Si no fuera una desgracia mundial, Alberto Fernández debería agradecerle al coronavirus. Le dio la chance de construir su liderazgo político y hasta la oposición lo ungió como el  “comandante de esta batalla”.

La noticia del regreso de Cristina Kirchner desde Cuba con su hija Florencia fue escuetamente registrada por los diarios, que en otro momento hubieran dedicado una extensa cobertura.

Por primera vez desde que ganó la elección, en octubre del año pasado, se prueba el traje de jefe excluyente en la guerra contra un “enemigo invisible”, como él mismo llamó al Covid-19.

El tono marcial para combatir la pandemia se apoya en postales de época. A la mañana siguiente de haber declarado el aislamiento obligatorio en el país, el Presidente se mostró en una reunión con los jefes de las Fuerzas Armadas.

La quinta de Olivos se convirtió en un sala de situación. "El comportamiento social será determinante. Nuestra suerte se juega ahí", dice, con inquietud, un colaborador muy cercano al Presidente. Será la diferencia, insisten, entre tener 200 mil o 2 millones de infectados.

El decreto de cuarentena compulsiva rige hasta el 31 de marzo, pero a partir del 28 el Gobierno tomará cuenta de la evolución para definir si extiende el plazo y por cuánto tiempo, según explican desde el entorno presidencial.

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El único objetivo que guía las decisiones es contener los contagios, y en segundo plano quedó la economía. Aún con diferencias internas dentro de su gabinete, Fernández se inclinó por dejar a un lado las consecuencias en la actividad. Por azar, la crisis ya le brindó una excusa inobjetable para justificar el default y la recesión, que eran la prueba de fuego que se había trazado al inicio de su gestión.

No sólo se expone en esta cruzada la figura de Alberto Fernández. También se arriesgan dos generales: Horacio Rodríguez Larreta, en la Ciudad; y Axel Kicillof, en la Provincia.

Cuentan que el jefe de Gobierno y el Presidente se entienden bien ante la crisis, coinciden en las medidas y les gusta hacerse fotos juntos. Hablan más de lo que trasciende. Los emisarios que van y vienen se conocen de memoria.

Cuentan que el jefe de Gobierno y el Presidente se entienden bien ante la crisis, coinciden en las medidas y les gusta hacerse fotos juntos.

Eso contrasta con la ironía que generó el llamado telefónico de Mauricio Macri a su sucesor, el jueves, en una charla formal de unos 15 minutos. En la Casa Rosada, con malicia, dicen que el fundador del PRO se mostró preocupado por la “paralización de la economía”. Cerca del ex presidente, dicen lo contrario y describen que la charla giró en el análisis global de la enfermedad.

Larreta fue el primero en advertir que el coronavirus era un problema grave que tarde o temprano iba a desembarcar en la Argentina. Lo decía aún cuando Ginés González García negaba la posibilidad de casos en el país. Pero la Ciudad, claro, tiene más recursos para hacerle frente al desborde sanitario. Y, más aún, a la penuria económica.

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Kicillof, a diferencia del jefe de Gobierno porteño, exhibió reparos sobre decisiones extremas. En un encuentro se lo escuchó preocupado por el abastecimiento en los sectores más marginales. El Ministerio de Desarrollo Social trabaja para reforzar la asistencia a comedores y aumenta partidas, pero aún hay dudas. Los intendentes del conurbano están en alerta porque quizá deberán controlar otro fenómeno caliente: la tensión social. Por si acaso, en La Matanza, para citar un ejemplo, pidieron mayor presencia de Gendarmería.

La seguridad en el Gran Buenos Aires es un asunto que inquieta. Las fuerzas no sólo tendrán que contener el delito –que siempre muta y se adapta a los escenarios actuales- sino que también deberán controlar a los que violan la cuarentena.

Fiel a su estilo, Sergio Berni arengó en La Plata a cientos de policías bonaerenses al grito de “orden, subordinación y valor”. El ministro militar, con grado de teniente coronel, también está en guerra.