De lodazal a metrópoli: Buenos Aires entre Hernandarias y la fundación del Virreinato
Estamos en pleno período de conquista y expansión, así que lo gobernadores debían fundar poblados y administrarlos. Con lo que había.
Para ordenarnos: a esta altura pertenecíamos al Virreinato de Perú y éramos la Gobernación de Nueva Andalucía – como Nueva Ámsterdam, que después fue Nueva York, pero española, ni holandesa ni inglesa –, también conocida como Gobernación del Río de la Plata y Asunción.
Acá nos tocó de gobernador un criollo, Hernando Suárez de Toledo Saavedra y Sanabria Calderón, para nosotros Hernandarias, a secas. Hijo de una española que vino a poblar las indias y, a la postre, yerno de Garay.
Ganado, escuelas y villas
Hernandarias no solo fue fundando y organizando pueblos, también desparramó ganado a diestra y siniestra desde Asunción hasta las pampas, pasando por Uruguay y el sur de Brasil. En la parte que nos ocupa, se atareó en hacer crecer el villerío portuario de Buenos Aires. Creó las primeras escuelas, instaló hornos de ladrillos y tejas y reparó el fuerte que servía para repeler piratas. Además, construyó el torreón defensivo de Vuelta de Rocha después que los ingleses saquearan los barcos anclados. Y empezó a ocuparse de un tema insoluble, el contrabando. Situó la Plaza Mayor, el Cabildo y la Catedral en sus lugares definitivos.
También hizo viajes de exploración donde siguió poblando ganado. Incluso fue capturado por los Tehuelches, pero pudo escapar. Suprimió las mitas y encomiendas que, recordemos, era el procedimiento por el cual los colonos gozaban de los frutos del trabajo de los nativos a cambio de su evangelización, y de su muerte también.
Digamos que un buen emperador, pero no alejado de ciertas polémicas. La más importante, su aversión a la yerba mate, a la que consideraba difícil de tomar, un vicio, y, miren si era consecuente, que hasta hizo quemar una partida que salía para el Perú. Jamás se expidió sobre la eterna pelotera entre dulce o amargo.
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Mientras tanto, al otro lado del Atlántico
Carlos I había dejado un Imperio de putamadre, Felipe II, a fuerza de oro americano, manejaba una diplomacia y unos militares que daban miedo, Felipe III le empezó a entrar al derroche, la corrupción y terminó por echar a los últimos moriscos de España, un grupejo trabajador, pero que a la inquisición le molestaba.
Después, Felipe IV – no fue el período mas lúcido en eso de elegir nombres – despilfarró en mujeres y placer el sacrificio de su familia y un país entero y se metió en guerra con Holanda. Pero lo peor que hizo fue a su hijo, Carlos II, un adefesio al que le pusieron dos reinas porque el pobrecito no lograba dejar descendencia, tal que se murió y, con él, los Habsburgo.
La cosa esa de anexar lotes casando primos hermanos había hecho estragos genéticos inconmensurables.
Con todo eso, y después de una flor de escabechina, vinieron los Borbones. Entonces acá, también eramos Borbones. A esta buena familia, de Francia, le costó caro comprarse el Monopoly gallego, como puede verse en el Tratado de Utrech que, entre otras cosas, le permitió a Gran Bretaña comerciar con sus colonias. El zorro al gallinero, regio.
Cuestión que, en estas pampas, que tanto le servían a la maquinita de mantener reyes, la cosa se ponía difícil. El Virreinato de Perú era enorme, Portugal miraba con cariño la banda oriental, el Río de la Plata tomaba importancia para defender Buenos Aires y Montevideo y, además, los ingleses andaban explorando legalmente la zona, imaginemos con ganas de qué.
Administrativamente era un carnaval y las autoridades estaban tan lejos que, para cuando se enteraban del zafarrancho, la leche ya estaba derramada.
La cosa no estaba fácil en Buenos Aires
El puerto funcionaba para toda actividad ilícita que gustara mandar. Esclavos, frutos y cuero, sobre todo cuero, la gran moneda de cambio de la época. Vale aclarar que en aquel tiempo la vaca era un animal todo forrado de cuero. Es que, aparte del sebo y la lengua, era todo lo que se usaba, el resto se pudría al sol. Mientras, crecían las enfermedades que traían los esclavos y la cría natural de alimañas que, por la mugre que nadie levantaba, nos posicionaba como reserva natural de relevancia mundial.
Y ahí andábamos, entre corsarios y piratas que le tomaban la leche al gato español, contrabandistas y, de paso, rehenes de las disputas entre España, Portugal e Inglaterra. Hasta que Carlos III, un tipo bien asesorado y profesionalizado, puso la cara para arreglar el desaguisado administrativo de los territorios ultramarinos y creó el Virreinato del Río de la Plata, con capital en Buenos Aires, donde España tenía un fácil acceso desde el Atlántico, mandando a Pedro de Cevallos como nuestro primer Virrey.
Y, como en todo berenjenal, la salida fue por arriba. Si en este solar todo era comercio ilegal y el puerto estaba sometido a restricciones que rozaban el ridículo, entonces, Carlos III prohibió la extracción de oro y plata sin amonedar si no era por el puerto de Buenos Aires, además, dictó el Auto de Libre Internación autorizando a introducir productos al interior del Virreinato. En poco tiempo la capital gozaba del Tratado de Libre Comercio y del comercio intercolonial, inclinando la balanza del progreso en favor de la ciudad portuaria, relegando la suerte de los pueblos del interior.
Gracias al comercio, entre 1780 y 1800, Buenos Aires progresó a pata ancha, importando y exportando. También contrabandeando, por costumbre, lo de siempre, la cosa sana.
Así, mientras el interior se empobrecía, como siempre en este bendito país, la capital fue incorporando alumbrado público, adoquines y hasta templos de material. En este período también se dió una ola inmigratoria de españoles y franceses, la mayoría comerciantes y estancieros. La crema, oigan.
Se emplazaron la Iglesia de Nuestra Señora del Pilar en Recoleta, la Plaza de Toros, el Teatro de la Ranchería y se fundó el Colegio de San Carlos para niños de diez años, hijos de vecinos reconocidos y cristianos, claro.
A estas horas Buenos Aires era la ciudad mas importante de Hispanoamerica. Además, como ingresaban libros, periódicos y panfletos europeos se tenía un gran acceso a las nuevas ideas liberales del viejo continente, creciendo culturalmente y dando lugar a movimientos emancipadores.
Pero eso recién empezaba, habría un par de paradas antes. Ya veremos.