Urquiza, el librito y el paisito
Y entonces, entre Urquiza, brasileros y correntinos, se cargaron a Rosas y al matrimonio por conveniencia con Buenos Aires.
Don Justo José, victorioso, se paseó por Buenos Aires sin esperar al ejército brasileño, porque si te he visto no me acuerdo. También designó un gobernador: Vicente López y Planes. Sí, el del himno, un polifuncional que agarró a cambio de $200.000. Hay que decirlo, este padre de no menos de 23 hijos decidió profesionalizar las lealtades, repartiendo biyuya a diestra y siniestra desde la residencia de Rosas.
Y ahora, con la vuelta de los exiliados de Montevideo, se vendría un nuevo cisma.
De un lado, los federales con Urquiza a la cabeza que pretendían, por fin, organizar este conventillo. Por otro, los liberales porteños que no querían saber nada con entregar a la gallina de los huevos de oro - o aduana - y sin ningún empacho en ir a una secesión.
Pero el entrerriano quería consensos, así que mandó a llamar a todos los gobernadores – sale mucho eso de engrampar a todos cuando la mano viene pesada – para meter los piecitos en el mismo plato y firmar un acuerdo. Esta vez el de San Nicolás.
A todo esto, y a instancias de Bernardo de Irigoyen – ya lo iremos conociendo –, las provincias ya habían delegado en Urquiza el manejo de las relaciones exteriores y del proceso de organización de este patio.
El pacto
Este acuerdo establecía la vigencia del Pacto Federal de 1831, el llamado a un Congreso General Constituyente en Santa Fe y la creación del cargo de Director Provisorio de la Confederación Argentina que sería, obviamente, para Urquiza.
Todos firmaron y mandaron a sus provincias a ratificar el acuerdo. Cuando ya nos sentábamos a comer perdices, Buenos Aires se salió con un domingo siete. La Sala de Representantes no lo ratificó, los liberales dijeron que así no, que Urquiza era un dictador y chau picho.
Renunció Vicente López y pusieron a Pinto. Pero Urquiza mandó al ejército y repuso a López que ya estaba con más ganas de volver a escribir estrofas que de firmar decretos, así que, harto de todos, volvió a renunciar.
A veces no se puede delegar, habrá pensado Urquiza cuando se hizo cargo de la gobernación porteña. Desde ahí sentado, convocó al Congreso Constituyente, reconoció la independencia de Paraguay, nacionalizó los ingresos aduaneros y abolió la pena de muerte por causas políticas. También desterró opositores, como para que supieran cuanto valía un peine. Y se fue a Santa Fe a abrir el Congreso.
Pero a Buenos Aires le estaban tocando los huevos y un poco bueno, pero tampoco tanto. Como suele pasar cuando se meten en el bolsillo algunas diferencias fueron olvidadas y terminaron aliándose antiguos rosistas y anti rosistas, en memoria y honor de vaya uno a saber cuantos fusilados.
El delegado de Urquiza se tuvo que ir a Entre Ríos y se restituyó la Sala de Representantes, se desconoció el Congreso Constituyente y se reasumió el manejo de las relaciones internacionales.
La independencia de Buenos Aires
Buenos Aires era, ahora, un Estado independiente, dueño de todo lo suyo y con un gobernador: Valentín Alsina.
El nuevo Estado proyectó invadir Santa Fe y Entre Ríos. Pero le dieron saco en todos lados, incluso se le amotinaron los efectivos rosistas del ejército que tampoco andaban con ganas de guerrearle a la Confederación. Alsina renunció y se produjo la tercera asunción de Pinto, un cristiano de profesión gobernador de Buenos Aires.
A los que iban a invadir Entre Ríos les dieron para que tengan y guarden, y al General Paz hubo que recularlo hasta Buenos Aires perdiendo San Nicolás. Así, los federales sitiaron al Estado sedicioso.
Pero Buenos Aires tenía una carta, la de siempre, la tarasca. Así que, para terminar con este drama, untaron a unos cuantos jefes federales que fueron abandonando el sitio. Hasta el comandante de la flota se retiró, dejando los barcos para los porteños por la exquisita suma de $5000. Alto guiso.
Todo el balurdo, recordemos, empezó porque había que organizar este pelotero. En eso andaban los congresales en Santa Fe, escribiendo lo que conocemos como “el librito”, inspirado un poco en la Constitución norteamericana, el proyecto de Alberdi plasmado en su “Bases…”, algo de la española de 1812, la pepa y con cositas de los proyectos constitucionales que ya habíamos desechado.
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La primera Constitución Nacional
Entonces se sancionó la Constitución nomás el 1º de mayo de 1853, bautizando a este país como Confederación Argentina, bajo un régimen federal. Se declaró Paraná capital provisoria hasta que se uniera Buenos Aires y se aprobó un tratado de libre comercio con Francia e Inglaterra.
A Urquiza lo eligieron presidente con el unitario sanjuanino del Carril de vice, como para que todos mojaran su pan en la salsa. También se federalizó todo el territorio de Entre Ríos, cosa que don Justo pudiera mantener el poder en su provincia.
Pero ser pobre complica las cosas y la Confederación tenía bolsillos flacos. Fuera de la cría de ganado en la Mesopotamia, el resto de las provincias tenían una economía de subsistencia y ni los créditos brasileros, ni el establecimiento de colonias agrícolas sacaba al terruño de la miseria. Encima si se comerciaba con el exterior había que pasar por la aduana de Buenos Aires y dejar ahí unos buenos morlacos.
La Confederación intentó reforzarse con las Leyes de Derechos Diferenciales, estableciendo ventajas a los productos que llegaban a su región sin pasar por Buenos Aires. Pero entonces, Alsina, que había vuelto a la gobernación porteña, decretó la prohibición del paso por aguas porteñas de productos de la Confederación. Quilombo.
Faltaba la excusa para que todo se fuera al carajo de nuevo y la excusa llegó desde San Juan con el crimen del caudillo Nazario Benavídez, hecho celebrado en Buenos Aires, especialmente, por Sarmiento. Urquiza mandó una intervención federal y se desayunó que Buenos Aires no era inocente. Y se armó la batalla – poco original - de Cepeda.
Una nueva batalla
En Cepeda el ejército porteño, al mando de Bartolomé Mitre fue derrotado. Pero Urquiza optó por moderarse y, en vez de invadir al estado díscolo, acampó en San José de Flores para negociar.
Así se firmó el Pacto de San José de Flores, en 1859, comprometiendo la vuelta del hijo pródigo a la Confederación que aceptaría las reformas constitucionales que se trajeran los porteños quienes renunciaban al manejo de las relaciones exteriores.
En tanto, el Estado porteño subsidiaría provincias empobrecidas, correría con los gastos de la nueva constituyente y demoraría todo lo que pudiera el trámite mientras recuperaba el control de los ingresos aduaneros mediante un complejo sistema de reintegro.
Por supuesto, a los federales del interior no les gustó mucho que el vencedor negociara como si fuera el perdedor. A Urquiza se le embrollaba el final del mandato y, con un acuerdo destinado a fracasar, le pasaba la banda al cordobés Santiago Rafael Luis Manuel José María Derqui Rodríguez.
Organizar el bulo tenía su costo y en breve nos llegaría otra factura a pagar.