El juego de la silla
Resulta que para 1536, España era el Imperio donde “nunca se ponía el sol”. Los Reyes Católicos habían reconquistado y unificado España y habían extendido sus dominios mas allá del Atlántico, como ya hemos visto.
Cuestión que todo ese yugo le cayó de regalito al nieto, Carlos. Podríamos escribir un libro sobre sus papás, Felipe el Hermoso y Juana La Loca, pero vayamos directo al chico que nació en Bélgica, durante un banquete y en un retrete.
Cuando palmó su abuelo Fernando, el poder debía recaer en su madre, que estaba loca de remate, así que el chaval, que no tenía ni idea del idioma y desconocía hasta el nombre de la patria materna, le reclamó al Consejo de Castilla el título de Rey. Para hacerla corta, se lo dieron, escaramuzas mediantes, aunque pidiéndole un poco mas de respeto hacia su progenitora. Para completar el currículum, cuando murió su otro abuelo, Maximiliano I de Austria, le cayó la coronita del Sacro Imperio Romano Germánico. Y así Carlos I - y V - se tuvo que poner a trabajar a tiempo completo, claro, hasta el día que abdicó para retirarse a Yuste con el único fin de dedicarse a su verdadera pasión, los relojes.
Pero, volviendo a la parte que nos toca, Carlos, se lanzó a buscar el oro, la plata, los esclavos y todo lo que pudiera sacar de América para mantener la maquinita que estaba dale que te dale para mantener el circo. Y la emprendió en serio.
Con Cortés en México y Pizarro en Perú hizo punta, y luego diversificó. En el caso que nos convoca, los portugueses ya estaban en Brasil y, con Asunción y el Río de la Plata vacantes, la geopolítica del momento era el juego de la silla. Y había que sentarse. Así que nombró Primer Adelantado, Gobernador y Capitán General a don Pedro de Mendoza y Luján, granadino, de su Corte y partícipe del saqueo de Roma quien lo convenció ofreciéndose a costear la aventura, movido por las versiones de la existencia de una riqueza colosal en este confín del planeta. Téngase presente que el aventurero tenía derechos sobre las riquezas descubiertas, nadie era valiente gratis.
Y se hizo al chapoteo, nomás. Con cuatro mil ducados, catorce barquitos y unos tres mil hombres que, como ya habíamos dicho, no eran lo mejor de cada casa.
Después de lidiar con tempestades, una traición - con su respectiva, y ejemplificadora, ejecución - y un breve desembarco en lo que hoy es la pintoresca Colonia del Sacramento, un 2 o 3 de febrero de 1536 estableció un puerto y dos fuertes fundando así a la Ciudad del Espíritu Santo y Puerto de Santa María del Buen Ayre, en el Parque Lezama, más o menos. El encargo imperial era una fortificación de piedras, pero, como acá piedras no había, hubo que conformarse con barro, paja y tapias de tierra apisonada para proteger el fuerte. El vivir con lo nuestro de la época.
La expedición
Para abreviar, la cosa empezó como la de Colón, buena onda con los originarios e intercambio de baratijas por bienes y servicios. Hasta que, como todo en estas latitudes, se complicó. El trato de los españoles parece que no era muy correcto, los Querandíes se hartaron y dejaron de llevar los suministros, y a los europeos no se les ocurrió mejor idea que reclamarlos a punta de espada. Y se fue la convivencia al carajo, en quince días.
El desaguisado siguió con el hermano del adelantado, don Diego de Mendoza, intentando pasar por el filo a los Querandíes, pero le dieron las del pulpo y, encima, a modo de represalia, los lugareños armaron una alianza con los otros vecinos. Sitiaron el fuerte, sometieron a los gallegos a la hambruna e incendiaron las chozas con bolas de fuego que arrojaban desde el otro lado de la empalizada. Cabe aclarar que incendiaron todas las chozas, salvo la de don Pedro, cuyo techo era de tejas y no de paja como el resto. Porque acá los privilegios vienen de lejos.
Seis meses después los nativos lograron entrar al fuerte, incendiarlo y reducirlo a la nada.
Mendoza y unos pocos sobrevivientes huyeron hacia el norte, donde estaban los fuertes de Corpus Christi – en el lugar donde había estado el también malogrado fuerte de Sancti Spiritus, porque la cosa acá no se daba bien – y el de Buena Esperanza a tratar de encaminar las cosas y empezar de nuevo.
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Sintiéndose ya muy enfermo, y ante el paisaje poco agradable y la falta de refuerzos, delegó el mando y volvió a Buenos Aires para embarcarse a España, adonde nunca llegó. Murió en el mar, con una sífilis para cuarenta.
Después de un sainete institucional muy típico nuestro – tres tipos adjudicándose la banda - y mediando una Real Cédula de dudosa interpretación, Buenos Aires quedó bajo el gobierno de Domingo Martínez de Irala. La ciudadela mas o menos se reconstruyó, pero el hambre, las enfermedades y todas las desgracias habidas y por haber lo llevaron a tomar la decisión que lo haría pasar a la posteridad: prender fuego la toldería, juntar los petates y rajarse todos a Asunción, la nueva base de operaciones.
Pasaron cuarenta años, y en España ya no estaba el Emperador, sino su hijo Felipe II, muy preocupado por la cosa religiosa. De este lado del Atlántico, Asunción estaba asfixiada. Y España, para qué nos vamos a engañar, tampoco la estaba pasando bien.
Todos necesitaban un puerto. Así que un tal Juan de Garay convocó a quien quisiera acompañarlo - a su costa y riesgo - a fundar un nuevo asentamiento. Desde Asunción, y con una carabela, dos bergantines y unos sesenta paisanos, se fue al sur. También lo acompañaron en canoa algunos guaraníes, porque acá siempre hay que andar por la vereda del sol.
Ni bien llegó al Riachuelo, desembarcó. Desestimó el emplazamiento anterior, y se asentó cerca de la actual Plaza de Mayo, protegido por las aguas poco profundas del Río de la Plata y por barrancas que dominaban el Riachuelo y el Maldonado.
Y plantó el rollo nomás, un 11 de junio de 1580 fundando la Ciudad de Trinidad.
Garay acordonó unas cincuenta manzanas - cuarenta y seis urbanas y el resto de huertas -, designó el lugar para la Catedral y la Plaza Mayor. Repartió las tierras y constituyó el primer Cabildo. Y, como la experiencia no siempre es un peine que nos dan cuando nos quedamos pelados, se ocupó de los Querandíes.
Y así se hizo la Buenos Aires, a secas, ya sin el Trinidad y con dos fundaciones en el lomo. La que sería, ni mas ni menos, la Reina del Plata.
Y cuando la cosa se encaminaba, seguían llegando señales de lo difícil que sería todo en este burdel. En 1583, los Minuanes se cargaron a don Juan de Garay.