Por eso son generadores de opinión: dan información que va a condicionar el pensamiento y el accionar de quienes los consuman. Esto tampoco está bien o mal. El tema es que eso le da mucho poder a unos pocos, específicamente a esos que tienen el privilegio de exponer a diario sus ideas ante miles de personas. Y, como dice Spider-man, “un gran poder conlleva una gran responsabilidad.
Y eso muchas veces, lamentablemente, no se da.
Un gran ejemplo de cierta hipocresía sobre la conciencia que existe en los espacios informativos de la televisión sobre su verdadero poder de influencia efectiva reside en la norma interna de cómo comunicar un suicidio. Notarán que jamás se trata de forma directa por responsabilidad con los copy cats. Este concepto podría resumirse en que hablar de suicidio en los medios masivos, puede generar más hechos similares. Por eso, se trata evitar la mención y en los graphs se pueden leer frases que lo dan a entender en otras palabras, pero nunca: “SE SUICIDÓ COSME FULANITO”. Por temor a los copycats. También denominado efecto Wherther, o “efecto contagio”.
Esta idea la acuño el sociólogo David Phillips que, en los setenta, se dio cuenta que había un incremento de suicidios en Estados Unidos después de que se hicieran públicas ciertas noticias en la tapa del New York Times. Esta tendencia de consumo informativo-imitación posterior, decía, se daba “especialmente en colectivos más vulnerables”. La pregunta es, ¿por qué debería existir esta regulación comprensible sólo en torno a esta cuestión? ¿El grado de responsabilidad frente a la sensibilidad de la materia, no debería existir entonces frente a toda cuestión que pudiera involucrar el bienestar de quien esté del otro lado?
La viralización de la violencia y sus consecuencias sobre la paz social puede verse también en los linchamientos y casos de mal llamada “justicia por mano propia” (que en realidad es venganza) que comienzan a suceder en los tiempos en que los medios anuncian oleadas de crimen, muchas veces más justificadas en imágenes de impacto conseguidas por la producción que en efectivas coincidencias con períodos de incremento en las estadísticas vinculadas al delito. Sería inocente pensar que las cabezas de los distintos conglomerados políticos recaen en la repetición sistemática de estas noticias “apologéticas” sin pretensiones políticas o económicas.
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Esa lógica para generar un incremento en la presión social, manipulando los estados de ánimo y opiniones del público con información maniquea presentada como seria y objetiva, se observa sin esfuerzos en el law fare y las distintas “guerras judiciales” que deterioran las democracias modernas. Pero el debate no es si comunicar o no, la pregunta es cómo. Y la respuesta siempre es con responsabilidad.
En el 2015 la española Isabel Marzabal Manresa sacudió el avispero mediático cuando publicó su tesis doctoral llamada “Los feminicidios de pareja: efecto imitación y análisis”. En ese momento, se abrió un gran debate sobre la responsabilidad del tratamiento informativo. En su estudio, concluyó que la probabilidad de que se cometiera un femicidio era más elevada cuando, previamente, el atacante había consumido noticias de asesinatos de mujeres a manos de su pareja en prensa y televisión. Un ejemplo claro de este fenómeno social de imitación que se dio en nuestro país sucedió con el fatídico caso de Wanda Taddei. Luego de que Eduardo Vazquez, exbaterista de la banda Callejeros, asesinara prendiendo fuego a su pareja, el femicidio colmó las tapas de diarios y aperturas de noticieros. Luego de eso, 107 mujeres fueron incineradas por sus novios y esposos.
Nada de esto significa que deba dejar de informarse, sino analizar con qué recursos, si es a través del análisis para generar reflexión o la explotación sensacionalista del hecho periodístico.
No hay una herramienta de empoderamiento mayor para un ciudadano que la consciencia de lo que está sucediendo. Por ende, implica para quien desarrolle aquella tarea informativa un grado de responsabilidad que hoy no existe, ya que equivocarse al aire no paga. Para colmo, la fe de erratas tiene un grado de difusión desgraciada e infinitamente menor al del error comunicado en primera instancia.
La libertad de expresión, en ese sentido, goza de las mismas obligaciones que cualquier otro ejercicio de libertades, que es la de hacerlo sin perjuicio de un tercero. En el caso de la comunicación de masas, el perjuicio descansa sobre la inmensidad de la población, por lo que su mala praxis es determinante para el futuro de la sociedad. Es algo verdaderamente delicado. Por ese motivo, no hay espacio para esos paladines megalomaníacos de la República que lamentan y refutan la culpabilización del sector que corresponda de la prensa. El grado de responsabilidad de quien ejerce la expresión de su opinión -así todo esté dada en forma de “información noticiosa”- frente a las masas Es innegable y la negación de este hecho fáctico es de un cinismo criminal.
Esto tampoco significa, a mi entender, que el periodismo deba pagar por sus errores. La misma historia ha demostrado, a través de la infinidad de ejemplos de distintos regímenes dictatoriales -para la derecha o izquierda del abanico político-, que la criminalización de la expresión de opiniones redunda en silenciamiento de las disidencias. Pero sí implica algo que ya no podemos dejar de observar. La idea del cuarto poder ya tiene mucho polvo. Sobre todo porque ni en el podio de esa idea se incluye al poder económico privado.
En esta sociedad libre y democrática en la que vivimos, con todos los razonables cuestionamientos que pueda hacérsele a su funcionamiento, nadie que vaya en cana porque no está de acuerdo con algo. Sólo se pide profesionalismo, y eso implica quitar el ego de lado. Porque, por más que no se pague por ello, equivocarse al opinar no es gratis. Y sabemos quién queda de garpe. Por eso, creo que lo que se pide es responsabilidad a la hora de hablar para ese plano medio que se va cerrando sobre los gestos de indignación del periodista refunfuñando de turno. No mucho más.