Ay, Patria mía: la historia de Manuel Belgrano
Este 20 de junio, Día de la Bandera, se festeja el 200° aniversario del paso a la inmortalidad de Manuel Belgrano.
Se llamaba Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, nació un 3 de junio de 1770 en Buenos Aires en una familia bien y vivió varias vidas en sus cincuenta años.
Belgrano fue más que un general y creador de la bandera. Fue un estadista, quizás, el hombre más lúcido y desaprovechado de su tiempo.
En aquellos años, las familias acomodadas no mandaban a sus hijos a colegios bilingües o con inglés a contra turno. Los mandaban al Colegio de San Carlos y después a España. Tal hicieron con nuestro personaje de hoy.
Se formó como abogado entre Salamanca y Valladolid, especializándose en economía. De primera mano, y sin intermediarios, vivió la Revolución Francesa y mamó el republicanismo, la libertad religiosa y los derechos políticos.
Además, consiguió permiso papal para acceder a libros prohibidos, volviendo con un máster en ilustración. Regresó porque Don Carlos IV lo mandó de vuelta al Río de la Plata con el cargo de Secretario del Consulado.
Miren si el muchacho era bueno que le firmaron la papeleta para un cargo reservado a los nacidos en España.
Sus grandes aportes
Desde el Consulado, fue impulsor de la industria y la agricultura como motor de la economía, a la que prefería por sobre la ganadería, que no generaba trabajo y defendió el libre comercio. De esta manera, buscó mejorar las condiciones comerciales de los criollos.
También propuso la educación gratuita y para niñas, negros, mulatos y para la gente de los ranchos más pobres, para que salieran del ocio y la miseria. Impulsó la creación de bibliotecas públicas y escuelas de oficios para lo que tuvo que pelear siempre contra el viejo, querido y nunca bien ponderado argumento, “no hay presupuesto”.
Y cuando hubo que aportar, aportó.
Como periodista fue el primero en estas pampas, ejerciendo como corresponsal para un diario de España. En su rol de editor fue censurado dos veces, con el Telégrafo Mercantil y el Semanario de Agricultura. Hasta que pudo editar el periódico Correo de Comercio, desde donde difundió sus ideas y la de su grupo: la Sociedad Patriótica.
En el Consulado ejerció hasta 1810, cuando tomó parte de aquella Primera Junta de Gobierno, y prometió tirar a Cisneros por el balcón si no renunciaba y cumplía lo acordado.
Cuando los peninsulares explotaron la veta de comerciar con los ingleses sin la reprimenda de su Majestad y en beneficio propio, como Secretario de la Junta, se inclinó al proteccionismo. Así, colaboró con el Plan de Operaciones de Mariano Moreno, que ponía al Estado al servicio, de la industria, el comercio y la agricultura a través de inversiones. La soberanía económica.
Y tan adelantado andaba que empezó a advertir el problema de la deuda externa como una forma de dominación de los pueblos más poderosos por sobre los débiles.
Su rol como político
Como político fue parte del Carlotismo, una idea de monarquía anticolonialista a cargo de la Infanta Carlota Joaquina, hermana de Fernando VII y esposa del Rey de Portugal. La cosa no prosperó, como nos habremos dado cuenta, y lo cierto es que, muy probablemente, hubiéramos terminado siendo una colonia portuguesa.
La Junta le encargó la expedición al Paraguay, que ya sabemos como salió. Con dos cucharas lo mandaron. Todo terminó en un juicio, pérdida de honores y escarnio público. Después se dio vuelta y quedó limpito y planchado, aunque seguramente, harto, pero listo para ir en misión diplomática al Paraguay.
Cuando lo pusieron al frente del Regimiento de Patricios se comió el marrón del Motín de las Trenzas que terminó a los cebollazos y con uniformados fusilados en la Plaza.
Belgrano fue al mando de los Patricios que, en Rosario, dio creación a la bandera.
Un poco para diferenciarse del enemigo, un poco como símbolo soberano, un poco con los colores del cielo y un poco con los colores de los Borbones. Pero, el tiro salió por la culata porque Don Bernadino Rivadavia no quería que la corona –o lo que quedara de ella– se nos ofendiera y le encargó guardar el trapo.
Tampoco se la dieron redonda cuando tuvo que hacerse cargo del Ejército del Norte. Pocos hombres, muchos heridos, falta de pago y la desorganización total y absoluta. Su principal dedicación fue la disciplina y el orden.
Cuando el Triunvirato le ordenó replegarse a Córdoba sin dar batalla encabezó el éxodo jujeño y se arropó en Tucumán. Desobedeciendo a las tres flores de la costa triunfó en las batallas de Tucumán -un bochorno absoluto ese zafarrancho- y Salta, donde por primera vez se combatió bajo nuestra bandera.
Las derrotas en Vilcapugio y Ayohuma determinaron el fin de la aventura militar, un sumario y la entrega del mando a San Martín, al que también había que buscarle destino.
Y, hablando de buscar destino, lo mandaron en misión diplomática con Rivadavia -otro caído en desgracia- a Inglaterra por el reconocimiento de la independencia que todavía no habíamos declarado. Fue una misión sin éxito, traicionada por Rivadavia y empiojada por Alvear. Un desaguisado tal que, de casualidad, no terminamos siendo colonia inglesa pero que, al menos, sirvió para traerse, como regalo del Rey Jorge III, el famoso reloj con el que pagó a su médico antes de morir.
Regreso a Buenos Aires
Ya en Buenos Aires, y viendo que la idea democrática no era el ojito derecho de Europa, volvió a la carga con la Monarquía Parlamentaria con un Rey Inca, idea estratégica que llevó al Congreso de Tucumán. Pero acá querían una República, y no tanto la adhesión de los pueblos andinos a la onda emancipadora, qué tanto. Y así se declaró la independencia, con lo puesto.
Volvió al Ejército del Norte donde le tocó mantener a raya a los rebeldes del interior, cosa que evitó hacer pidiendo licencia por enfermedad.
Tuvo dos hijos, Manuela y Pedro. Este último criado por Don Juan Manuel José Domingo Ortiz de Rozas y López de Osornio y su tía materna, Doña Encarnación Ezcurra.
Belgrano, que había soñado un futuro de progreso y desarrollo soberano para las Provincias Unidas, murió olvidado y empobrecido, viendo al país arder en guerras intestinas, el día de los tres gobernadores.
Tal vez imaginaría, en ese último lamento que la historia puso en su voz, todo lo que vendría después.