En la ciudad la gente tiene perros para mirar a los ojos de una mente sin palabras. Nada calma más la angustia que mirarse fijo y dulce con un animal que huele mal y tiene una urgencia en ladridos sin discurso por salir a mear a la vereda.

Los perros no me importan. A los cinco años sentí el calor en las manos del cachorro amarillo que me regalaba mi padre. Era un mediodía de verano en el bar de un balneario con sillas de mimbre verde, paredes blanqueadas a la cal y el olor de la fruta fermentando en una jarra de vino blanco.

Los perros son zorros sin segundas intenciones. Lo mejor de tener un perro es ver cómo se sorprende de manera nueva cada vez que ve al dueño u a otros perros en la plaza. Todo lo que le pasa a un perro le pasa por primera vez, eso es mucho para ver si a vos te pasa poco.

Está la mafia de dueños de perros que van a la plaza. Son comentaristas de fútbol de las afinidades y mala onda entre sí de los perros que corren levantando polvo, en tiempo de descuento para volver al departamento.

Pedrito era punk en los noventa. Paseaba perros unas pocas cuadras hasta su monoambiente, donde los soltaba para dormir unas horas antes de devolverlos. Los perros se aburrían echados sin ladrar, cómplices de Pedrito en la siesta larga.

Vas con un perro por la calle, pasa una chica con otro y automáticamente tenes derecho a hablarle. Un desalmado quería novia y se compró un perro. Conoció a una chica en plaza Pellegrini que resultó ser la hija de un señor muy poderoso. Se casaron, el tipo festejaba haberse salvado y al mismo tiempo tenía la angustia de no poder decidir el lugar de vacaciones y otras cosas que lo hacían sentir miserable.

Tener un perro es ser padre de un hijo de otra especie. Eso también es triste como la clase de amor que no puede ser correspondido del todo. Igual los hijos humanos nacen para ser crueles y no amar del todo a sus padres.

El olor de los perros le cierra la garganta del asco a quien entra por primera vez a su casa. Pero las casas en las que salta un perro en general reciben pocas visitas, o reciben visitas de gente muy cercana, a las que les resulta fácil el esfuerzo de respirar por la boca.

Mi hijo tiene un perro atolondrado de cuerpo fino y pecho musculoso. A veces me los encuentro y se ocupa de demostrarme que soy la autoridad. O al menos eso pienso yo, que pongo ideas adonde hay instinto o confusión.

Los dueños de los perros levantan el desecho de manera minuciosa. Se saben observados en la tarea por los que no tenemos perros y disfrutamos del momento de desgracia ajena. Hay una dignidad republicana en la tarea, en el calor que, me imagino, se siente a través del nylon.