La infamia de la batalla de Pavón
Pacto sobre pacto se iba armando este burdel. Incluso con una Constitución y todo, como Dios manda. Nos faltaban algunos flecos, pero nos íbamos rumbeando a una cosa seria. Sin Buenos Aires éramos más pobres que el Chavo, porque con Buenos Aires no alcanzaba, pero sin Buenos Aires no se podía.
Así que había que seducir al Estado díscolo, dejarle la aduana a cambio de subsidios para el resto y meterle dos ministros en el gabinete, como el de hacienda. Además, había que ver cómo se acomodaban los melones en la carretilla.
También pasamos a ser la Nación Argentina, así con toda fastuosidad.
Quedamos en que el final del mandato de Urquiza fue movidito porque se empezó a pudrir el estofado y ahí mismo se fue. A su vez, se eligió un nuevo presidente: don Santiago Derqui, cordobés de nacimiento y ex ministro del interior del entrerriano, a la postre un tipo que ya venía negociando con Bartolomé Mitre y a las patadas con Salvador del Carril, el vice de su antecesor.
Pero en San Juan, otra vez San Juan, a uno se le ocurrió que asesinar al gobernador Virasoro era una gran idea. Y lo mató. Atrás de la revolución no estaba otro que Domingo Faustino Sarmiento que instigó y financió la revuelta y, además, la celebró en la prensa.
El presidente tuvo que intervenir la provincia con Juan Saá, el gobernador de San Luis. Sí, Saá, ¿qué diablos les sorprende?, que redujo a los loquitos y fusiló al cabecilla.
Imaginemos a Buenos Aires. Mitre puso el grito en el cielo y le exigió a Derqui un castigo ejemplar para Juan y la restitución de los liberales en San Juan. Tal vez la respuesta fue un corte de manga o algo similar, porque Mitre retiró a sus ministros del gabinete nacional y dejó de pagar el subsidio aduanero que, en realidad, tampoco estaba pagando.
La Confederación volvía a ser pobre, el interior un polvorín y Buenos Aires un Estado aislado pero rico.
Mientras Córdoba quiso resolver el tema de Saá por las suyas y se mandó con una invasión que Derqui ordenó frenar. Otro corte de mangas fue la respuesta y que los problemas de mi provincia son mis problemas, ocúpese de lo suyo, señor Presidente.
Córdoba fue la gota que rebalsó el vaso. Se pudrió todo. Derqui decidió intervenir la provincia en forma personal (único caso en la historia) y mandó a todos los gobernadores a armar sus ejércitos. De vuelta, íbamos a resolver las cosas a cebollazos.
El presidente formó su ejército con base en la Docta y el tatarabuelo de Esmeralda se puso al frente del ejército porteño. Como suele ocurrir en este baldío, dos tipos que habían sabido compartir cafecitos estaban cegados en destriparse en una guerra.
La tercera posición era Urquiza, que ya estaba hasta los huevos de Derqui y entendía que sin Buenos Aires se iban a morir de hambre, así que prefería negociar y que lo dejaran gobernar su feudo en paz mientras seguía procreando como para poblar dos litorales.
Así y todo, el presidente lo puso al mando de las tropas nacionales.
Por las dudas, Derqui tenía in pectore a Saá para ponerlo al frente del ejército si Urquiza se bajaba, así que el padrillo entrerriano no se bajó un carajo.
Con Buenos Aires declarada en sedición como marca la ley, porque para hacer barbaridades también hay que mirar de reojo las normas que las regulan, nos vamos a meter en la batalla de Pavón.
Las fuerzas de Urquiza estaban bien formadas y superaban en número a las disciplinadas huestes de Mitre. Podía ser parejo, pero los nacionales pagaban un pelín menos en las apuestas. Además, Mitre ya había demostrado no era Napoleón, precisamente.
El trámite fue rápido y turbio, como la mayoría de las cosas que pasan acá, vean.
Para que tomemos el pulso, las tres alas de caballería porteña fueron devastadas en pocos minutos por las unidades de Saá, López Jordan y Galarza. Los porteños que no fueron prisioneros, todavía están reculando en ojotas.
Pero la infantería porteña sí se hizo fuerte contra la columna central de los nacionales. Urquiza, ante este panorama, se retiró sin poner en juego al ejército entrerriano. En San Lorenzo tomó conocimiento de la victoria de la caballería, pero jamás volvió al campo de batalla. Abandonó.
Mitre había retrocedido hasta San Nicolás convencido de haber sido derrotado nuevamente, el famoso “no dispare que ha ganado, General”.
Si habrá sido turbio, que don Bartolo tardó un par de días en entender qué pasaba e invadir Santa Fe, vía Rosario.
Difícil explicar qué pasó, desde la intervención de la masonería a la que ambos jefes pertenecían, que quiso impedir una masacre mayor, hasta un arreglo entre Urquiza y Mitre por el que el entrerriano salvaba su ropa, su fortuna y su palacio a cambio de pasar por la piedra a Derqui que ya lo había jodido bastante.
Pero acá nadie es magnánimo. Por eso, Sarmiento, con indudable vocación didáctica, le pidió a Mitre que no ahorrara en su avance sangre gaucha, que la usara de abono para la Nación y que a Urquiza le tocara Southampton o la horca. Después se dedicó a hacer escuelas y enseñar la tabla del dos.
Gloria y loor, honra sin par.
A partir de ahí el ejército porteño avanzó sin resistencias. Derqui, que ya no podía reunir un regimiento a la altura de las circunstancias, se fue a Montevideo, sin renunciar y pidiéndole por carta a su vice, Pedernera, que arreglara con Urquiza. Pedernera asumió el ya inexistente gobierno, desconocido por propios y extraños, mientras Urquiza cedía sus unidades al ejército de Mitre y a Buenos Aires le salía, en la perinola, el tomatodo.
Todos los gobernadores federales fueron depuestos y reemplazados por unitarios porteñistas o, donde no había, por el propio ejército. Salvo Urquiza que, claro, ahí se quedó. Al que se lo encontraba con divisa punzó se le cortaba la cabeza, porque había que civilizar esta selva, vamos.
Cuando eran degollados o fusilados los federales gritaban “Viva Urquiza”, pero a Urquiza todo le chupaba tres hectáreas de huevos y se la pasaba de rositas en el San José.
Por supuesto, ya puestos en la vereda del sol, todos le encargaron a Mitre, nuevo amo y señor, la organización de este conventillo.
Será presidente y un personaje fascinante en todo lo que viene. Y lo que viene, además de organización nacional, es una de las páginas más vergonzosas de la historia de este país.