Así vivieron los militantes la asunción presidencial en el Congreso y la Plaza de Mayo
Se miran, se sonríen y se abrazan. Tienen el grito atragantado. Lo sueltan.
-Volvimos, volvimos, volvimos.
El sudor les corre por la frente, las mejillas y el cuerpo. Están parados en la esquina de Avenida de Mayo y Paraná. De fondo, el afiche que marca la línea de comunicación del flamante oficialismo: “Lo arreglamos entre todos o no lo arregla nadie”. De costado, un cartel escrito a mano sintetiza buena parte de los sueños que van y vienen en los alrededores del Congreso a la espera de que Alberto Fernández asuma la presidencia del país: “Soplan vientos solidarios. A remontar ilusiones, compañeros”.
Un chico enfrenta la sofocación que producen los 35 grados de sensación térmica con una remera celeste de Unidad Ciudadana. Mira con envidia las banderas amarillas y azules que levanta la gente del Movimiento Kanalla. Es hincha de Colón y no oculta que le gustaría que hubiera banderas sabaleras flameando. Tampoco le esconde a su mamá el deseo inmediato que lo mueve: “Quiero meter las patas en la fuente. ¿A cuántas cuadras estamos de la Plaza de Mayo?”.
Pasaron 74 años desde que los trabajadores coparon la Ciudad de Buenos Aires exigiendo la liberación de Juan Domingo Perón. Hay tradiciones que no pierden vigencia y que le dan forma a lo que el sociólogo francés Pierre Bourdieu define como habitus, el conjunto de esquemas que hacen que alguien piense, sienta y actúe de una manera determinada.
En septiembre de 2016, Mauricio Macri afirmaba que pretendía finalizar su mandato con un dólar a $23,53 y con una inflación anual del 6,5 por ciento. Una bandera colgada contra las vallas blancas da cuenta de los objetivos incumplidos. Una señora con décadas de manifestaciones encima camina entre la esperanza de que la tasa de desempleo descienda y la convicción de que el hambre es un crimen. Lleva una remera con un mensaje de aroma matemático: “El orden de los Fernández no altera el producto”.
[recomendado postid=97017]
Si Alberto representa la cúspide del acuerdo político que le permitió al peronismo derrotar en las urnas a Macri, e interrumpir una nueva puesta en escena del neoliberalismo, Cristina concentra el afecto popular como pocas personas lo consiguieron en la historia reciente de este continente. Dicho de otro modo: la calle le pertenece.
A las 11.46 explota la primera gran ovación del día. El auto que transporta a Alberto Fernández avanza lentamente por Avenida de Mayo anunciando que se avecina el momento más esperado. Un muchacho joven se pierde de aplaudirlo porque justo se pone a charlar con otro que ofrece aguas, cocas y cervezas “más frías que el corazón de Bullrich”. Va por un choripán. Lo paga 120 pesos y enseguida lanza una pregunta a mitad de camino entre el humor y la urgencia: “¿Logrará el gobierno que la próxima vez que haya que marchar cueste más o menos lo mismo?”.
Es el mediodía cuando todos buscan el bar más cercano para prenderse a la televisión. La imagen del presidente empujando la silla de ruedas de Gabriela Michetti impacta. “Yo no podría hacerlo porque nos hicieron mucho daño. Pero lo felicito. El gesto habla de su capacidad”, desliza un hombre al que la emoción –y la transpiración- le brota por los poros. No hay tiempo para que siga reflexionando porque lo invade la avalancha que desata el ingenio popular: el “vamos a volver” se vuelve parte del pasado y el “Macri ya se fue” pasa a dirigir la batuta de la hinchada.
Nada parece con capacidad suficiente como para opacar la fiesta por estas horas. Ni quienes caminan de traje y corbata rumbo a la calle Florida y reparten aires de desprecio sobre los micros que llegan desde el conurbano. Un papá le dice bajito a su hija cuatro palabras que resultan un oasis en medio de las épocas bravas: “No nos han vencido”. Se la repite cuando Alberto Fernández nombra al ex ministro del Interior y ex procurador general de la Nación Esteban Righi en su discurso de asunción y se la repite cuando la cámara enfoca a Wado de Pedro, a Juan Cabandié y a Victoria Donda, los tres hijos de desaparecidos que ocuparán cargos de primera línea.
Mientras el horizonte -y el propio Alberto Fernández- augura múltiples dificultades económicas y potentes desafíos sociales, en la ruta hacia la Plaza de Mayo desenrejada se palpa el desahogo. Pañuelo verde en la muñeca, una chica confiesa: “Pero que no se crean que vamos a resignarnos a la nostalgia. La alegría es como el derecho a vivir mejor: nos pertenece”. El final de la oración se diluye porque su pareja la agarra de la mano para acelerar rumbo a la Casa Rosada. La calle también está asumiendo y nadie se lo quiere perder.