Personas y alumnos

bell hooks suele decir que uno de los principales problemas sobre la violencia infantil es la no posibilidad de organización de los niños. Así y todo, su sensibilidad aguda les advierte lo que aún es indecible para ellos mientras los adultos lo hacen decible, pero con sus propios pesos. Vale recordar esta idea, obvia y olvidable a menudo, frente al griterío que provoca el tema escuelas.

Un tema en el que prácticamente no se los tiene en cuenta, porque cuando se los toma como referencia aparecen estereotipados, revictimizados, incluso como trofeo, pero nunca como personas. Subrayemos la obviedad con la misma insistencia con la que se advierte que los jubilados no son abuelos, son personas adultas. Bien, niños y adolescentes son alumnos, y sí, son personas.

La falta de mirada hacia infancias y adolescencias en términos políticos, desde una perspectiva social y cultural que no los anule, los proteja y respete como personas, cae históricamente en erráticas. Tal vez, la poca predisposición política tenga que ver con que no son un electorado urgente. Los sectores sociales que podrían empujar una nueva mirada del Estado, a su vez, no solo pecan de las mismas caracterizaciones, sino que incluso potencian posicionamientos que quedan atrapados bajos los ánimos de una época. En este caso, una época que enseguida pide ponerse en el lugar del otro. Es decir, sacarlo al otro de su lugar, apropiárselo, ponerle voz, tono, vivencia propia. A esta tragedia apabullante hay que sumarle el momento pandémico.

Abran la comunidad

Vacío político

Nada revela mejor una grave falta de respuestas políticas como un escenario de griterío previsible pero inmanejable en sus efectos paralelos. Y nada es más funcional a ese vacío político que un escenario lleno de posiciones alienantes que miran más a quién se están oponiendo que a lo que se oponen.

Nuestro país parece haber olvidado que en política son demasiadas las veces que dos posiciones opuestas pueden estar en lo cierto. La apertura de escuelas es una demanda tan justa como la de mantenerlas cerradas. Pero todo cambia cuando nos salimos de la manía argumentativa para entregarnos al ejercicio extraordinario que este tiempo exige.

Rever el cierre de las escuelas no implica una apertura tal como la conocíamos hasta ahora, es ahí donde la política debe hacer lo propio sin olvidar el rol que la escuela pública cumple, sus alcances más allá de la educación en términos de programas y objetivos. Por eso, más que pedir que se abran las escuelas, el pedido debería apuntar a abrir y acercar la comunidad educativa a la realidad social. Una comunidad que por compromiso público no debe ignorar que los niños y adolescentes están siendo afectados por la pandemia más allá de la predisposición a contraer el virus, más allá de la cuarentena y de clases presenciales o por zoom.

Pensar la escuela hoy es un buen comienzo para ver cómo rápidamente el “abran” o “no abran” son posiciones cortas, así como los ejemplos de lo que va pasando en el mundo. Pocos espacios son tan particulares para pensar en término país como la escuela, pero también porque esos ejemplos suelen dejar de lado los esfuerzos comunitarios y conflictos que enfrentan de acuerdo con la definición tomada.

Abran la comunidad

Un tiempo extraordinario

La complejidad del panorama invita a acompañar un proceso que pone a niños y adolescentes en convivencia con un hogar en constante tensión a partir de nuevos conflictos, los que pueden amplificar aún más los preexistentes. Como adultos, fuimos teniendo gradualmente formas de pasar este proceso, tenemos diversas herramientas para socializarlo, incluso hasta se nos fueron dando opciones de retomar en gran medida nuestra vida.

En todo este tiempo, los niños y adolescentes no tuvieron una sola política pública que acompañe su proceso, porque enviarle dibujitos al presidente vía Twitter (adultos de por medio) y dar la vuelta a la manzana no es una definición política que llegue a tocar un cuarto de las sutilezas que sabemos que puso y pone en implicancia este momento. Ni hablar en los hogares con violencias, que tuvieron duelos, situaciones económicas desfavorables, etcétera. Por eso, la demanda no puede ser tradicional, porque se necesitan respuestas y políticas extraordinarias para un tiempo extraordinario que aún no terminó y, terminado, sus secuelas seguirán.

Pensar a los alumnos como personas genera una nueva caja de herramientas que nos saca de la falsa dicotomía abrir o no abrir, dicotomía que calza como anillo al dedo para ministros incapaces y más que hipócrita en un país de playas estalladas. Una nueva caja de herramientas que exige, incluso, un ministro de Educación trabajando con otras carteras.

Escuela en Alemania
Escuela en Alemania

Comunidad, divino tesoro

Resulta preocupante, más que los griteríos de los adultos que se hamacan en la grieta y su narcisismo de redes, incluso más que los políticos haciendo agua, un nuevo discurso que se repite con prepotencia: “somos docentes, no somos niñeros”.

Pensar la escuela es también recordar que su condición de pública no es solo la gratuidad. En un país como este, es también otro montón de cosas esenciales, desde antes que la pandemia redefina lo esencial. No necesitamos ser morbosos ni jerarquizar dramas. Sabemos de lo que estamos hablando. Hemos defendido a lo largo de las últimas décadas demasiadas veces su condición pública y a los docentes. Es, tal vez, el único pacto social en pie. Esos motivos por los que marchamos son las razones por las que, sin ser niñero, el docente es tanto más que enseñar a sumar. En ese sentido, prefiero quedarme con esto que twitteaba hace unos días Alejandro Galliano: “En los 80 se quebró la solidaridad entre empleados públicos y el resto de los trabajadores: mientras éstos se empobrecían, aquellos mantenían su empleo y ‘atendían mal’. Así aislados fueron una presa fácil en los 90. Los docentes sí mantuvimos la solidaridad social. Cuidémosla”.

La situación no amerita chicanas, no amerita el error de decir que la escuela no está para criar hijos ajenos. Porque la escuela es el primer espacio de encuentro consciente con aquello que nos es ajeno. Es el espacio donde aprendemos a ser sujetos con el otro, a reconocer esos lazos solidarios sociales, a componer un sentido de comunidad. Una comunidad que, antes de su noción macro, funciona en nuestras infancias y adolescencias como el único lugar en el que lo aún indecible para nosotros puede desquitarse de los adultos depositando su peso en ello: es en la escuela que nace nuestro lenguaje generacional, el que, aunque no lo sepamos exactamente en esos términos, nos humaniza y funciona como la primera idea de resistencia y salvación. Lo que nunca es poco en este mundo, pero menos en este mundo de hoy que naturalizó la muerte, el duelo sin despedida, banalizó la libertad, lo colectivo devino en sectorial y, finalmente, ni vieja ni nueva, apostó a darle más normalidad a la normalidad.

Por Bárbara Eva Pistoia.