Los piratas, que venían de destrozar a la armada española en Trafalgar, quedándose con el dominio oceánico, y de perder sus colonias de América del Norte, vieron con buenos ojos caerse en estas tierras a por un buen botín en metálico.

Con ese pretexto, el Comodoro Popham consiguió que le dieran permiso para tal aventura, pero acompañado por un recién nombrado, y bien contactado, General al mando, don William Carr Beresford, hoy, nuestro personaje.

William Carr Beresford.
William Carr Beresford.

De Virrey ejercía el Marqués Rafael de Sobremonte y Nuñez que, lejos de esperarse a estos muchachos por Buenos Aires, los esperaba en Montevideo. Así que movió ahí a sus mejores hombres, dejó la resaca acá y, cuando abrió los ojos, tenía a un imperio tocándole los huevos.

Sin demasiado esfuerzo los ingleses desembarcaron en Quilmes y, muy tranquilamente, se hicieron con la ciudad.

Ya dijimos que Sobremonte estaba atento por la suerte de Montevideo, así que, al costo de un par de escaramuzas vecinales, Beresford se fue a izar su pabellón, ocupar las nuevas oficinas con vista al río y a repartir los ravioles disponibles.

Y así, durante la friolera de cuarenta y seis días, entre junio y agosto de 1806, el General William Carr Beresford fue nuestro gobernador. Y nosotros, ingleses.

Pero repasemos un poco el currículum del tal Beresford. Fue el ojito derecho de Wellington, peleó contra Napoleón en Egipto, contra los independentistas de Norteamérica, fue miembro del parlamento británico, ahora gobernador de Buenos Aires y, luego, gobernador de Jersey. Evidentemente era una época donde para ser gobernador no se necesitaba de Duranes Barbas. También era tuerto, para más señas.

Lejos de iniciar un zafarrancho, mantuvo a las autoridades a cambio de que juraran lealtad a su nuevo Rey, Jorge III. Todos Jorgistas de la primera hora. Después se ocupó del botín, así que le exigió a Sobremonte que poniendo estaba la gansa, con el apoyo de los comerciantes que querían recuperar los objetos que les tenían retenidos. Sin muchas opciones, y con ganas de seguir sosteniendo la cabeza sobre sus hombros, el Virrey lo entregó, pero con sus condiciones: que no se llevaran el botín a Londres hasta que no se determinara si era un botín legítimo. Por supuesto que Beresford, ni bien se hizo con los valores, los mandó rápidamente en un barquito a Londres, oiga.

Marqués Rafael de Sobremonte.
Marqués Rafael de Sobremonte.

Para este momento el gobernador tenía de su lado a la mayoría de los comerciantes y funcionarios que ya habían jurado y militaban al nuevo Rey, a raya a los militares que, vencidos sin llegar a defenderse, juraron no tomar las armas contra la nueva Madre Patria. Y a la Iglesia católica, que ya había obtenido su reconocimiento y protección. Para más, las jóvenes de las familias de alta alcurnia ya andaban del brazo de los oficiales ingleses y del mate ya pocos se acordaban, porque a las cinco o’clock se disponían al té.

De España ni noticias

Beresford, evidentemente, no tenía en cuenta que estaba en la cuna universal de la grieta. Así que era imposible que todos estuvieran de acuerdo con sus nuevas ideas de libre comercio, baja de tasas – bajó del 42 al 12,5% si era mercadería inglesa y al 15,5% si provenían de Holanda o Alemania -, sus barcos repletos de mercadería, sus rotondas y sus plazoletas.

Hubo un grupo que no quiso, otra vez, espejitos de colores. Ni ser bilingües tampoco, que buena plata les hubiera ahorrado a los papis ahora.

Y así fue como un tal Martín de Alzaga, un alavés que se había instalado en Buenos Aires para dedicarse a su pasión, el comercio, puso su fortuna para reconquistar la ciudad. El comercio eran armas y esclavos, pero comercio al fin. Su plan fue alquilar las casas que daban a la Plaza Mayor, cavar túneles para minar el fuerte y reunir gente en secreto para adiestrarlos en un campo de Perdriel con la idea de formar un ejército.

El gobernador olió que la mano venía fulera y empezó a informarse con soplones que no eran mas que criollos ya acostumbrados al calorcito del nuevo sol. Cuestión, mandó a incautar armas y pidió refuerzos a Londres, pero mientras, atacó el campamento en la batalla de Perdriel, dispersando a los milicianos que, pese a la derrota, salvaron la ropa.

Y acá aparece don Santiago de Liniers, desde Montevideo y con tropas para iniciar la reconquista, sumándose a lo organizado por De Alzaga. Decidieron no esperar a Sobremonte que venía de Córdoba a galope lento. Liniers y sus tropas, en medio de una tormenta, avanzaron hasta el fuerte a exigir la rendición inglesa. Pero nuestro gobernador se negó y dijo que iba a resistir. Así, con dos huevos. Hasta que lo atacaron, le entraron cebollazos por todos lados y se rindió.

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El fin de nuestros días como ingleses

En la Plaza Mayor – a partir de ahí De La Victoria –, Beresford capituló ante Liniers, y así terminaron nuestros días de ingleses. El hecho se recuerda con un infame cuadro de Charles Fouqueray que domina una sala de nuestro Museo Histórico Nacional, pintado en 1909. En ese cuadro, Liniers parece decirle que no hace falta que le entregue el sable, que ya iba a tener revancha y podía necesitarlo y que, por favor, Inglaterra no se enojara mucho con nosotros. El sable del rendido obra hoy en ese mismo museo, a centímetros del cuadro.

La explicación es razonable, a esa altura le debíamos a cada santo una vela, e Inglaterra era la jefa de los santos.

Como rendirse en aquellos tiempos era una cuestión que afectaba al honor y la vergüenza de los hombres, Beresford pidió algunas ficciones en la rendición que lo salvaran de ser ejecutado, Liniers cumplió, a cambio de que no volviera a tomar las armas contra España, de nuevo nuestra Madre Patria. Finalmente lo mandaron a prisión a Catamarca – imagínense el nivel de destierro – pero logró escapar y, barco inglés mediante, huyó a Montevideo donde lo esperaba Whitelocke para empezar de nuevo.

Santiago de Liniers.
Santiago de Liniers.

A Beresford, lo nombraron mariscal del ejército portugués, tuvo a sus órdenes a un tal José de San Martín – en la batalla de Albuera -, organizó al ejército portugués en Río de Janeiro – aunque por su juramento de 1806 no participó del ataque a Montevideo -, fue nombrado Vizconde y murió, en Londres, en 1854.

Sobremonte tuvo que delegar el mando militar en Liniers y el político en la Real Audiencia y se organizaron los primeros cuerpos militares con los hombres aptos, donde las tropas elegían oficiales y los oficiales a sus jefes. Nacía así la elite cívico - militar.