18 años de prescripción
El paquete de anuncios, leyes y decretos de esta semana fueron más que la suma de sus partes: fueron el pasaje al acto y dieron cuenta de una decisión no escrita donde el gobierno empezó a armar su agenda de la postpandemia. No quieren que noviembre sea otro octubre y eso implica medidas concretas. La confirmación de que el presidente enviará al Congreso el proyecto de ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, la legalización del cultivo de cannabis para uso medicinal y un reflejo con la decisión de retirar, llamémosle, el “paquete expansivo” del Estado para atravesar la Pandemia, que incluyó reactivar la idea del impuesto a las grandes fortunas. Casi para equilibrar hacia adentro la economía gestual del gobierno que viene con un plan de estabilización económico que sea las trae. Con una cita al historiador Waldo Ansaldi (“Soñar con Rousseau y despertar con Hobbes”), el periodista Mariano D’Arrigo retoma una de las metáforas políticas del momento: ¿en Duhalde o en Kirchner es en el espejo en que se mira Alberto Fernández? ¿Este año se parece más al largo desierto de 2002 o aún puede tener algo de ese “amor de primavera” de 2003? Diríamos: ¿inaugura una época o la cierra? ¿En dónde están las respuestas?
“El esfuerzo compartido entre el Estado, los trabajadores, los jubilados, los beneficiarios de planes sociales y las empresas para transitar la pandemia sosteniendo el empleo y evitando profundizar más aún la desigualdad social, no puede ni debe ser dilapidado”, dice el segundo párrafo del breve documento que sacó esta semana la CGT. Miremos un poquito el mundo de sus bases, el “moyanismo social” del que nos hablaba Pablo Semán. Ese mundo que va del camionero a la maestra, de la pequeña pyme al dueño del negocio del barrio. Y la CGT, ¿qué mira? Mira el rojo de sus cuentas, mira el cierre de las paritarias y mira lo que miran los demás: el desenlace del IFE y las ATP, esos anticuerpos que cuidaron estos meses el nervio del volcán, en esa frontera entre “Te salva el Estado” y los límites del propio Estado.
Los sectores que siguen presionado por la devaluación saben que un ajuste general mayor es insostenible, pero hacen un parteaguas: los de “más abajo” están relativamente contenidos por la asistencia social del Estado, pero apuntan sobre el salario de una franja de los privados registrados formales. Especialmente los que sostienen sindicatos fuertes. En el frío cálculo empresario, su experiencia les dicta que ese sector puede retroceder más: en 2002 el salario promedio tocó el piso de los 200-250 dólares; y hoy está más alto. Verdades a medias: se evita la devaluación por ahora, casi una insignia económica en medio de la tormenta, pero en paritarias se están haciendo ofertas bajas que comienzan a generar conflictos. ¿Cuánto aceptarán los gremios “pasivamente” este retroceso? Tienen poder de fuego superior a los precarios, y muchos son tiempistas, tan tiempistas, que a veces se les escapan los tiempos. Los ferroviarios (cuyos cuatro gremios cerraron un aumento del 7%) o los telefónicos que vienen de un paro nacional son casos testigos de estos cierres a la baja, sin retroactividad. Los propios estatales, rumian también.
Miremos adentro de la CGT. Su conducción, la figura de Héctor Daer, viene del acto del 17 de octubre, que desahogó la base de apoyo oficial. “En general, hay disconformidad en todas las actividades porque dicen que en distintos ministerios los escuchan pero no toman ningún tipo de resolución”, dice un dirigente. A eso se suma el rojo de las obras sociales y una “nebulosa en cuanto al tema de la financiación de las vacunas”. Esos dos motivos (faltan respuestas sectoriales para las actividades y obras sociales en rojo) organizan este malestar “inesperado”. La caída del ATP añade un problema de comunicación: no estaban enterados de esa decisión. La carta de la CGT puso sobre la mesa, en pos de alcanzar más consenso y unidad, los programas sociales, en este caso el IFE, y la fórmula nueva para los jubilados.
Se cumple otro aniversario de la muerte del historiador Tulio Halperín Donghi. Viene a cuento porque hace décadas que se habla de la lenta o larga agonía de una Argentina. Sin embargo, el mundo social creado por el primer peronismo (con modelo de organización sindical, las paritarias, la estructura de seguridad social) se niega a terminar de morir o siempre está, a su modo, con los pasos evidentes del tiempo, renaciendo. La Argentina sindical “intuye” que vienen por la suya y se encienden luces de alerta. “Hay que ordenar la macro”, está bien, lo charlamos después de la paritaria. Reflexionando en voz alta el periodista Fernando Rosso apunta a las razones de este fénix, de esta pascua constante, que “en la relación de fuerzas histórica, pese a todas los finales habidos y por haber, todavía es relativamente cierto aquello que decía Juan Carlos Portantiero: ‘A la Argentina y al peronismo le sobran sindicatos y le falta burguesía nacional’. Hace décadas que los dueños del país no le pueden poner ese cascabel al gato”. Equilibrio y desnivelación social, péndulo y tobogán al mismo tiempo. Empate hegemónico, pero heterogeneización y empobrecimiento. Y un sindicalismo más allá del sindicalismo: en la tierra argentina brotan tan rápido como las oleaginosas las luchas por vivir mejor. De esa, casi nadie se queda afuera.
Llorando en el espejo
¿A qué se parece este año que parece mil años a la vez? El 2020 es una pregunta, pero también se mira en el espejo del 2002, otro año perro. De hecho estas semanas volvió en su formato actualizado para Netflix “el Caso Belsunce”. Cuando en 2002, después del “que se vayan todos” los diarios habían empezado a ver qué había para contar por fuera de una clase –política– los titulares durante meses se hicieron sólo otra pregunta de clase –y policial–: “¿Quién mató a María Marta?”. Pregunta que no tiene respuesta hace 18 años. Cuatro capítulos que duran lo que dura un vaso de coca cola y que hace lo que hace la gaseosa: desoxidar el clavo oxidado. En este caso… el pituto. Nuevas generaciones descubren la Argentina de 2002 y 2003. “Los que ganaron”, publicó la socióloga Maristella Svampa, un trabajo sobre la vida en los countrys en 2001 (qué pasaba en esos reductos, en esos pueblos a espaldas de otro pueblo). Pero prima la opinología en la muerte de la socióloga que abrió un poco más la puerta para mirar y ensalzar eso que amamos odiar u odiamos amar… la vida de los ricos. Supongo que se trata de otra pasión: cuando estamos más pobres, más nos ocupamos de los ricos. Varios periodistas, escritores, fiscales y panelistas te hablan de la vida en un country con una ajenidad como si muchos no vivieran en barrios así, como si todos vivieran en la torre 10 del barrio Copello.
Entre culpa por un crimen y la clase se ciñe un desafío “policial”: cuántas decisiones, contradicciones, torpezas y hasta delitos cometen en un extremo personas del decil más rico. No es que actúan así sólo por encubrimiento, es que son un poco exactamente así. Cuántos llamá al amigo juez, al amigo comisario, a la cochería amiga o al fiscal amigo de papá repiten los que pagan por discreción y una vida no atada a los protocolos ordinarios de los demás. Y todo lo demás también: ¿cómo se hace guita en Argentina?, ¿cómo son los que tienen guita en Argentina? La paradoja que bien señala Mariana Moyano de un crimen en una familia poderosa que no pudo evitar su condena y su calvario. En este River y Boca, el “carrascosismo” crece desde el pie. La hipótesis “no familiar” que involucra a Nicolás Pachelo, que quedó a mitad de tabla en la serie, gana espacio. Y algo sobre el paso del tiempo es que hoy la palabra “femicidio” hubiera puesto un primer marco sobre el crimen que en 2002 no existía.
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En la causa irresuelta y debatida entre la familia y Molina Pico también pareciera haber uno de los “faltantes” en el desarrollo de la investigación, aún llevada adelante por un fiscal empecinado en poner el ojo en la familia. En Argentina, ¿existe forma de resolver algo sin violencia? ¿Sin torturar, sin “hacer confesar” a alguien? Parafraseando a Mario Wainfeld en su libro "Estallidos Argentinos": “en Argentina no se investiga sin violar las reglas, las confesiones se arrancan, decía Patti: para llegar a la verdad hay que patear un par de traseros”. De clase media para arriba este “método” se va diluyendo. Recordemos un sordo ruido del crimen de Ángeles Rawson. El portero Mangieri, hoy condenado, en uno de sus tumultuosos traslados, gritó “¡me torturaron!”. La electricidad, nuestro Sherlock Holmes. Esteban Rodríguez Alzueta, sabe de qué habla y me dice: “La violencia es velocidad, es decir, es una manera de sacarse un caso de encima, de quedar bien con los reclamos del fiscal, de los medios. La violencia puede ser muy diferente, puede llegar con rodeos, por ejemplo que te pongan en una celda con cachivaches para que te asusten, que te psicopateen con cientos de rumores mientras estás en la celda, que te paseen en patrullero antes de llegar a la comisaría y te van moliendo a palos.... La tentación de la violencia como economía procesal. Cuando falta presupuesto la violencia también puede ser la manera de suplir la guita que demandaría la investigación.” El caso Belsunce aparenta los lentos ritmos de palacio, un crimen nacido para ser irresuelto hasta el infinito. Aquellos años Clarín, que venía de poner en tapa que “la crisis causó dos nuevas muertes”, se dio el gusto de su autoconsumo irónico y tituló tras las absoluciones un: “no la mató nadie”.
Una Argentina dentro de la Argentina que la clase media mira por el rabillo de la puerta. O del espejo refractado del 2002 con paranoia y soledad. Una sociología para todos hecha con el apuro de una corrida al baño. Los prejuicios sobre una familia rica retomados un poco en el hilo aciago de la vieja crisis argentina: amar la guita y odiar a los ricos. Otro de nuestros históricos empates.